jueves, 4 de septiembre de 2025

«Una dama sin honor» de Arwen Grey

 



Sinopsis

Sir Percyval Huxtable es un caballero que se esfuerza con toda su alma por aparentar ser indolente e insufrible, pero su alma se estremece cada vez que alguien necesita su ayuda. Lo que no se espera es que Prudence Prynne, una mujer alejada de la buena sociedad tras cometer el mayor pecado que puede cometer una joven de buena familia, le pida lo último que él está dispuesto a conceder: su mano.

Prudence tiene argumentos y una personalidad difíciles de ignorar y Percy se verá pronto ante un dilema: aceptar en matrimonio a una dama sin honor o dejar que pierda todo lo que posee a manos de un hombre al que desprecia.

 

Dramatis personae

-Sir Percival Huxtable: un caballero indolente con un insospechado sentido del honor

-Prudence Prynne: una dama sin honor

-Lydia Prynne: su inocente prima

-John Prynne: un caballero con poca vergüenza

-Wilkins: un hombre poco recomendable

-Roderick P.: un abogado preocupado


UNA DAMA SIN HONOR

 

CAPÍTULO 1: LA CARTA

 

Percyval Huxtable estaba repanchingado en su sillón favorito en el club, fingiendo leer el Times, aunque sus conocidos sabían que era su momento favorito para descabezar un sueño, cuando comenzaron los acontecimientos que cambiarían su vida para siempre.

Por supuesto, él no lo sabía. Y, de saberlo, no sabemos si habría actuado como lo hizo. Pero el caso es que lo hizo, así que da igual hacer cábalas sobre qué habría ocurrido si Percy no hubiera estado en el club, o si hubiera decidido no intervenir o, quién sabe, ya estuviera dormido.

La cuestión es que Percyval Huxtable estaba intentando dormir, pero no podía, porque unas voces y unas risitas insidiosas se lo impedían. Durante unos instantes pensó que una algarabía así era indigna de caballeros ingleses y que, por tanto, alguien debería intervenir para que cesara de inmediato. Ni por un momento se le pasó por la cabeza se planteó que ese alguien tuviera que ser él. Al fin y al cabo, estaban en uno de los clubes de caballeros más prestigiosos de Londres, y, por ende, del mundo. Pagaba una cuota astronómica para que el personal se asegurase de que los miembros se encontrasen siempre en una atmósfera civilizada.

Solo por eso, era de lo más inconveniente que se escucharan esas risas estúpidas y escandalosas, y más a una hora tan inapropiada como la de después de comer.

—Escuchad, amigos, esta es mi parte favorita: todavía pienso con ardor en el tacto de tus labios y tus manos en mi cuerpo. Estoy deseando volver a sentirte en mi…

Percy abrió un ojo y lo clavó en el que había hablado.

Reconoció a Wilkins incluso de espaldas. Vestía tan a la moda como era deseable y llevaba tanta pomada en el cabello que sus ondas parecían esculpidas más que peinadas. Ahora había bajado la voz y susurraba para deleite de sus compinches, que reían como hienas.

Dejó el Times a un lado con disgusto. De todas formas, ni lo iba a leer ni lo iba a poder usar como tapadera. Al parecer, ninguno de los que rodeaban a Wilkins se había dado cuenta de que él estaba ahí, a apenas un par de metros de distancia. O quizás sí se habían dado cuenta y les importaba un ardite reírse así de una dama en público.

—¿Volviste a verla, Wilkins? —preguntó uno de los caballeros—. Aunque, si no la quieres para ti, puedes compartirla. Una palomita así de ardiente no se ve todos los días…

Percy apretó la mandíbula al escuchar la voz de John Prynne, un antiguo compañero de Oxford. Durante un tiempo habían mantenido una cierta amistad, pero John había demostrado tener tan pocos escrúpulos como decencia. Le gustaba demasiado el juego y derrochaba el dinero, sin importarle si era el suyo o el de sus amigos o conocidos. Además, gracias a su atractivo, rompía los corazones de las mujeres, sin importarle su clase o ascendencia, si estaban solteras o casadas.

—A lo mejor quieres esperar a que acabe la carta para saber de quién es, Johnny… —respondió Wilkins antes de soltar una carcajada impúdica que hizo que todos los demás lo coreasen.

Después de eso, levantó dicha carta en un gesto ostensivo.

John Prynne trató de alcanzarla, pero Wilkins, mucho más alto y ágil que él, la puso fuera de su alcance.

