jueves, 18 de abril de 2024

Premios SM Barco de Vapor y Gran Angular

 

En Olavide Bar de libros, nos han convocado para presentarnos las obras galardonadas de la 46.ª edición de los Premios SM El Barco de Vapor y Gran Angular al mejor libro de literatura infantil y juvenil, respectivamente. La leyenda del samurái y la mariposa azul de Pedro Caldas e Intruso de David Lozano han sido las ganadoras de estos premios, dotados con 35 000 euros cada uno, la mayor del mundo de habla hispana en sus categorías.

Maica Rivera, periodista cultural, ha presentado el acto y ha querido destacar «la apuesta decidida de ambas historias por las amistades inesperadas en la vida, por la hermandad y la extraordinaria capacidad humana de madurez en los momentos de gran adversidad».

Sobre La leyenda del samurái y la mariposa azul, nos cuenta su autor «el conflicto del samurái, con sus cosas de samurái, y la niña, con sus cosas de niña, viniendo de mundos muy diferentes, el choque entre ellos, el contraste y el aporte del sentido del humor, es lo que acompañará al lector toda la novela»

«La mariposa representa la fragilidad, lo fácil que es perder lo que amamos y la metamorfosis, lo que puede cambiar».

La idea surgió paseando con Málaga con su hijo, en un hotel que se llama Mariposa, en la puerta había una especie de viajero con las manos unidas como un saludo y el niño pensó que ahí estaba escondida la mariposa. Ese fue la inspiración.

Según el jurado, «es una novela de aventuras hiladas con ironía y delicadeza japonesa, en la que no sobra ni falta una pieza».

En el caso de Intruso, la idea viene de lejos, a raíz de un episodio que el autor leyó en prensa. En esta historia, la víctima es menor, pero el presunto asesino también es menor. El bien y el mal, el narrador hablándole al muerto, en segunda persona, dándole papel a la víctima. Ese es el pistoletazo de salida de la historia.

Según el jurado, «su lectura no te deja indiferente; revuelve y te arrastra a posicionarte y compartir puntos de vista. Suscita reflexión y debate. Crea un mundo de ficción del que no sales indemne».

«Es una novela de segundas oportunidades, un alegato contra todo tipo de acoso, y el deseo de justicia y reparación está presente en cada una de las páginas».

La diferente forma en la que recibieron la noticia del premio, ha suscitado las risas de los asistentes, por los comentarios de ambos escritores.

David Lozano, comenzando una siesta en el sofá de su casa y dudando si atender una llamada que podía ser, por la hora, de publicidad de algún operador de telefonía.

Pedro Caldas en su despacho, pensando que era una broma pesada, que no podía ser real, por lo que su interlocutora tuvo que convencerle, incluso, leyéndole parte del acta del jurado.

Desde Pasar Página solo nos queda darles la enhorabuena, e invitaros a leer estos dos libros, que ya están a la venta. Por nuestra parte, entrevistaremos a los autores y reseñaremos sus obras, como hacemos siempre con estos magníficos premios de Literatura Infantil y Juvenil.

Nuestro agradecimiento a Maica Rivera, periodista cultural, por informarnos siempre de todo lo que pasa por sus manos.

Almudena Gutiérrez



miércoles, 10 de abril de 2024

Presentación del Premio Azorín de Novela «La tierra bajo tus pies» de Cristina de Cristina López Barrio.

 


Madrid, 1935. Cati es una joven cuya vida transcurre entre fiestas y tertulias en los cafés, hasta que la tragedia la golpea. Mientras busca su lugar en el mundo, el encuentro con una amiga de la infancia y con Manuel Bartolomé Cossío marcará su destino. Con las Misiones Pedagógicas, que llevaban la cultura a donde parecía imposible que llegara, viajará a un pueblo recóndito y, alojada en la humilde casa de los Salazar, Cati iniciará una relación con los miembros de la familia: Paciana, una viuda curtida en la venganza; su hijo, Fabián, apodado el Murciélago, y su hermano, Jeremías, un hombre maldito, por quien sentirá un amor inesperado. Su estancia le abrirá los ojos a otra forma de vida, regida por los designios del campo y las estaciones. Pero también se verá implicada en una vieja deuda de sangre y odio.

La tierra bajo tus pies es una inolvidable novela de amor, venganza y descubrimiento en los últimos años de la República.


El hotel Palace ha sido, una vez más, el lugar elegido para presentar en Madrid el último Premio Azorín de Novela.

Acompañaba a la autora, sobre el escenario, el escritor Javier Sierra. Su amistad se fraguó cuando, en 2017, Javier Sierra obtuvo el Premio Planeta con su novela El fuego invisible y Cristina López Barrio resultó finalista con Niebla en Tánger. Esta circunstancia los llevó a realizar juntos una gira de promoción que finalizó tejiendo una sólida amistad entre ambos.

Durante más de una hora, han hablado de La tierra bajo tus pies, de cómo llegó la historia a Cristina, de cómo se fraguó la novela. «Llegó a mí de forma muy inesperada, como llegan muchas cosas hermosas», tras ver un documental sobre Luis Cernuda que mencionaba las misiones pedagógicas, viajes que grupos de jóvenes hicieron de 1931 a 1935 por pueblos y aldeas recónditas de España llevando la cultura.

«Vi unas fotos que me fascinaron y pensé que quería escribir una novela para relatar con palabras la maravilla, la sonrisa que expresaban esas personas al ver por primera vez una película o asistir a una representación de teatro. Quería poner voz a esas fotos, contar su historia. A mí me hubiera gustado ser una de esas jóvenes que fue a las misiones, así que imaginé a mi personaje para viajar»

Cuenta la historia de amor que la protagonista, Cati Skalo, vivirá en ese pueblo con un hombre de campo, a la que se sumará una intrahistoria de sagas familiares, rencillas y una deuda de odio y sangre en que se verá involucrada la joven.

Una novela que, según Sierra, gira en torno a tres círculos, el de la cultura, el de las diferencias entre el mundo de la ciudad y el mundo rural y el círculo mágico del amor. En este último, se entrecruzan el odio y la venganza.

Una historia de familias, que se lee suavemente pero con expresiones muy trabajadas que recuerdan la influencia de Delibes.

Cristina ha releído El camino y Las ratas, para documentarse sobre el mundo rural en las magníficas descripciones que hace Delibes.

Sierra, originario de Teruel, de la España vaciada, se ha visto muy identificado con sus descripciones y se ha quedado enamorado del proyecto que lleva a cabo la protagonista, con las misiones pedagógicas que serían interesantes incluso en la actualidad, invitando a la autora a unirse a él para llevar a cabo una de estas misiones.

La escritora ha explicado que la obra relata «la importancia de la cultura, los libros, música, cine y arte». «Lo que nos hace sentir y la huella del poso que su vivencia deja en nosotros como seres humanos. Relata la importancia de la cultura como bien de espíritu»

Después de resumiros esta amena presentación, solo nos queda invitaros a leer el libro que estará disponible a partir de hoy.

Almudena Gutiérrez








lunes, 8 de abril de 2024

Presentación de «El niño» de Fernando Aramburu




El Espacio Fundación Telefónica ha sido el lugar elegido por Tusquets Editores para presentar el último libro de Fernando Aramburu, El niño.

La presentación ha comenzado con un lleno absoluto, incluso con varias filas de sillas en la «retaguardia» como ha comentado Pepa Fernández, la periodista que ha acompañado al autor en este encuentro.

Como buena comunicadora, ha conseguido ir desgranando la novela para que Aramburu nos contase a los presentes todo aquello que se podía contar.

Ha comenzado con la «broma» de estar sentada junto al autor de Patria, sambenito que ya nunca se quitará el escritor.

Así, hemos sabido que nos encontraremos ante un libro de «personas corrientes, que no son corrientes». «En el proyecto de la serie gentes vascas, se contempla la idea de trazar un retrato humano de mi tierra natal y las gentes que la habitan en una época que yo conocí personalmente».

Nicasio, ya jubilado, acostumbra a subir los jueves al cementerio de Ortuella a visitar la tumba de su nieto. Es uno de los muchos niños fallecidos tras una explosión de gas en un colegio de aquella localidad, un accidente que sacudió al País Vasco y a toda España en 1980. Por las andanzas del abuelo, una figura que se agranda hasta hacerse inolvidable, por el testimonio de la madre muchos años después, por la crónica objetiva de lo que le ocurrió a la familia, descubriremos cómo aquella tragedia lacerante y devastadora les alteró, cómo sacó a relucir aspectos inesperados, cómo trastocó sus vidas. Con la maestría habitual de Aramburu, el lector se verá inmerso en una historia de emociones inesperadas, una exploración psicológica y literaria con afilado bisturí que nos mantiene pegados al devenir de los destinos de los protagonistas. Una novela que alberga una densidad emocional tan alta que exige una lectura atenta, hasta la última línea, para entender, comprender, emocionarnos con el destino de sus protagonistas.

