CAPÍTULO 1
Los ojos enormes que habían encandilado a las pantallas desde que apenas era una cría no más alta que un taburete, parecían resbalar por encima de las palabras, deteniéndose por breves instantes, aquí y allá, sin que nada más en su rostro se moviera.
Por fin, tras unos
diez minutos, Lucinda dejó el guion con cuidado sobre la mesa de su camerino,
presidida por una foto de ella misma recibiendo uno de los cuantiosos premios
que le habían otorgado a lo largo de los años. Debía de tener cientas de
aquellas estatuillas, pero, como ella misma decía, no había premio pequeño,
sobre todo cuando eran otorgados al talento.
Gordon, que se
preciaba de conocerla bien, no en vano había estado casado con ella durante
cinco largos y tormentosos años, reconoció para sí que aquella calma lo
sorprendía.
—Una madre —dijo entonces,
con un tono que le heló la sangre—. Pero si solo tengo 33 años.
—39 —puntualizó
Gordon.
En buena hora, pensó.
Lucinda se giró hacia
él con toda la furia que había esperado y más. Lucinda era Lucinda, al fin y al
cabo.
—¡Pero el público no
lo sabe, cretino! Para ellos soy una jovencita todavía, no puedo aparecer como
una… madre —añadió con desprecio absoluto, frunciendo los labios como si
hubiera comido algo asqueroso—. Una vez que me vean así, jamás volverán a verme
como antes.
Gordon sabía que era cierto.
Llevaba el suficiente tiempo en la industria televisiva como para saber que una
mujer pasa de niña a amante, y de amante a abuela en cuestión de segundos. Y lo
malo era que la gente lo tenía más que asumido y le parecía hasta normal.
—Pero es un papel
interesante…
Lucinda, que fingía
con todas sus fuerzas que no estaba allí, miraba su reflejo en el espejo.
Lucinda, la mujer más
hermosa que había conocido en toda su vida, y también la más desagradable. Pudo
sentir su mirada a través del cristal, tan fría como la materia en la que se
reflejaba.
—Por mí, puedes
meterte el papel por el culo, querido.
Gordon se lo había
esperado. Esa mujer no era de las que admitía nada a la primera, ni siquiera
cuando uno aparecía en su puerta envuelto en rosas y con un anillo con un
diamante del tamaño de una catedral. Siempre había que luchar, y esa vez no iba
a ser una excepción.
—¿No quieres saber
quién haría el papel de tu hija?
Pudo ver cómo Lucinda
erguía la espalda.
Podía fingir todo lo
que quisiera, pero la conocía bien. Había dormido a su lado cada día durante
años y conocía sus miedos más íntimos.
Cuando sus ojos se
clavaron esta vez en él, eran más suaves, casi dulces.
—Tendrá que ser un
bebé para que sea creíble.
A Gordon casi le dio
lástima ver un cierto temblor en sus labios. Estaba aterrada de verdad. Quizás,
eso que buscaba con tanta obsesión en el espejo, eran arrugas y marcas del
tiempo.
—Alina.
El rostro se le
descompuso en una mueca tan amarga que Gordon temió que se echase a llorar.
Pero para eso había que ser del tipo que llora, y ella no lo era.
Lucinda se acercó a él
y le dio un empellón que hizo que chocara con la mesa. La fotografía de ella
con el premio se cayó al suelo y se rompió, pero a ella pareció darle igual.
—¿En serio? ¿Esa niña
boba?
Gordon la detuvo antes
de que volviera a empujarlo o de que le hiciera daño con alguno de los
estúpidos objetos que acumulaba allí. Aquel camerino parecía un bazar, pero
ella no quería deshacerse de los regalos de sus seguidores.
Tomó a Lucinda por los
hombros para contenerla. Hacía dos años que no la tocaba, desde que se habían
divorciado. Desde entonces, él se limitaba a representarla y ella obedecía… más
o menos. De vez en cuando amenazaba con dejarlo, como ya había hecho con su
cama, pero jamás lo hacía.
—Piensa en que al fin
podrás demostrar que no es más que una mosca muerta que no vale nada a tu lado.
—¡Pero yo tendré que
ser su madre!
Gordon la sacudió un
poco, lo suficiente como para que ella dejara de gimotear y lo escuchara.
—La eclipsarás de tal
manera que nadie recordará siquiera que esa chica estuvo en la película…
Lucinda apretó los
labios, pero calló.
Si había una debilidad
en esa mujer, era su ego.
Gordon supo que había
ganado cuando no dijo nada. No asintió, ni siquiera con la cabeza, pero no
siguió protestando.
Cuando salió del
camerino, dejándola a solas para que estudiara el guion, sacó el teléfono móvil
y dejó un críptico mensaje en un grupo que se había creado una noche de hacía
un mes, después de un rodaje especialmente terrible.
Lucinda les había
gritado a todos, e incluso había agredido a su coprotagonista, al que había
arañado hasta dejarle marca en la cara, y todo porque, según ella, le había
robado la luz en un plano.
La cena había empezado
con todos en silencio, tan callados como si vinieran de un funeral. Como era
habitual, todos, menos Lucinda, comían juntos. Ella prefería hacerlo a solas,
en su camerino o en un restaurante, si rodaban fuera de los estudios.
Aunque a algunos de
sus compañeros eso les molestaba al principio, dejó de hacerlo cuando vieron
que Lucinda no los consideraba sus iguales. Como mucho, eran los que la hacían
destacar y brillar, y jamás perdonaba un error.
Incluso, se decía,
había hecho despedir a un iluminador que no la enfocaba como quería.
—En serio, si no lo
digo reviento: la odio a muerte.
No se supo bien quién
había empezado, pero pronto quedó claro que todos tenían algo en común: odiaban
a Lucinda al punto de quererla muerta. Por eso idearon un plan genial. De
hecho, como diría Gordon, aquello era un plan de película.
El mensaje que acababa
de enviar decía lo siguiente y era la señal de que todo acababa de ponerse en
marcha:
Ha aceptado
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Arwen Grey |