Desde su asiento, invisible al parecer para los demás, Percy observaba la escena, molesto sin saber muy bien el motivo. Esos hombres le caían mal. De hecho, le caían terriblemente mal. Además, no le gustaba que Wilkins se burlase de una antigua amante leyendo su carta delante de sus amigotes. Tampoco le agradaba que le ofreciera a esa mujer a un hombre sin escrúpulos como John Prynne, aunque fuera una capaz de escribir esas cosas.

—Sigue, pues. Estoy deseando saber quién es la fierecilla que se ha atrevido a poner por escrito todo eso. En persona tiene que ser como la pólvora —dijo John, con ese tono de sátiro que tantas veces había sufrido Percy en sus tiempos universitarios y aun después, hasta que sus caminos se separaron.

Wilkins no se hizo de rogar. Alisó el papel, que parecía de buena calidad, y se aclaró la garganta para deleite de sus compinches.

Amado mío

—La tenías bien atrapada, ¿eh, truhan?

—¿Quieres saber más o qué, maldito seas? Amado mío… Me prometiste que me enseñarías muchas cosas y me dijiste que no debía ser impaciente, pero… —Wilkins volvió a callar ante los silbidos y las risas de sus amigos. Había hecho una pausa y los miraba como un actor o un poeta a su público, deseoso de atención. Volvió a levantar la carta y abrió la boca, listo para leer—: Oh, no sabes cómo deseo volver a verte y…

Para entonces, Percy ya había decidido que tenía bastante, de modo que abandonó su mullida butaca, se alisó el chaleco y la levita y se acercó al grupo, que estaba tan atento a las palabras de Wilkins que ni siquiera notó su presencia justo tras ellos.

—Me temo que va a tener usted que entregarme esa carta, señor Wilkins.

Wilkins, que había seguido leyendo, pareció durante unos instantes ajeno a sus palabras, hasta que vio la mano de Percy justo ante sus ojos. Entonces, resiguió su mano, su brazo, pasando por su hombro hasta llegar a su rostro, donde se detuvo, estupefacto.

—Lárgate, Huxtable. ¿No ves que nos estamos divirtiendo?

El coro de loros que rodeaba a Wilkins rio su chiste, aunque había perdido algo de brillo.

—Deja que Percy se una a nosotros. Seguro que le viene bien un poco de diversión. Hace siglos que ha olvidado de lo que se siente.

Percy se encogió al notar la palmada de John en la espalda, pero ignoró el comentario y siguió con la mano extendida hacia Wilkins.

—La carta, señor Wilkins, por favor. Comprenderá usted que no es digno de caballeros leer la correspondencia privada a viva voz, y más cuando se trata de damas. —Pudo ver cómo las mejillas de Wilkins enrojecían, aunque estuvo seguro de que no por vergüenza—. Démela, o me temo que tendré que retarlo a duelo.

Wilkins arrugó la carta en un puño y la guardó dentro de uno de sus bolsillos. Levantó la barbilla y lo miró con gesto petulante.

—Los duelos son ilegales. ¿Va a saltarse la ley un tipo como tú por una mujer a la que ni siquiera conoces?

Percy se preguntó cómo se había metido en aquello.

Solo había ido al club a echarse una siesta, como cada día, porque en su casa era imposible, con los niños de su hermano correteando por todas partes. Podría haberse hecho el dormido, podría haberse quedado callado, como habrían hecho la mayoría de los hombres… Pero él, a saber por qué, se había levantado y había retado a duelo a ese idiota por una mujer desconocida.

Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa torcida.

—En efecto, voy a hacerlo. Aunque también podría usted entregarme esa carta y disculparse… Estaría comportándose como un caballero y todo acabaría bien y sin problemas para los presentes.

Pudo ver cómo la duda corría por el semblante de Wilkins. De no haber estado rodeado de amigos, todos y cada uno tan estúpidos como él, habría cedido, pero no podía hacerlo y quedar como un cobarde delante de ellos y de John Prynne.

Y así fue cómo Percyval Huxtable fue a su club a echar la siesta y se encontró retando a duelo a un idiota.

Y también fue así como comenzó esta historia en la que un caballero aburrido pensaba que salvaba a una dama, pero resultó que ella también lo salvaba a él.

