Un lunes más,Víctor Fernández Correas nos cede un relato para publicar en el blog.
Todos los días suena la misma canción, y a la misma hora. La
hora es la que coincide con la entrada de Arturo en el bar de Marta, donde
siempre desayuna. El desayuno, invariable desde hace diez años: café largo, una
tostada con aceite, tomate y su pizca de sal, y un zumo de naranja. Lo mismo
que la sonrisa de Marta, esa sonrisa que es el océano Pacífico, con todo lo que
conlleva para él, a sus ojos.
— ¿Y no te aburres de desayunar siempre lo mismo? —le
pregunta Marta al servirle la comanda.
— ¿Y tú de preguntármelo?
—Pues no.
—Pues yo tampoco.
Y se ríen. Pero Arturo sigue preguntándose si Marta le toma
el pelo o no con la canción. Para ir al grano, Arturo es un tipo que dejó el
trabajo —de lunes a viernes, de 9 de la mañana a 7 de la tarde, en un bufete
con buena clientela en la capital. Camisas de seda italiana, traje a medida. Un
pastizal de dinero al mes por sueldo—, se compró un barco con la cuenta que
pidió y se puso a navegar, como el protagonista de la canción de Perales. El
barco decidió anclarlo en el puerto de la pequeña población pesquera que
siempre soñó. Poca gente y siempre conocida, el turismo justo y un tiempo más
que bonancible. ¿Y Marta? Regenta el bar del puerto —pequeño. Cuatro mesas
dentro y otras tantas fuera cuando el tiempo así lo permite— y es dicharachera
o callada según el temporal que arrecie en el bar.
—Por lo menos no me pones a Dyango.
—Si quieres te lo pongo mañana.
—Quita, quita —protesta Arturo entre risas—, que ya me he
acostumbrado a esta.
Sería la del alba del primer día que Arturo entró en el bar
de Marta. Como clientela, los parroquianos de siempre, gente curtida en el mar.
Caras agrietadas, complexiones fuertes, hablar pausado. Se sentó junto a la
barra y pidió lo mismo que pide desde entonces. Por el gesto de estupor de
Marta interpretó que no debía de estar demasiado acostumbrada a ese tipo de
peticiones. Arturo echó un vistazo a las mesas: bocadillos, carajillos, algún
que otro café. Él iba a navegar; los allí presentes, a buscarse la vida en la mar.
Una sutil diferencia.
Arturo toma el vaso de café después de engullir un trozo de
tostada y se lo lleva a la boca. De reojo, observa a Marta, que limpia una
taza. Acaba la canción y le sigue otra. Marta busca con la mirada a Arturo, que
posa la suya en la ventana. Sonríe.
— ¿Pensabas que era un disco?
—Contigo ya no sé qué pensar.
Arturo paga la consumición y se despide de la clientela. Aún
brilla alguna estrella en el cielo cuando, por el oriente, se perfila el
amanecer. Sopla la brisa, suave, que le revuelve el pelo y acaricia la cara.
Sube al barco y suelta amarras. La brisa vuelve a acariciar su rostro, y parte
de la letra de la canción a asediar sus sentimientos. «No hay otros mundos,
pero si hay otros ojos, aguas tranquilas, en las que fondear», tararea.
Echa un último vistazo al puerto y busca la puerta del bar
de Marta. Diez años ya. Arturo ha sobrevivido a cientos de tormentas, reparado
decenas de vías de agua en alta mar, pero aún no tiene los arrestos suficientes
para decirle a Marta que le robó el corazón desde el primer día que la vio. Y
mejor que no sepa que, mientras él abandona el puerto, Marta seguirá fregando
vasos y tazas y lanzando miradas a la ventana que tiene a su izquierda, abierta
al puerto. Deseando que Arturo regrese al día siguiente para servirle el
habitual desayuno acompañado de su canción favorita.
Lo de decirle que está enamorada de él hasta las trancas ya
es otra historia.
El bar de Marta,
relato de la antología La vieja calle
donde el eco dijo.
Víctor Fernández Correas |
Si quieres leer más relatos del autor o conocer su obra, visita su blog (http://victorfernandezcorreas.com/)
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