Aramburu se define como un gran observador desde que era niño, pero este suceso en particular le golpeó especialmente, le dejó una cicatriz en la memoria, tal vez por la cercanía al lugar donde él había vivido, pero también porque, a título personal, al haber sido docente de niños de la misma edad, probablemente esa tragedia se quedó más presente en su memoria. Un suceso que ha quedado un poco olvidado para el resto de la gente.

Estamos ante una novela corta, una ficción inventada a partir de ese suceso luctuoso real. Estructurada con capítulos breves, de lectura muy ágil y con varias voces, la del narrador, las declaraciones de la madre, Mariaje y la de la propia novela, el texto que habla, haciendo precisiones, incluso cuestionando al propio autor. Este recurso narrativo, el autor lo lleva perfilando en varias novelas y, en este caso, lo ha llevado a su máxima expresión, haciendo una nota previa para explicárselo al lector. Consiste en que «el texto es consciente de que está siendo usado para sostener una narración e interviene, con voz propia». La historia transcurre por sendas de gran intensidad emocional y necesitaba algo que produjera una sensación de remanso, y esa fue la forma elegida.

La novela toma distancia con respecto a sí misma para no incurrir en las emociones, porque el autor cree que las emociones son competencia del que lee, no del que escribe. Quien lea se encargará de sentir o no sentir.

Aramburu no ha escrito ni una coma de más, ha utilizado un registro lingüístico muy seco, nada barroco, con una precisión extrema.

En cuanto a la figura del abuelo, se ha permitido establecer una relación con el personaje, algo que no hace nunca, ha creado una relación sentimental, ejerciendo de nieto y abuelo sin tener referencias, sobre la marcha.

Ahora que es abuelo, le parece que es un regalo de la vida serlo. Le habla a su nieta en nuestra lengua, el único que le habla en español, y le enseña palabras con los dos recuerdos que se permitió guardar de su padre, los que consideró suficientes, una corbata y un reloj.

Durante una hora, en una conversación distendida entre comunicadora y escritor, hemos podido acercarnos a El niño, al estilo de escribir de Aramburu, a su infancia y a sus recuerdos.

Solo nos queda invitaros a leer el libro que, a pesar del tema, no es una lectura triste, si no un canto a la esperanza.

Almudena Gutiérrez



viernes, 5 de abril de 2024

CARTEL FERIA DEL LIBRO DE MADRID



La presentación del cartel oficial de la Feria del Libro de Madrid, es el pistoletazo de salida de este evento que esperamos con ilusión, cada año, escritores y lectores.

En esta ocasión, el ilustrador elegido ha sido Mikel Casal, un ilustrador con una amplia trayectoria detrás y varios premios.

En el cartel, «ha conseguido reflejar que el deporte y la lectura no son actividades tan alejadas la una de la otra, ya que ambas contribuyen a cultivar el cuerpo y la mente y encarna a la perfección el lema de este año: Entrena tu mente, lee tu cuerpo».

Según la directora de la Feria del Libro de Madrid, Eva Orúe, «El cartel de Mikel es, como esperábamos, gozoso y colorido; rebosa sentido del humor»

Según Mikel Casal, «juega con la idea de que tanto el hábito de la lectura como el de la práctica deportiva son maneras de poner en práctica una posición vital, una posición luminosa». La técnica utilizada para la realización del cartel es híbrida, una mezcla de texturas hechas a mano y técnicas digitales; elementos geométricos y gestos sencillos habituales en sus trabajos, y el uso de los colores olímpicos como «un guiño al tema vertebrador de la Feria en este año olímpico, el deporte».

Este año, Pasar Página estará bien representada por un nutrido grupo de escritores que forman parte de nuestro equipo de redacción y colaboradores habituales, y nos podrán contar de primera mano, todo lo que ocurre al otro lado de las casetas.

¡Nos vemos en El Retiro!

Almudena Gutiérrez





miércoles, 28 de febrero de 2024

«El infierno es una chica adolescente»


Autora: María Zaragoza

Ilustradora: AxMxAxLx (Ana María Alcañiz Lizcano)


Un libro de relatos para adultos sin adultos.

Niñas que deciden ser malas un verano y pierden su amistad y su inocencia, adolescentes que se quedan embarazadas de pulpos, niños que deciden destruir lo que no comprenden, un verano lleno de bichos por culpa de la contaminación o la brujería, monjas voladoras, atentados de la ultraderecha, gente atropellada por trenes, chicas que se convierten en monstruo por culpa de un padre intolerante, tejedoras del destino de mujeres, escritoras poseídas por una máquina de escribir, niños que pueden planear un crimen perfecto, amistades que terminan en desgracia, chicas a las que se roba su identidad, chicos devorados por su propia intransigencia, anorexia y bulimia, Kurt Cobain, Kate Moss, Drew Barrymore y Alfonso Guerra. Un universo de adolescentes y niños al margen de los adultos, lleno de miedo, confusión, aventuras y muerte que reconocerán todos los que fueron niños y adolescentes en los ochenta y los noventa.

La infancia es un territorio hostil en estos relatos para adultos y sin adultos escritos por María Zaragoza e ilustrados por AxMxAxLx. Un nuevo gótico español confesional, sucio, mágico y terrorífico. Una reconstrucción fragmentaria de cómo las autoras vieron terminarse un siglo terrible que siempre, por desgracia, estamos a tiempo de repetir.

 

La autora nos hace recordar, relato a relato, esas sensaciones tan particulares de la adolescencia. En mi caso, por mi edad, algunas me recuerdan más a los momentos vividos con mi hija que a los míos, pero otros son comunes a varias generaciones. Lo que sí es común a cualquier lector es la reflexión a la que invitan estos relatos, a analizar lo que vivimos con los ojos de la madurez, que nos hará encontrar diferentes explicaciones a las que les dimos en su día.

¿Quiénes somos? ¿Por qué tenemos que hacer lo que nos dicen? ¿Por qué a los niños se les juzga de forma diferente que a las niñas?

Relatos góticos en los que encontraremos aventuras, amor, miedos, droga, trastornos alimenticios, sexo, violencia y algunos monstruos que no siempre son imaginarios, en unas historias marcadas por los recuerdos de la autora, escritos durante el confinamiento, e ilustrados por una compañera de juegos de su infancia y adolescencia que compartió vivencias y, por tanto, recuerdos.

Ambientado mayoritariamente en un pueblo manchego, en la década de los noventa, tienen puntos comunes a cualquier fecha y a cualquier entorno.

Dieciséis relatos que os estremecerán y que es mejor que descubráis vosotros mismos, prefiero no contaros el contenido de ninguno de ellos. Si tuviese que elegir uno, no me digáis por qué, me ha encantado “Ojos de lechuza”.

No puedo acabar esta opinión sin hablar de la ilustradora, magnífica, con unos dibujos que hacen que los relatos sean aún más inquietantes y se queden grabados en nuestra retina. Negros con escala de grises en los que solo se ha permitido incluir el rojo, consiguiendo un resultado precioso.

Al igual que en los relatos os dejo una fotografía de mis dos dibujos preferidos. 

La edición, cuidadísima, con pasta dura, recordando a las colecciones antiguas. Una maravilla. Un libro para leer despacio y disfrutarlo.

 «La infancia no me parece una época inocente y dulce»

«La inocencia de los niños es un cliché como un piano»

(María Zaragoza)


Almudena Gutiérrez


lunes, 19 de febrero de 2024

«El manipulador» de Francisco Lorenzo

 Hoy hablamos de esta novela editada por Roca del grupo Penguin Random House



Sinopsis:

Diciembre, Santiago de Compostela. Yoel Garza, inspector de la Policía judicial, recibe una llamada de emergencia. Han descubierto un esqueleto enterrado con un orificio de bala en el cráneo. Le faltan todos los dientes, excepto un incisivo de oro. Al instante, Yoel recuerda que un antiguo compañero del colegio, Antonio Serván, publicó una novela cuya portada es idéntica a la escena del crimen. Pero no es eso lo que más le preocupa. Junto a los huesos, han encontrado el anillo de compromiso que su novia perdió meses atrás. ¿Quién lo ha puesto ahí y por qué?

A partir de ese instante, da comienzo un juego entre dos mentes privilegiadas, una búsqueda contrarreloj para demostrar la identidad de un macabro asesino en serie.

UNA BATALLA PSICOLÓGICA DE RITMO VERTIGINOSO

UN PLAN TEJIDO DURANTE LARGOS AÑOS

 Mi opinión:

Narrada en primera persona por Yoel Garza, inspector de la Policía judicial, con una mente privilegiada, se enfrentará al caso más difícil de su carrera ya que le afecta directamente, al encontrarse en el cadáver el anillo de compromiso que su novia perdió hace unos meses.