 

*       *      *

 

Prudence Prynne se ajustó los anteojos para contemplar mejor el grabado que acababa de recibir desde Francia. Había apartado con desdén la nota en la que se le advertía que no era apta para todos los ojos, en especial los de una dama joven e inexperta y blablablá… Ella era joven, aunque cada vez menos, al menos a los ojos de la sociedad, aunque lo de inexperta…

Apartó ese pensamiento y volvió a centrarse en la lámina. Mostraba el aparato reproductor masculino en toda su gloriosa belleza. Había visto dibujos antes, pero jamás ninguno con tanto detalle. Era magnífico, aunque no comprendía el porqué de las advertencias a las damas. Al contrario, todas las mujeres, y también los hombres, deberían formarse todo lo posible.

Ella tenía la suerte de poseer una cierta fortuna y una biblioteca a su alcance donde poder contemplar y estudiar cuanto desease, y sin interrupciones. Era mejor no pensar en que esa calma no había sido del todo deseada en algún momento, aunque ahora se había acostumbrado y no la cambiaría por nada.

—Acaba de llegar una nueva carta del abogado.

Prudence tapó el grabado para que Lydia no lo viera. Su prima no era tan abierta de mente como ella, por muy partidaria de la educación que fuera. Las dos habían abierto una pequeña escuela para las niñas del pueblo y daban clases cada día, no solo de escritura, lectura, literatura inglesa, francés y bordado, que era lo que ellas habían estudiado con su institutriz, sino que trataban de abarcar todos los conocimientos que poseían, aunque fueran pocos: música, astronomía, economía, política e incluso deportes. Aunque los padres de las chiquillas se habían mostrado algo reacios al principio, las madres habían accedido con gusto a enviar a las niñas, sobre todo al saber que, además de clases, las Prynne les daban el almuerzo.

—¿Y qué dice esta vez? Espera, no me lo digas: señorita Prynne, cásese o lo perderá todo —dijo con voz grave y ostentosa.

Lydia rio y se sentó a su lado en el banco acolchado, aunque en realidad era demasiado pequeño para las dos.

Con los anteojos, Prudence veía a Lydia demasiado cerca y un poco deforme, con los ojos azules tal vez un poco demasiado juntos y la nariz muy grande, la boca muy pequeña y, en definitiva, aspecto de duende. Y, aun así, tendría más posibilidades de casarse que ella.

—Ha dicho eso, más o menos —concedió Lydia, tratando de parecer optimista, aunque había pocos motivos para serlo—. Y también ha dicho algo más… Creo que no debería haber abierto la carta. Iba dirigida a ti.

Prudence se quitó los anteojos para ver a Lydia bajar la mirada, sonrojada. Fuera lo que fuera que había dicho el dichoso abogado, tenía que haber sido muy estúpido para que Lydia no fuera capaz de mirarla a la cara.

Tomó la carta que su prima le tendía y la leyó con creciente incredulidad.

Se levantó de la banqueta, sin saber muy bien si sentirse indignada o triste. Tuvo que releerla para comprender lo que decía.

 

Querida señorita Prynne,

Espero que se encuentre usted bien.

El motivo por el que me dirijo a usted es para recordarle que el tiempo apremia para solucionar sus asuntos. Sé que no está usted abierta a la solución más evidente, pero le ruego que vuelva a pensárselo o poco podremos hacer antes de que todo esté perdido.

Sin embargo, hay otro asunto que me gustaría tratar con usted, y me temo que se trata de algo grave. Recientemente se ha presentado en mi oficina un caballero que asegura que tuvo con usted cierta… intimidad. Exigió una cantidad de dinero a cambio de su silencio. Cuando le pedí pruebas de lo que decía, lo vi vacilar y salió huyendo. Al hacerlo, vi que cojeaba.

Me tomé la libertad de averiguar quién era y supe que se había visto envuelto recientemente en un duelo. No fue difícil averiguar cuál era la causa de tal hecho y quién su contrincante: el rival del caballero del que hablamos lo retó a duelo por defender del honor de la dama autora de cierta carta. Y venció.

Señora mía, sé que es usted reticente al matrimonio, pero en apenas seis meses perderá usted todo lo que posee si no pasa por la vicaría. Y, por desgracia, pasará a las manos de su primo John.

Le adjunto las señas de sir Percival Huxtable, el hombre que retó a duelo al caballero que difamó a cierta dama autora de cierta carta. Tal vez tenga usted algo que proponerle.