Muy pronto se dará cuenta, al mismo tiempo que el lector, que el asesino es Antonio Serván, famoso escritor y antiguo compañero de colegio que tiene la particularidad de tener una mente igual de privilegiada que la de Yoel.

El pulso entre estos dos seres tan inteligentes, está servido. Una carrera contrarreloj, una batalla psicológica, una venganza y un asesino en serie, nos hacen leer sin pausa.

Al lector no se le esconde nada de lo que va ocurriendo y, además, se le va instruyendo con los flashbacks que permiten conocer a los dos protagonistas.

El «bueno», no cae bien, es demasiado engreído, orgulloso y poco empático con todo y todos los que le rodean, pero tampoco queremos que el «malo» gane la partida, por lo que inclinamos la balanza hacia Yoel.

Y aquí tengo que decir lo bien construidos que están los dos personajes. La mente analítica de Yoel y la obsesiva y vengativa de Serván, que convierte su venganza en un juego contra su contrincante, porque estamos, sin duda, ante una novela de personajes y unos personajes que evolucionan a lo largo de la historia.

Una novela muy recomendable, con varios giros buenísimos y un final del que cada uno podemos hacer nuestra lectura. Como dice el autor, «El resto es historia».

El autor:

Francisco Lorenzo nació en Santiago de Compostela (Galicia) en 1986. Licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas, se ha sentido siempre motivado por crear historias. En 2021, de la mano de la editorial de juegos de mesa Doit Games, salieron al mercado tres aventuras de «IQ Files», un escape room narrativo de mesa creado por él que ya ha sido licenciado por otras editoriales en países como, por ejemplo, Francia.

Sin embargo, su forma preferida de contar historias siempre ha sido la novela. El manipulador es su debut, donde despliega un uso magistral del misterio y del suspense, presentando su tierra natal, Galicia, como telón de fondo y consagrando a su personaje principal, Yoel Garza, como uno de los personajes más originales del thriller español de los últimos años.

Almudena Gutiérrez


viernes, 5 de enero de 2024

«El árbol de los deseos» de Mercedes Pinto Maldonado


Ocho de enero. Un año más tocaba recoger los adornos de Navidad. Suspiró y se puso a la tarea con nostalgia. Solía invadirle cierta tristeza al despedirse de las fiestas familiares; la casa volvía al silencio y al vacío, y sin el calorcito de sus hijos y nietos estaba mucho más fría.

Esas últimas navidades no había podido poner el belén por miedo a que los más pequeñajos se atragantaran con alguna de las figuritas o quisieran comerse el musgo. Pero el Árbol de los Deseos no faltaba nunca. Lo había heredado de su madre, y su madre de su abuela; era todo un símbolo familiar. Cada año lo sacaba de su caja y abría sus ramas hasta que parecían brazos dispuestos a dar cobijo. Nada más: ni bolas ni cintas ni muñequitos ni estrellas; un árbol desnudo al que había que vestir poco a poco con los sueños de cada miembro de la familia y los amigos.

El ritual era sencillo: todo el que lo deseaba cogía un cartoncito, escribía su deseo, lo colgaba en una rama y encendía una vela azul a los pies del Niño Jesús que había en un pequeño Misterio dispuesto al lado del viejo árbol artificial. Artificial, pero con historia y alma.

A ella no le gustaban los bombones, pero cada Navidad compraba una caja, segura de que terminaría vacía y de nuevo le serviría para guardar los anhelos de todos los que habían pasado por casa durante las fiestas. Ese día, como cada ocho de enero, era el momento de recoger los deseos y meterlos en su caja. En el desván debía de haber ya docenas de ellas repletas de sueños cumplidos. En casa decían que el árbol, más que de los deseos, debería llamarse de los milagros, porque con todos los que habían colgado sus deseos había sido más que generoso.

Recordó cuando su hijo mayor, hacía ya doce años, pidió que le aprobaran la última asignatura de la carrera, y se lo concedió; o cuando una de sus nueras escribió su deseo de que un familiar superara una grave enfermedad, y se lo concedió. También concedió trabajos a parados, la casa a quien la necesitaba, hubo reconciliaciones familiares… El veterano árbol había concedido todos los deseos. Todos menos uno: que su hija Sara consiguiera ser madre. Tal vez porque nadie se había decidido a colgarlo de sus ramas. Hacía una década que lo deseaba más que nada en el mundo, pero el médico le había dicho que nunca podría tener hijos por un problema de salud, así que ningún miembro de la familia se atrevía a pedirle al Árbol de los Deseos que Sara se quedara embarazada, como asumiendo que simplemente era un imposible.

Ese año ella lo había pedido. Fue casi un impulso, una tontería, pero lo hizo. Estaba arreglando el salón, se quedó mirando el árbol cargado de sueños escritos en pequeñas cartulinas doradas y plateadas y pensó que tal vez su hija Sara nunca se había quedado embarazada porque nadie se lo había pedido al milagroso árbol. Escribió su deseo en secreto, como si estuviese cometiendo un pecado: «Deseo que mi hija Sara sea madre». Luego lo colgó en la parte de atrás, de cara a la pared, escondido, donde nadie pudiera verlo, y encendió una vela azul a los pies del recién nacido, como mandaba el ritual.

Suspiró una vez más y, antes de guardarlos en su caja de bombones, uno a uno los fue cogiendo del árbol y los leyó para sí. «Deseo que mi empresa me traslade a mi ciudad»; «Deseo salud y prosperidad para toda mi familia»; «Deseo aprobar este año la selectividad»; «Deseo que mi hermano encuentre trabajo»; «Deseo que mi amiga halle la felicidad y la paz»; «Deseo que mi tía salga bien de su operación de cadera»; «Deseo…». Sonrió al ver la tierna letra de uno de sus nietos: «Querido arbo, quiero que mama y papa siempe sean felises». «Qué familia más linda tengo», pensó.

A punto de bajarle los brazos al árbol para que cupiera en su caja, sonó el teléfono.

––Hola, hija ––dijo cuando descolgó al ver en la pantalla de su móvil la foto de Sara––. ¿Qué haces llamándome antes de irte a trabajar? ¿Va todo bien?

––Sí, creo que sí.

–– ¿Cómo que crees que sí? Dime, ¿qué pasa?

––No te lo vas a creer… Acabo de hacerme unas pruebas de embarazo y…

–– ¡Dios mío, estás embarazada! –– exclamó la madre sin poder contener la emoción––. Pero… ¿estás segura?

––Me la he hecho tres veces, ¡tres! En todas, dos rayitas; eso es que estoy embarazada, ¿no?

––Madre mía, madre mía… Claro, sí, sí, es positivo. Pero si tú no podías…

––Ya lo sé, pero lo estoy, mamá, voy a ser madre. No me lo puedo creer, estoy tan nerviosa e ilusionada…

––Felicidades, cariño, lo has conseguido.

––Tengo que irme a trabajar, nos vemos después.

––Claro, luego lo celebraremos como se merece. Ay, qué emoción, verás cuando se lo diga a tu padre. Hasta luego, hija.

––Hasta luego, mamá.

Con lágrimas en los ojos y temblando de emoción decidió guardar el árbol en su caja. Pero al bajar una de sus ramas se dio cuenta de que aún colgaba, muy escondida, una tarjeta. Antes de meterla en la caja de bombones leyó: «Deseo que mi hija Sara sea madre».





lunes, 1 de enero de 2024

«TODO EL MUNDO ADORA A LUCINDA» de Arwen Grey

 



Dramatis personae

Lucinda Johnson: actriz tan hermosa como insoportable

· Mark Johnson: esposo de Lucinda. Dueño de la productora que produce todas sus series y películas

· Gordon: representante de Lucinda y también su exmarido

· Alina: joven promesa de la actuación y amante de Mark

· Charles Williams: guionista de la productora

· Oleg: electricista de la productora. Fue despedido por Lucinda. Amante de Charles

· Duncan: camarero y chico para todo en el Hotel Bella isla en la isla de Jones

· Ruth: camarera del hotel

· Smith y Black: agentes de policía

CAPÍTULO 1

    Gordon contemplaba en silencio cómo la gran estrella de culebrones y melodramas televisivos Lucinda Johnson pasaba las páginas del guion que acababa de poner en sus manos.

Los ojos enormes que habían encandilado a las pantallas desde que apenas era una cría no más alta que un taburete, parecían resbalar por encima de las palabras, deteniéndose por breves instantes, aquí y allá, sin que nada más en su rostro se moviera.

Por fin, tras unos diez minutos, Lucinda dejó el guion con cuidado sobre la mesa de su camerino, presidida por una foto de ella misma recibiendo uno de los cuantiosos premios que le habían otorgado a lo largo de los años. Debía de tener cientos de aquellas estatuillas, pero, como ella misma decía, no había premio pequeño, sobre todo cuando eran otorgados al talento.

Gordon, que se preciaba de conocerla bien, no en vano había estado casado con ella durante cinco largos y tormentosos años, reconoció para sí que aquella calma lo sorprendía.

—Una madre —dijo entonces, con un tono que le heló la sangre—. Pero si solo tengo 33 años.

—39 —puntualizó Gordon.

En buena hora, pensó.

Lucinda se giró hacia él con toda la furia que había esperado y más. Lucinda era Lucinda, al fin y al cabo.

—¡Pero el público no lo sabe, cretino! Para ellos soy una jovencita todavía, no puedo aparecer como una… madre —añadió con desprecio absoluto, frunciendo los labios como si hubiera comido algo asqueroso—. Una vez que me vean así, jamás volverán a verme como antes.

Gordon sabía que era cierto. Llevaba el suficiente tiempo en la industria televisiva como para saber que una mujer pasa de niña a amante, y de amante a abuela en cuestión de segundos. Y lo malo era que la gente lo tenía más que asumido y le parecía hasta normal.

—Pero es un papel interesante…

Lucinda, que fingía con todas sus fuerzas que no estaba allí, miraba su reflejo en el espejo.

Lucinda, la mujer más hermosa que había conocido en toda su vida, y también la más desagradable. Pudo sentir su mirada a través del cristal, tan fría como la materia en la que se reflejaba.

—Por mí, puedes meterte el papel por el culo, querido.

Gordon se lo había esperado. Esa mujer no era de las que admitía nada a la primera, ni siquiera cuando uno aparecía en su puerta envuelto en rosas y con un anillo con un diamante del tamaño de una catedral. Siempre había que luchar, y esa vez no iba a ser una excepción.

—¿No quieres saber quién haría el papel de tu hija?

Pudo ver cómo Lucinda erguía la espalda.

Podía fingir todo lo que quisiera, pero la conocía bien. Había dormido a su lado cada día durante años y conocía sus miedos más íntimos.

Cuando sus ojos se clavaron esta vez en él, eran más suaves, casi dulces.

—Tendrá que ser un bebé para que sea creíble.

A Gordon casi le dio lástima ver un cierto temblor en sus labios. Estaba aterrada de verdad. Quizás, eso que buscaba con tanta obsesión en el espejo, eran arrugas y marcas del tiempo.

—Alina.

El rostro se le descompuso en una mueca tan amarga que Gordon temió que se echase a llorar. Pero para eso había que ser del tipo que llora, y ella no lo era.

Lucinda se acercó a él y le dio un empellón que hizo que chocara con la mesa. La fotografía de ella con el premio se cayó al suelo y se rompió, pero a ella pareció darle igual.

—¿En serio? ¿Esa niña boba?

Gordon la detuvo antes de que volviera a empujarlo o de que le hiciera daño con alguno de los estúpidos objetos que acumulaba allí. Aquel camerino parecía un bazar, pero ella no quería deshacerse de los regalos de sus seguidores.

Tomó a Lucinda por los hombros para contenerla. Hacía dos años que no la tocaba, desde que se habían divorciado. Desde entonces, él se limitaba a representarla y ella obedecía… más o menos. De vez en cuando amenazaba con dejarlo, como ya había hecho con su cama, pero jamás lo hacía.

—Piensa en que al fin podrás demostrar que no es más que una mosca muerta que no vale nada a tu lado.

—¡Pero yo tendré que ser su madre!

Gordon la sacudió un poco, lo suficiente como para que ella dejara de gimotear y lo escuchara.

—La eclipsarás de tal manera que nadie recordará siquiera que esa chica estuvo en la película…

Lucinda apretó los labios, pero calló.

Si había una debilidad en esa mujer, era su ego.

Gordon supo que había ganado cuando no dijo nada. No asintió, ni siquiera con la cabeza, pero no siguió protestando.

Cuando salió del camerino, dejándola a solas para que estudiara el guion, sacó el teléfono móvil y dejó un críptico mensaje en un grupo que se había creado una noche de hacía un mes, después de un rodaje especialmente terrible.

Lucinda les había gritado a todos, e incluso había agredido a su coprotagonista, al que había arañado hasta dejarle marca en la cara, y todo porque, según ella, le había robado la luz en un plano.

La cena había empezado con todos en silencio, tan callados como si vinieran de un funeral. Como era habitual, todos, menos Lucinda, comían juntos. Ella prefería hacerlo a solas, en su camerino o en un restaurante, si rodaban fuera de los estudios.


Aunque a algunos de sus compañeros eso les molestaba al principio, dejó de hacerlo cuando vieron que Lucinda no los consideraba sus iguales. Como mucho, eran los que la hacían destacar y brillar, y jamás perdonaba un error.

Incluso, se decía, había hecho despedir a un iluminador que no la enfocaba como quería.

—En serio, si no lo digo reviento: la odio a muerte.

No se supo bien quién había empezado, pero pronto quedó claro que todos tenían algo en común: odiaban a Lucinda al punto de quererla muerta. Por eso idearon un plan genial. De hecho, como diría Gordon, aquello era un plan de película.

El mensaje que acababa de enviar decía lo siguiente y era la señal de que todo acababa de ponerse en marcha:

Ha aceptado


CAPÍTULO 2

 

Alina leyó el mensaje que iluminó la pantalla de su teléfono y sintió cómo la respiración se le aceleraba durante una décima de segundo. Dejó el aparato con la pantalla hacia abajo sobre la mesa y cerró los ojos, tratando de controlar los pensamientos que se habían agolpado en su cabeza de pronto.

«Ha aceptado», había escrito Gordon. Dos simples palabras, sencillas y breves, pero que podrían cambiar toda su vida.


—¿Ocurre algo?

Mark, con la voz melosa de quien no desea que noticias inesperadas le fastidien el plan, le besó el cuello y la atrajo hacia sí. Había llegado a su apartamento hacía menos de diez minutos y ya había mirado dos veces al reloj. Sin palabras, le había dado a entender que su visita, como siempre, sería breve.

Alina se dejó querer, aunque el mensaje de Gordon había hecho que apenas fuera consciente de los besos y caricias de su amante.

A Mark no pareció importarle su poca colaboración, al menos al principio. En la penumbra del anochecer, la despojó del vestido y la guio al sofá, susurrando en su oído palabras cariñosas que ella apenas escuchaba entre el rugido de sus pensamientos.

—Vamos, cariño, no seas así. Muévete un poco…


Alina se quedó rígida entre los brazos de Mark al escuchar aquellas palabras.

Se levantó del sofá como tocada por una corriente. Él trató de detenerla, pero Alina lo apartó, con una repugnancia que fue incapaz de explicar.

¿Por qué había tenido que decir justo aquellas palabras? Aquello era lo que siempre le decía Lucinda cuando consideraba que era demasiado lenta o sosa en alguna escena. Por supuesto, se suponía que era un chiste, pero solo ella se reía a esas alturas.

—¿Te ocurre algo, nena? —Mark, con un mohín de fingida preocupación que no lograba ocultar su desagrado, se levantó y la abrazó—. ¿Le han dado malas noticias a mi pichoncito?

Alina se preguntó si todo eso lo había aprendido de ella. Si así era como Lucinda lo manipulaba… Y ahora él pretendía usar todo eso con ella, usando sus mismas palabras.

Durante apenas unos segundos se dijo que era casi justo, que Dios lo vería así. Alina pretendía vengarse de Lucinda robándole a su marido y él la trataba como a una chica tonta y caprichosa a la que se podía calmar con una palmadita en la cabeza y alguna chuchería, como si fuera una mascota.

Casi podía escuchar la risa irónica de Lucinda riéndose de ella por haberse creído tan lista.

Y pensar que en algún momento había pensado que Lucinda, la más hermosa, la más talentosa, la más grande estrella de la televisión, la acogería entre sus brazos, le besaría la frente y le diría que estaba allí para enseñárselo todo. Por supuesto, aquello no había sido más que una fantasía de novata. Lucinda jamás enseñaba nada a nadie.

—Ya está, ya pasó.

La mano de Mark, pesada y un poco húmeda, pasó desde su cabello hasta el cuello y luego a la espalda desnuda.

Probablemente, al lado de las escenas que montaba su esposa, los pequeños arrebatos de Alina debían parecerle poco menos que pólvora mojada.

Pero eso estaba a punto de terminar. El mensaje de Gordon le había dejado claro que todo estaba en marcha.

Más calmada, aunque no por las caricias de Mark, como a él le gustaría pensar, sonrió y levantó la barbilla para dejarse besar.