Atentamente,

Suyo,

Roderick P. abogado

 

Prudence apartó la carta de Roderick P. abogado y suspiró. La lectura había sido sin duda confusa y había muchas lagunas en los acontecimientos, sin embargo, lo esencial estaba claro: tenía que casarse y el tiempo apremiaba. Lo demás poco importaba.

Volvió a leer el nombre del hombre que había retado a duelo a Phillip Wilkins, al parecer para defender su honor. Percival. Percy. Era un nombre bonito para un marido. Si es que él aceptaba como esposa a una mujer sin honor, claro.

 

 CAPÍTULO 2: LA PROPUESTA


        El saloncito que daba al oeste se había ido convirtiendo, con el paso de los años, en el refugio de Prudence.

        Oh, ¡cómo había odiado esa casa cuando la habían exiliado allí, hacía diez años!

        Al fin y al cabo, ¿qué pecado había cometido? Nada distinto al que cualquier hombre de cualquier clase social cometía cada día. Sin embargo, sus padres no pensaban lo mismo.

        Su padre, sir Joshua Prynne, que mantenía una amante en Covent Garden de un modo reconocido, la había encerrado en su dormitorio durante una semana y había jurado matar a su seductor en cuanto supiera quién era. Sin mucha convicción, solo porque creía que era su deber, pero lo había hecho. Su madre se había limitado a llorar, porque siempre había soñado con casarla con un duque, algo que siempre había estado fuera de su alcance, por falta de fortuna y belleza.
Por suerte, o eso había pensado ella al principio, Philip se las había arreglado para escabullirse de Londres y de las largas garras de su padre. 

        Lo había conocido en un baile, que era como las jóvenes conocían a los hombres casaderos, ya que era impensable que una mujer conociera a alguien del sexo opuesto apenas de otra forma.

        Él era guapo, simpático y bailaba de un modo que hacía que a Prudence le temblaran las piernas. Y eso no le había ocurrido nunca antes.

        Le había robado un beso detrás de una columna en el segundo baile, y le había metido la mano bajo el escote en el tercero. Después de un corto asedio baile tras baile, lo suyo había acabado en un levantamiento de faldas tras unos setos mientras sonaba un vals. Ella había pensado que había sido precioso y romántico, aunque doloroso al principio. Breve, eso sí, pero precioso. Luego habían vuelto al baile como si nada, aunque para Prudence todo había cambiado para siempre. Solo que entonces no lo sabía.

        Porque estaba enamorada.

        Escribía poemas y se chocaba con los marcos de las puertas porque no miraba por dónde caminaba. Respondía cosas absurdas cuando le hablaban porque no estaba escuchando y todas las cosas ridículas que se hacen cuando Cupido te lanza una flecha.

        No es extraño que todo el mundo notase que algo le ocurría. Solo había dos opciones: locura o amor.

        El misterio se desveló cuando su prima Lydia, que a la sazón solo tenía trece años, esa edad en la que no se saben guardar los secretos, soltó en una reunión familiar, que muy pronto habría una boda.

        Todo el mundo miró a Prudence.

        Y Prudence corrió a encerrarse en su dormitorio.

        Para entonces, Philip ya no la besaba ni le metía la mano por debajo del corpiño. Prudence había pasado varias noches en vela preguntándose el porqué de su actitud. Al fin y al cabo, ella le había ofrecido su amor, sus caricias, su virtud… Su todo. 

        Le había escrito hacía una semana, pero él no había respondido. No comprendía qué podía significar aquello…

        Ni siquiera se dio cuenta de que su padre había entrado en su dormitorio.

—Dime que no te has dejado engañar por algún sinvergüenza.

        No le gritó. La decepción en su voz fue peor que cualquier grito. En su mirada vio que conocía su corazón. Y lo peor fue que no le ofreció ningún consuelo para su corazón roto.

        —Él me quiere —dijo, aunque, ya entonces supo que no era así. De serlo, ¿dónde estaba? ¿Por qué no respondía a su carta?

        Sir Joshua se había limitado a suspirar y a cerrar la puerta a sus espaldas. Sí, había dicho lo de retar a duelo a su seductor, pero sin sentirlo. Todos sabían que jamás lo haría.

        Una semana después estaba en la mansión campestre de la familia.

        Prudence siempre había odiado el campo. Ella adoraba Londres, sus calles, el bullicio, poder entrar en cualquier tienda a comprar una fruslería, un libro o un poco de encaje. 

        Pero ahora estaba exiliada en un lugar inhóspito solo por… ¿por qué? Por haber amado, deseado, querido a un hombre. Un hombre que la había abandonado y del que jamás había vuelto a saber nada.