—Dentro de poco tendré que estar un tiempo fuera. Te echaré mucho de menos. Lo sabes, ¿verdad? —dijo con esa voz suave y aniñada que hacía que Mark se volviera loco.

Sin embargo, en esa ocasión Mark se apartó y se dejó caer en el sofá, con gesto agrio, que le hacía parecer mayor de los cincuenta años que tenía. No era ningún misterio que Lucinda se había casado con él porque era dueño de la productora que realizaba el serial en el que era la reina y señora. Si en algún momento se había rumoreado que Lucinda podría morir en la serie para ser sustituida por alguien más joven y con más gancho entre un público más juvenil, esa idea había quedado descartada cuando se había convertido en la esposa de Mark.


Ahora ella era la jefa y su peso se hacía notar en todas las decisiones que se tomaban, ya fuera en guiones, vestuario, contrataciones y hasta en a quien se iluminaba.

—Esperaba que no sacaras tú también el tema. Lucy me ha puesto la cabeza como un bombo antes de salir de casa con ese asunto.

Alina se forzó a no sonreír. Mark debía de ser el único que no se había enterado de que Lucinda odiaba que la llamaran Lucy. Y si lo sabía, le daba igual.

—¿No está contenta con el papel? —preguntó con cautela, sentándose junto a él y conteniendo la respiración mientras esperaba la respuesta.

—¿Contenta? —bufó Mark. Se quitó los zapatos de una patada y se soltó el pantalón con la misma delicadeza con que se desharía de un despojo—. Lo odia, pero sabe que es una oportunidad para que la gente no la asocie solo a la serie, así que lo haría aunque le pusieran un cubo en la cabeza.

Alina entrecerró los ojos mientras esa idea florecía en su mente. ¿Qué diría Charles Williams, el guionista, si se lo sugería?

Sin darse cuenta de su ligera sonrisa, Mark la atrajo hacia sí y suspiró, más cansado que excitado. No por primera vez, Alina pensó que, si lo pensaba bien, era un hombre incluso atractivo, y amable cuando se esforzaba. Los últimos años lo habían convertido en un gruñón y en un viejo de solo cincuenta años con una úlcera y carácter avinagrado.

—Pero lo que más le fastidia es tener que ser tu madre, cariño. Te juro que, solo por ver su cara, no me pierdo ese rodaje.

Alina apoyó la cabeza en su hombro y suspiró. Podría acostumbrarse a vivir así, si aquello no fuera una enorme mentira.


CAPÍTULO 3 

Asesinato en la isla, un homenaje a Agatha Christie, por Charles Williams —murmuró Lucinda, tirando el guion sobre la mesita de noche—. Sutil como un puñetazo.

Lo había estado ojeando, sin acabar de comprender por qué quería Gordon que hiciera aquella película.

El guion no era bueno, el plantel era digno de una película de sobremesa, y todo el plan de rodaje era una absoluta locura. ¿En qué momento se le había ocurrido a Mark aceptar rodar en una isla en el culo del mundo, con un equipo reducido?

—Será como estar de vacaciones, preciosa. ¿Cuánto tiempo hace que no viajamos juntos? —Le había preguntado su marido antes de largarse a una de esas reuniones nocturnas que organizaba últimamente.

Lucinda no le tenía rencor por ponerle los cuernos. A veces casi le agradecía a la pobre incauta que tenía que aguantarlo que se lo quitara de encima durante unas horas, siempre y cuando fuera consciente que él era su marido y que tanto él como la productora le pertenecían. No le había ofrecido su vida y su juventud para luego perderlas por culpa de otra, seguramente más joven que ella.


Su matrimonio, jamás lo había negado, había sido una inversión, e incluso Mark lo sabía.

Con un suspiro, levantó el auricular del teléfono y marcó el teléfono de Charles.

Era tarde, pero todo el mundo sabía que los artistas apenas dormían.

El teléfono dio un tono. Dos. Seis. Estaba a punto de colgar cuando una voz soñolienta respondió al otro lado de la línea telefónica.

—¿Dígame?

—¿Charles? Soy yo.

Escuchó un murmullo confuso.

—Es Lucinda, quiere hablar contigo.

—¿Y qué diablos quiere? Dile que llame mañ…

Las voces masculinas se amortiguaron y Lucinda imaginó que habían tapado el teléfono para que no oyera lo que estaban diciendo. En ningún momento se planteó que fueran a colgarle ni que no tuviera derecho a molestar a nadie en su casa a las once y media de la noche.

Ella era la estrella y los demás… eran los demás.

—Es tarde.

La voz de Charles Williams fue cortante, pero Lucinda siguió sin sentir ningún tipo de remordimiento. Se apoyó contra el almohadón y suspiró de placer al notar la seda de la funda rozándole la piel desnuda de los hombros.

Siempre era un placer negociar desde la calma de la convicción de que una estaba en lo cierto.

—¿Cuántos años me echas, Charlie, querido?

Conocía a Charles lo suficiente como para saber que él jamás se atrevería a responder a una pregunta semejante.

Él ya estaba en la serie diaria cuando ella llegó, como mera secundaria. Había visto cómo había ido arañando frases, un papel cada vez más importante, hasta que se había adueñado por completo del programa.

Charles no podía ser tan idiota como para no saber que se daría cuenta de lo que quería hacer con esa chica, Alina.

Solo que Alina no era Lucinda, ni lo sería jamás.

Y era posible que fuera hermosa, puede que tuviera talento, pero Alina jamás sería capaz de hacer lo que había que hacer, si fuera necesario.

—La quiero fuera de la película. Invéntate lo que quieras, pero esa chica no debe viajar con nosotros. Sabes que puedo…

Una risa ronca hizo que callara, molesta. Empezó poco a poco, de tal modo que apenas se dio cuenta de que él se reía. Hasta que ya no pudo negarlo. Ese imbécil, ese cretino, se reía de la gran Lucinda Johnson.

Desde luego, no era una risa alegre ni agradable, pero se reía.

—Vete a dormir, Lucinda, y habla con tu marido cuando vuelva.

Colgó antes de que pudiera responder ni maldecir.

La seda ya no era agradable ni fresca contra la piel, sino que estaba húmeda y su tacto era pegajoso y repugnante.

El auricular pitaba en su mano y lo dejó caer en la horquilla como un peso muerto.

Una sonrisa amarga se pintó en sus labios.

—De modo que es con ella con la que me engañas, maldito cabronazo.


Clavó la mirada en el espejo que tenía frente a la cama. Le gustaba ser lo último que veía al despertar y al acostarse.

Su reflejo le devolvió una mirada oscura y pensativa.

—No os resultará sencillo acabar conmigo —murmuró, con una sonrisa, antes de volver a recostarse y cerrar los ojos, con el cabello oscuro esparcido por la almohada.

Cuando era niña, su madre le decía que se parecía a la bella durmiente, pero en morena, y a ella le gustaba imaginarse así, siempre hermosa. Y sobre todo eterna.

—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre decirle que su marido le pone los cuernos con Alina?

Charles no había podido impedirlo.

No era solo que odiara aquella situación, sino que la tensión hacía que le doliera todo el cuerpo y fuera incapaz de comer nada sólido. Había adelgazado cinco kilos en una semana y empezaba a pensar que no llegaría vivo al rodaje. Y al hablar con ella, se le había escapado aquello y una estúpida risita de rata nerviosa.

Apoyó la cabeza en el hombro de Oleg y empezó a temblar.

—¿No tienes un presentimiento de que todo irá mal? Te juro que veo sombras, sombras por todas partes…

Oleg lo abrazó y sonrió. Le dio un beso en la frente y se acurrucó contra él en la cama. El dormitorio estaba helado, pero Oleg siempre decía que aquello le recordaba a su casa, así que Charles le dejaba hacer.

—¿Sombras? ¿No soy yo el húngaro supersticioso?

Charles hundió la cara en su hombro, pero Oleg pudo escuchar perfectamente todo lo que dijo:

—Tengo la sensación de que el karma nos la cobrará un día.

Oleg se apartó un poco y lo miró a la cara.

—¿Y no se la cobrará el karma por hacernos la vida imposible cada día? ¿No se la cobrará por echarme solo porque cree que no la ilumino lo suficiente? Es malvada y disfrutaría de vernos a todos muertos. Y antes que verte sufrir más por ella, te juro que antes acabo yo mismo con la maldita Lucinda.

Charles volvió a apoyar la cabeza en su hombro, en silencio. Cerró los ojos y fingió dormir.


CAPÍTULO 4

La isla de Jones era una de esas minúsculas acumulaciones de tierra y rocas en el Canal de la Mancha que ni siquiera aparecía en los mapas. Como centro de anidación para aves era todo un paraíso, pero sus diez habitantes miraban con sorna a cualquiera que les decía que debían de sentirse, sin duda, afortunados de vivir en un lugar tan hermoso.

Hermoso no fue la primera palabra que le vino a la cabeza a Lucinda cuando vio los escarpados acantilados, blanquecinos por las heces de las aves, la escasa vegetación, y los pocos edificios que coronaban la superficie de la isla.

Desde la cubierta del único barco que unía Inglaterra con la isla de Jones una vez a la semana, para proveer a sus diez habitantes de comida, medicamentos y todo lo que pudieran necesitar, además de llevar a algún fotógrafo en busca de alguna especie exótica jamás descrita, el panorama era desolador.

—¿Esto es lo mejor que habéis encontrado?

La pregunta no iba dirigida a nadie en concreto.

Lucinda no esperaba respuesta, y sus acompañantes, que casi llenaban el barco, lo sabían muy bien.

El equipo de filmación, con la adición extraordinaria del dueño del estudio, el mismísimo Mark Johnson, la ignoró. Bebían té caliente procedente de un termo enorme y fingían entusiasmo ante la nueva aventura.

Todos, incluso Mark, parecían demasiado excitados, teniendo en cuenta que tanto el guion como el lugar de rodaje eran horribles.

Además, por la pinta del cielo, parecía que iba a llover. Y todo el mundo sabía que no había nada peor que un día de lluvia en las islas del Canal.


—Todavía no sabemos cómo…

—Shhhh —chistó Oleg.

Charles se sonrojó y sus ojos se fijaron de modo inconsciente en la espalda de Lucinda, que disfrutaba declarando su desprecio por todos ellos de modo abierto y descarado. Le daba igual que, para lograrlo, tuviera que pasar el viaje temblando y sufriendo la helada brisa durante todo el trayecto. Además, el oleaje tenía que salpicarla de vez en cuando por fuerza. Pero jamás se dignaría a compartir techo con ellos, aunque tuviera que morir de una neumonía.

—Alguien lo hará.

Gordon, que se las había apañado para conseguir que Mark fuera a buscar algo más fuerte para beber en algún lugar bajo cubierta, convencido de que esos rudos marineros debían tener wiski, o al menos coñac en algún sitio, dijo aquello en un susurro que casi se perdió entre el fuerte viento.

—¿Alguien? ¿Cómo que alguien?

La voz aguda de Charles hizo que Lucinda se girase hacia ellos durante apenas un segundo, aunque se volvió hacia la isla al instante, como si estuviera molesta por haber demostrado que le interesaban lo suficiente como para estar pendiente de lo que decían.

—¡Calla, imbécil! Y deja de sudar como un cerdo.

Charles no podía evitar sudar, igual que no podía evitar respirar. Desde que había empezado todo aquello tenía la sensación de que su cuerpo había perdido el control. ¿Cómo podían todos parecer tan normales y seguir sus vidas como si nada mientras hablaban de matar a una persona, aunque fuera alguien horrible como Lucinda?

Se bebió lo que quedaba en su taza de latón y pensó en ese wiski que había ido el maldito Mark a buscar. ¿Dónde diablos se había metido ese imbécil?

—Es mejor que nadie sepa nada más. Ni siquiera yo sé quién y cómo lo hará. Lo único que necesitamos saber es que ocurrirá —dijo Gordon, con una voz tan átona que Charles tuvo que mirarlo dos veces para comprobar que no estaba hablando con una estatua.

—Si no sabemos nada, nadie podrá culparnos…

Alina se apoyó contra la pared y cerró los ojos. El barco había empezado a bambolearse con fuerza y el viento era cada vez más fuerte.

—Es como en una de esas novelas antiguas de… ¿cómo era? ¿Agatha Christie?

Oleg empezó a sonreír por lo bajo y a Charles de pronto le pareció que todo aquello era macabro.

Lucinda era una mujer horrible, pero ¿de verdad merecía aquello? ¿En qué se convertirían ellos si cometían esa locura?

—Todavía estamos a tiempo de…

—¿A tiempo de qué? —la voz de Lucinda hizo que todos la mirasen, paralizados por el miedo. ¿Cuánto había escuchado?—. Espero que no os importe que me refugie aquí con vosotros, pero ha empezado a llover. Y todo el mundo sabe lo mucho que odio la lluvia.

Charles escuchó su risa, clara y hermosa como un jarrón de cristal de Murano, y sintió pánico.

Al mirar a los demás, supo que no era el único. Oleg había apretado los puños, como si se contuviera para no golpearla, Alina se había escurrido hasta quedar detrás de los demás, y Gordon había apretado los labios hasta que se habían convertido en una fina línea.

Cuando ya nadie se acordaba de él Mark surgió de la portezuela que provenía de las escaleras que descendían a la bodega, cargando con una caja de botellas de coñac.

—¡Oh, aquí estáis todos! Mirad lo que he conseguido. Esa bodega es un auténtico tesoro, chicos. ¿Sabéis que estos muchachos se dedican al contrabando en sus ratos libres? Aunque esto es un secreto, por supuesto.

Gordon se acercó a él y sacó una de las botellas.


—Qué maravilla —dijo, señalando la etiqueta—. Un auténtico tesoro, en efecto, como lo que tenemos entre manos. ¿Verdad, amigos?

Abrió la botella y empezó a servir coñac en las tazas.

—Brindemos por el éxito de nuestro proyecto.

Uno a uno, levantaron las tazas y se las llevaron a los labios, sonrientes.

—Yo no puedo brindar, no tengo taza —dijo Lucinda de pronto.

Se odió por decirlo, porque en el fondo odiaba estar allí, con esa gente a la que ni siquiera estimaba, haciendo algo que no le gustaba, pero era horrible sentir que todos ellos formaban parte de algo y ella no.

—Tú puedes beber directamente de la botella.

Mark, que parecía haber tenido más que palabras con los marineros en la bodega y tenía una sonrisa bobalicona de borracho, le pasó la botella y la miró desafiante.

Lucinda podría haberse negado, pero era muy consciente de que todos la miraban, y a ella le gustaba ser la reina de la fiesta, así que alzó la botella y brindó:

—Por el éxito de nuestro proyecto.



CAPÍTULO 5

—Supongo que ya no nos podemos echar atrás —dijo Lucinda nada más poner un pie en el viejo embarcadero de la isla de Jones.

El viento frío se empeñó en hacer volar su abrigo y se empapó en segundos, lo que hizo que odiase todavía más aquella horrible idea.



Una risa aguda a sus espaldas le hizo dar un respingo. La camaradería de hacía unos instantes, a bordo, había durado poco. Ahora estaban en tierra y ya no necesitaba refugio… siempre y cuando alguien fuera a buscarlos para sacarlos de ese maldito embarcadero y los llevase a un hotel. Al desembarcar, se había colocado bajo una marquesina diminuta que apenas la cubría, dándoles la espalda. Por un rato, necesitaba pensar que era alguien ajeno a esa gente que no parecía comprender que todo ese asunto era estúpido. Solo quería darse un largo baño, tomarse una copa y alejarse del horrible mundo durante horas, y ahora el único modo era dejar de escuchar sus cuchicheos y sus feas voces.

Como si su pensamiento hubiera conjurado a sus rescatadores, vio una pequeña furgoneta blanca con un rótulo indistinguible acercándose. Sin embargo, se detuvo a bastante distancia y nadie bajó para darles la bienvenida.

—Que alguien vaya a preguntar si vienen a recogernos. No podemos quedarnos aquí todo el día.

Además, tampoco podían dar media vuelta a casa, porque el barco se había largado nada más soltarlos en tierra y no habría otro nuevo transporte a Inglaterra hasta dentro de una semana.

Helada, empapada y furiosa de haber tenido que aceptar un trabajo horrible y humillante, Lucinda no pudo comprender que ninguno de sus acompañantes corriera a obedecer.

—¡Vamos, joder! —gritó, girándose hacia ellos apenas unos segundos para comprobar que Alina y Mark estaban acurrucados bajo el abrigo de él, haciéndose arrumacos, olvidando, o tal vez tan solo les daba igual, que ella estaba ahí mismo, a solo unos pasos.

Gordon, con un sonrojo de vergüenza por la actitud de su jefe, corrió bajo la lluvia hasta la furgoneta y les hizo un gesto desde allí.

—¡Gracias a Dios! —murmuró Lucinda para sí.

Mientras se acercaba al vehículo, comprobó que el rótulo decía Hotel Bella isla, aunque tanto el estado del rótulo como el del vehículo eran, por decirlo de un modo suave, bastante decadentes.

A esas alturas, Lucinda decidió hacer un pacto consigo misma.

Era una profesional.

No había llegado hasta ahí siendo exquisita. No en vano había acabado casada con un imbécil como Mark. Si tenía que rodar ese guion estúpido, soportar que su marido le restregase a su amante por la cara y se la impusiera como hija, lo aguantaría. Pero ese hombre vería que todo tenía un límite.