        Suspiró y miró por la ventana. El jardín estaba muy hermoso en primavera y era una de sus partes favoritas de la propiedad, junto con la biblioteca. Esa biblioteca que se había convertido en su refugio.

        Al llegar, había poco más que hacer aparte de leer, así que pasaba allí la mayoría del tiempo. 

        Casi no recibía ni cartas ni visitas. Su madre le escribía poco. La culpaba por la vergüenza que había causado a la familia. Una vergüenza secreta para todo el mundo, aunque muy real para ella. Se preguntaba qué le decía a la gente que le preguntaba qué había sido de su hija. Probablemente achacaba su ausencia de la ciudad a una salud frágil. Con el tiempo, era posible que se hubiera convencido de que era cierto. 

        Su padre era al que más veces había visto en todo ese tiempo. Al principio se limitaba a mirarla con reconvención, como si así fuera a lograr que confesara quién era el culpable de su caída. Más tarde, fue alargando sus visitas. Le gustaba que su carácter se hubiera hecho más tranquilo y callado, o que al menos lo aparentara en su presencia. Por su parte, Prudence agradecía sus regalos y las noticias de la ciudad, aunque cada vez le parecía más lejana.

        La muerte de su tío hizo que su vida cambiara de un modo inesperado. Durante años había pensado que guardaría rencor eterno a la persona que había sido el heraldo de su caída, pero, al saber que su prima Lydia había quedado desamparada y sin hogar, hizo saber a su padre que deseaba que fuera a vivir con ella.

        La muchacha, cinco años menor que ella, la miró con temor al cruzar el umbral de la casa. Por lo visto, Prudence se había convertido en una especie de temible leyenda familiar. Todos hablaban de una vieja loca ermitaña de cabello enmarañado y vestido ajado que habitaba una casa llena de telarañas. Debió de ser una sorpresa para ella el hecho de encontrarse a una joven atractiva, alta y vestida con elegante sobriedad.

—Espero que no te quedes ahí todo el día. La merienda espera lista en la biblioteca y te aseguro que el bizcocho está delicioso. Estoy convencida de que aquí serás feliz.
        Y habían sido felices durante tres años.

        Entonces su padre había muerto y había recibido la carta del abogado. La primera de muchas. 

        Prudence notó un pinchazo en la mano y se dio cuenta de que había estado apretando la pluma con demasiada fuerza.

        Bajó la mirada hacia la carta que había redactado. 

        No conocía a ese hombre y no sabía cómo dirigirse a él. Además, no era habitual ni digno que una mujer escribiera a un hombre. Pero ella no era una dama digna.

        Antes de poder arrepentirse, dobló el papel y lo lacró. Se levantó y le entregó la carta a un criado. Era mejor que saliera cuanto antes. No tenían tiempo que perder. Al menos en eso estaba de acuerdo con Roderick P., abogado.


               *                           *                   *

        Percy añoraba la tranquilidad de su casa y odiaba las goteras.

        La casa de su hermano tenía goteras, por eso le había ofrecido la suya a su familia mientras durasen las obras. De eso hacía tres meses y parecían tres siglos.
¿Cuánto podía tardarse en arreglar unas goteras?

        Un niño de unos cincuenta centímetros de altura chocó con su pierna y lo hizo bajar la mirada. Tenía los brillantes ojos azules de su madre y el cabello oscuro de su padre. Y también un hueco en los dientes frontales que pudo ver cuando le sonrió.

        —Hola, tío Percy. ¿Me llevas en hombros?

        Percy pensó que podría negarse. Si el resto de los niños, nada menos que tres, se enteraban de que había cargado a John, también querrían que los llevase a hombros, pero los pequeños monstruos no estaban a la vista, así que se agachó y se lo puso a la espalda. Incluso empezó a mascullar un ruidito que pretendió imitar el trote de un caballo.

        —¡Señor! Hay correo para usted, señor.

        Percy se giró hacia la voz que hablaba y tomó como pudo el sobre que le tendía. No conocía al remitente, unas simples siglas. Lo guardó en el bolsillo para leerlo más tarde con calma.

        Solo lo recordó cuando llegó la hora de acostarse.

        Era tarde y estaba agotado. Una larga discusión entre su hermano y su cuñada acerca de las obras de su casa lo habían hecho huir de su propio hogar. Lo aburrían las disputas domésticas, los niños y las charlas acerca de cortinajes, papeles pintados y muebles. 