Se acomodó en el incómodo asiento trasero y cerró los ojos, ajena a todo a su alrededor.

En su mente, ya estaba planeando su futuro. Y estaba muy, muy lejos de esa maldita isla.

El Hotel Bella isla había sido construido en 1902, en una época de prosperidad en las islas del Canal, cuando pasar una temporada en un lugar de costa, no demasiado lejano de Inglaterra, con un clima aceptable, y no tan caro como Francia, era exótico.

La bonanza hizo que sus dueños decorasen el edificio con los mejores materiales que se pudieron permitir: maderas nobles, molduras traídas de Italia, mosaicos árabes, y bañeras enormes que todavía podían encontrarse en algunas de las habitaciones, más que nada porque estaban soldadas y nadie se había visto con ánimos de sacarlas.

Durante las dos Guerras Mundiales, los bombardeos habían respetado misericordiosamente el hotel, aunque no se había librado de ser ocupado en ocasiones sucesivas por los bandos alemanes o aliados, y de ser utilizado como cuartel general, hospital o almacén, lo que hizo que los lujosos mosaicos se arañasen y las molduras fueran robadas.

Lo que Lucinda y los miembros del equipo de rodaje vieron al entrar en el vestíbulo demasiado grande y lleno de ecos fue un lugar que parecía salido de una ensoñación, que podía provocar tanto amor como espanto, con una mezcla de decoración Art Nouveau y moderna de lo más rocambolesca.

—Cada vez pinta mejor —dijo Lucinda, echando una mirada a la lámpara del techo, en la que faltaban cristales y bombillas, lo que explicaba la penumbra reinante.

—Pues a mí me encanta. Es tan… vintage —respondió Alina, que se había acercado al mostrador para colarse hacia el interior para ver si había alguien.

—No, querida. Es viejo y feo. —Lucinda se llevó de pronto una mano a la boca, como haciéndose la sorprendida—. Aunque olvidaba que a ti es justo eso lo que te gusta. Pero perdona, no pienses que soy una bruja. Todas nos hemos dejado engañar, nos hemos creído las promesas que nos han hecho y hemos abierto las piernas para hombres que no nos merecen.

—¡Lucy!

—¡Oh, vamos, Mark, no te hagas el ofendido ahora! Tú disfruta mientras puedas, pero recuerda que ella no se acuesta contigo por amor, precisamente. ¿Quién iba a…


Un carraspeo hizo que Lucinda mirase a su espalda. Un hombre vestido con un traje negro, camisa blanca y una pajarita un poco torcida, ahogaba una sonrisa. Debía de rondar los 40, aunque era el tipo de hombre que podría tener cualquier edad. Ni alto ni bajo, ni feo ni guapo. Y, sin embargo, con cierto atractivo inexplicable.

—Supongo que ustedes son los del equipo de rodaje. Disculpen la tardanza, pero estaba preparando las habitaciones. En esta época del año apenas tenemos personal y solo estamos Ruth y yo. Si necesitan cualquier cosa, no duden en pedirnos lo que sea. Yo soy Duncan, por cierto.

Nada más oír su voz y ver su sonrisa, Alina se esponjó y olvidó las palabras de Lucinda. No era que pensase que lo suyo era secreto, pero ninguna mujer debería hablar de la infidelidad así, y menos en público. Por suerte, los chicos eran lo bastante discretos como para no decir nada. Y en muy poco tiempo, lo que Lucinda pensase sobre ella y Mark dejaría de importarle a nadie.

—Hola Duncan, yo soy Alina. Creo que vamos a vernos mucho.

—Y será un placer para mí, se lo aseguro. Pero lo primero es lo primero, o el jefe me despedirá. Solo serán unos minutos y después podrán ustedes disfrutar de un baño y una copa, si lo desean. Es una formalidad, por supuesto, pero necesito que se registren.



Lucinda apartó a Alina de un codazo y tomó la pluma que Duncan le tendía.

—Me ha leído usted el pensamiento, Duncan.

—Leer pensamientos es parte de mi trabajo, señorita Johnson.

Lucinda levantó la vista del libro de registros y lo miró. Esa sonrisa burlona seguía ahí.

Para su sorpresa, se la devolvió.


 

CAPÍTULO 6


DRAMATIS PERSONAE

·               Lucinda Johnson: actriz tan hermosa como insoportable

·               Mark Johnson: esposo de Lucinda. Dueño de la productora que produce todas sus series y películas

·               Gordon: representante de Lucinda y también su exmarido

·               Alina: joven promesa de la actuación y amante de Mark

·               Charles Williams: guionista de la productora

·               Oleg: electricista de la productora. Fue despedido por Lucinda. Amante de Charles

·               Duncan: camarero y chico para todo en el Hotel Bella isla en la isla de Jones

·               Ruth: camarera y limpiadora en el Hotel Bella isla en la isla de Jones

 


—¿Dónde está el resto del equipo? ¿No se suponía que ya estarían aquí?

Seguía lloviendo a mares y Lucinda, por una vez, no tenía ganas de discutir. Sentía el cuerpo pesado y una especie de neblina en la mirada después del baño caliente y solo le apetecía meterse en la cama, aunque todavía no había anochecido.

Gordon, que estaba curioseando entre las figuritas de porcelana que decoraban la repisa de la chimenea, estuvo a punto de dejar caer una al suelo, pero ella no lo vio, porque se había acostado y había cerrado los ojos.

Estaba hermosa y vulnerable como no la había visto jamás, ni siquiera cuando estaban casados. Por entonces, Lucinda era tan inexpugnable como un castillo medieval, siempre con las defensas preparadas y listas ante un posible ataque. Y ni siquiera dudaba de que lo hubiera amado, pero el amor para esa mujer era una debilidad que no quería permitirse.

—Llegarán, claro.

Ella no respondió.

Durante unos instantes pensó que se había dormido y dio un paso hacia la puerta, pero su voz lo detuvo.

—¿De qué trata esto en realidad, cariño?

Gordon solo se dio cuenta de que todavía llevaba la figurita de porcelana en la mano cuando notó una de sus aristas al clavarse en su palma. Al mirarla, vio que era un angelito con una de las alas rotas. Quizás eran esos bordes desiguales los que se le habían clavado.

¿Sospechaba que aquello era una emboscada? ¿Sabía que no iba a salir viva de esa isla?

Esperó, pero Lucinda no dijo nada más. Solo pareció balbucear algo antes de girarse sobre sí misma y darle la espalda.

Antes de permitirse sentir lástima por ella, Gordon dejó el ángel de porcelana en la repisa de la chimenea y salió de la habitación. Solo al llegar al descansillo se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento, por miedo a que Lucinda despertase y lo mirase. Sabía que, si lo hacía, no sería capaz de evitar contárselo todo.

Duncan colocó una hoja de albahaca en el sorbete de limón y dio un paso atrás para contemplar el efecto de su toque extravagante.

—Precioso. Perfecto.

Nunca había servido una cena para tanta gente él solo, pero no había estado tan mal teniendo en cuenta que no era cocinero profesional. Ruth, la otra única empleada en ese momento, no trabajaba por las noches en temporada baja, y nadie había previsto que hubiera trabajo extra, así que no habían contratado más personal. De todas formas, le gustaban los retos, y cocinar y servir una cena de nivel para cinco, aunque pareciera una minucia para otros, era algo nuevo para él.

—Nunca se sabe, igual he descubierto un nuevo oficio.

La señora Johnson no había bajado a cenar, y había sido una decepción para él, porque las mujeres hermosas siempre habían sido su debilidad, pero la otra mujer, Alina, era encantadora y amable. Además, era extraño que, siendo tan joven se sintiera tan a gusto entre tantos caballeros, todos mayores que ella.

—Ay, la perspectiva de los humildes —canturreó.

Levantó la bandeja con las copas de sorbete con cierta torpeza. Jamás se acostumbraría a eso. Tanta responsabilidad era inhumana.

Se cuadró y sonrió antes de cruzar el umbral del corredor.

Otra vez se hizo el silencio habitual. El silencio de los conspiradores. Oh, sí, les daba igual que supiera que odiaban a la mejor actriz del país, pero había algo más que no querían que conociera.

Bien, no ocurría nada. Como había aprendido a lo largo de sus años de servicio, un buen profesional se debe a quien paga su sueldo, los motivos por los que hace lo que hace dan igual.

Dejó la bandeja sobre la mesita auxiliar y se dedicó a servir los sorbetes con parsimonia.

—Es una receta que aprendí hace años en… ¿Qué más da? Disfruten. Si desean algo más, estaré en la cocina, recogiéndolo todo. Buen provecho.

—Un tipo extraño.

Alina apoyó la cabeza en el hombro de Mark y rio.

—Pues a mí me cae bien. Es gracioso.