        Primero había acudido al teatro y después se había pasado brevemente por un baile, aunque durante poco tiempo. Al final se había refugiado en el club, donde había charlado de cosas que le resultaban más reconfortantes, como las reformas del gobierno y el corte de un buen traje.

        Al regresar, agradeció el silencio de la casa. Añoraba cuando vivía allí solo, con el servicio, que conocía sus gustos y preferencias.

        Despidió a todo el mundo y se fue directamente al dormitorio. Por suerte, el de su hermano estaba lo más lejos posible del suyo.

        Disfrutó de la calma, pensando en lo grato que era vivir así. Había muy pocas cosas por las que cambiaría su vida. Solo algo muy bueno le haría replantearse lo que tenía.

        Se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de una silla. Al hacerlo, vio que alguno de los criados había dejado en la repisa de la chimenea la carta que había recibido por la tarde. Quizás se había caído del bolsillo sin que se diera cuenta. 

        Se acercó a la lámpara y rompió el lacre con cuidado.

    Apreciado sir Percival,

    He empezado esta carta una docena de veces y el papel es demasiado caro como para decidirme a que este sea el último intento. Es mejor ser directa.

He sabido por mi abogado que hace poco usted ha hecho algo muy estúpido por mí, así que es posible que sea el hombre indicado como para hacer algo todavía más absurdo para ayudarme.

Cásese conmigo y yo le compensaré como pueda. Le aseguro que no le pediría algo así si no fuera estrictamente necesario.

Atentamente,

Prudence P.

PS. Visíteme en la siguiente dirección la semana próxima para más detalles. Sea discreto, se lo ruego.

        Percy releyó la carta media docena de veces sin acabar de comprender si aquello era una broma.

        Al final de la carta aparecían unas señas en la campiña de Kent que le sonaban terriblemente lejanas, aunque la distancia era prudencial, si tenía en cuenta que el tiempo estaba siendo bastante seco y no tenía gran cosa que hacer la siguiente semana.

       Se indignó consigo mismo al darse cuenta de varias cosas:

        1) Era muy posible que esa mujer fuera la misma que había escrito la carta subida de tono que leía Philip Wilkins en el club.

        2) Era muy cierto que había cometido una estupidez por ella: había retado a duelo a Wilkins por ella. De hecho, había herido a Wilkins por ella, aunque hubiera sido más bien un accidente cuando él había tratado de escapar y el arma se le hubiera disparado sola cuando lo había seguido para pedirle la carta, sin éxito.

        3) Esa dama era muy imprudente al escribirle y al proponer… ¡Dios, le había propuesto matrimonio a un desconocido!

        4) Si las cosas que había escrito en la carta y todo lo que Wilkins había insinuado era cierto, no era la esposa ideal, precisamente… 

    Sin embargo, por algún motivo, esa mujer lo había intrigado. Parecía inteligente y su letra era apasionada y bastante imperfecta, aunque fácil de leer. Jamás había conocido a nadie, y menos a una mujer, que se atreviera a escribir así.

    Releyó la carta y le alarmó ver, en esta ocasión, el temor en cada línea.

    Esa mujer, fuera quien fuera Prudence P., acudía a un desconocido con la lejana esperanza de que la rescatara de… ¿de qué?

    ¿Qué peligro podía acecharla en el campo? ¿Acaso el maldito Wilkins se había atrevido a acosarla?

    Apretó los labios y notó el disgusto en cada músculo de su cuerpo al recordar las risas de sus compañeros de club mientras Wilkins leía su carta.

    Era posible que esa mujer fuera imprudente e incluso lasciva, pero no merecía que ningún hombre la humillase así después de que ella se ofreciera a él.

    Dobló la carta y la colocó en la mesita de noche. En su cabeza empezó a hacer planes para la semana siguiente.

    Si iba a visitar Kent, tendría que dejar arreglados varios asuntos. Además, se dijo para sí, su hermano y su esposa agradecerían tener la casa para ellos solos.

    Cuando se metió en la cama las frases de la carta le rondaban la cabeza.

    Cásese conmigo y se lo compensaré como pueda.

    Ridículo.

    Le explicaría a esa tal Prudence P. que era imposible. La ayudaría como pudiera en cuanto le explicara su problema, pero casarse era im…

    Se durmió antes de poder completar ese pensamiento.

Continuará
Arwen Grey


El 

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