Nadie más la acompañó sus risas y Alina fue muy consciente de que Mark se sacudía su caricia con la excusa de probar el postre. Había pensado que por fin estarían juntos y libres allí, pero era más bien al revés. ¿De qué servía que todo el mundo supiera ya lo suyo, incluso Lucinda, si no podía proclamarlo a los cuatro vientos?

—¿Y cómo se toma esta porquería?

Alina vio, avergonzada, cómo Mark, a quien siempre había visto como un hombre de mundo, tomaba la hoja de albahaca y la lanzaba por encima de su hombro tras olisquearla con repugnancia.

—Es un sorbete. Se bebe como una copa. Así.

Todos miraron a Charles, que había tomado su sorbete y lo probaba con la misma delicadeza que le dedicaba a todo. La hoja de albahaca se pegó a su nariz e hizo reír a todo el mundo, incluso a él, y su reacción sirvió para romper la tensión del momento.

—Por Duncan y su sorbete. Y felicidades a quien fuera que se lo enseñara, porque está delicioso —dijo Charles, con las mejillas rojas por las risas, con la copa en alto.

Todos levantaron sus copas y bebieron.

—¡Por Duncan y su sorbete!

—¡Y además tiene alcohol, así que por Duncan dos veces, bendito sea!

—¡Que alguien le pregunte al bueno de Duncan si queda un poco más de ese sorbete!

—Gordon, muchacho, creo que ya has bebido bastante por hoy.

Gordon miró la mano de Charles sobre su brazo y la espantó como si fuera una mosca molesta.

—¿Y quién eres tú para decirme a mí lo que puedo beber o no? —Se levantó y se tambaleó. Se apoyó en la mesa para poder mantener el equilibrio—. No sé cómo podéis estar tan tranquilos bebiendo esta mierda sabiendo que ella va a…

—¡Calla! Duncan puede oírte.

Gordon miró a Alina. Sus ojos estaban enrojecidos y una lágrima cayó de uno de ellos. Él ni siquiera pareció consciente de ello.

—Duncan puede oírte —la imitó, con voz chillona y ridícula, haciendo que Alina se avergonzara de sí misma—. ¿De verdad crees que podrás ocupar su puesto algún día? Si ese gordo cabrón te quisiera de verdad, y no fueras más que un juguete más, créeme, ya serías algo más que una actriz secundaria con papeles de pacotilla.

—¡Cállate!

—Vamos, Mark, díselo a la chica y deja que se busque algo mejor que tú. Y no me hagas callar, porque sabes que no he dicho ni una sola mentira. Ella nunca llegará a nada a no ser que salga de aquí y de ti. Corre, niña. Corre y no seas como nosotros. No seas como ella. —Su voz se quebró durante un segundo, pero se recobró casi al instante. La apuntó con un dedo vacilante—. Tú todavía tienes corazón.

Gordon trastabilló y cayó sobre la silla, sin energía y con los ojos fijos en el techo.

—No te creas nada de lo que ha dicho, cielo. Ya sabes que te…

Alina lloraba, pero sus ojos estaban endurecidos. Miraba a Gordon con odio, pero también con compasión. Eso era lo que la falta de amor le hacía una persona. La falta del amor de otro, pero, sobre todo, la falta del amor propio.

Y Mark ni siquiera era capaz de mentir y completar la frase para decirle que la quería.

Vio cómo Charles y Oleg se llevaban el cuerpo inerte de Gordon, supuso que a su dormitorio. Como si fuera una letanía lejana, escuchaba a Mark, el hombre en el que había puesto todas sus esperanzas, prometerle el mundo, el universo, prometérselo todo, si olvidaba lo que Gordon había dicho.

De alguna manera, siempre había sabido la verdad. No era tan tonta ni tan inocente.

Levantó la barbilla y miró a Mark a través de las lágrimas.

—Por supuesto que no me he creído ni una sola palabra, cariñín.

Mientras caminaba hacia su dormitorio del brazo de su amante, pensó en lo que habían ido a hacer allí, en todos los planes que había hecho para su futuro.

Claro que Gordon tenía razón. Mark era un cerdo y solo la utilizaba como carne desechable. Pero también daba por supuesto que era idiota y que no se daba cuenta, ni siquiera ahora. Lo que Mark, ni tampoco Gordon, sabían era que su madre no había parido idiotas.


Ruth había empezado a trabajar en el Hotel Bella isla cuando era apenas una niña.
Desde la ventana de su dormitorio veía el hotel cada mañana al levantarse y cada noche al acostarse, así que trabajar allí era tan inevitable como nacer, crecer, casarse y morir cuando Dios la llamase a su vera.

Siempre empezaba su labor por la cocina, con un té bien fuerte.

A lo largo de los años lo había tomado con muchas personas que habían pasado por allí con más o menos fortuna, pero Duncan era su favorito, porque era divertido, trabajador, y también era bastante guapo. Eso sí, había muchas cosas que no sabía hacer, porque, según él, había tenido tantos trabajos a lo largo de sus viajes por el mundo, que nunca había tenido tiempo de terminar de aprender a hacer nada bien. Así que sabía hacer sorbetes, pero no tortitas. Sabía limpiar cuberterías, pero no alfombras. Se le daba bien poner trampas para los roedores, pero fatal desatascar chimeneas.

Era divertido charlar con él y escuchar sus cuentos y anécdotas, contadas con ese acento inidentificable. Por supuesto, no era tan tonta como para no darse cuenta de que preguntaba más que respondía, pero eso no era tan raro en una isla adonde llegaba mucha gente escapando del mundo o de la gente.

Esa mañana, después del té, había ayudado a Duncan con el desayuno de los nuevos huéspedes, aunque no sabía a qué hora aparecerían. Siempre era bueno que hubiera algo listo en el buffet por si había algún madrugador.

A eso de las nueve, después de repasar la recepción, el salón y el comedor, empezó con las habitaciones.

Era un trabajo duro, pero los había peores, como el pub del pueblo, donde había que lidiar con los borrachos que pensaban que era más que la camarera. Había hecho aquello durante un tiempo hasta que había pensado que era hora de probar con lo que tenía justo delante de los ojos todo el rato. Y había funcionado.
Limpiar y ordenar le ayudaba a pensar.

Era algo que debería odiar, pero en aquel hotel no había mucho trabajo hasta que llegaba la temporada alta, así que tenía muchos momentos para ella misma. Además, le gustaba mirar lo que traía la gente y dejaba a la vista en los tocadores y las repisas del baño.

No era malo, se decía. Y jamás se le ocurriría ni tocarlo ni probarse la ropa, pero le gustaba pensar qué vidas llevaban esas personas en Londres, en París o en sitios tan exóticos como Boston. ¡Diablos! ¿Cómo llegaba alguien de Boston hasta la isla de Jones?
En general, podía tomarse su tiempo, porque nadie allí iba con prisa jamás.

Estaban los locos de las aves, los que iban a escribir o descansar, y ahora gente del cine. ¡La mismísima Lucinda Johnson estaba allí! Le temblaban las manos de solo pensarlo.

Arrastró el carrito de limpieza por la moqueta a duras penas y se asomó por la puerta abierta.

Porque estaba abierta cuando llegó, eso aseguraría después.

—No la abrí yo. Ya estaba abierta. Solo la empujé un poquito para poder pasar con el carrito.

El caballero parecía dormido cuando lo miró.

O lo parecería si no estuviera tirado boca arriba con los ojos abiertos y completamente vestido.

—Puedo volver más tarde, si quiere.

Ruth esperó su respuesta, pero Gordon ya no estaba en condiciones de responder a nadie.


CAPÍTULO 7

Lucinda despertó con los ojos pesados y la extrañeza del que sabe que no se encuentra en su propia cama.

Tardó apenas un par de minutos en recordar que se encontraba en aquella dichosa isla, donde se suponía que habían ido a rodar una infumable película. Se giró sobre el colchón, acostumbrándose al ruido de fondo de las gaviotas chillando, el oleaje lejano… hasta que se dio cuenta de que había algo más.

Se levantó y se puso la bata. Salió al pasillo y alguien pasó frente a ella convertido en un borrón.

—Supongo que habrá que llamar a la policía.

Otra voz, más lejana, que reconoció como la de su marido, gruñó.

—Para qué. Ha muerto mientras dormía.

Lucinda dio un par de pasos hacia el origen de las voces. A esas alturas ya se había congregado una pequeña multitud enfrente de la última habitación del descansillo. La puerta estaba abierta, pero parecía que nadie se atrevía a entrar. El equipo de grabación al completo estaba allí, y también una mujer vestida con un uniforme de limpiadora deslustrado que le venía grande. No lloraba, pero estaba pálida. De todos los presentes, parecía la única afectada por lo que fuera que había pasado.

Entonces la chica, aquella Alina que se suponía que iba a ser su hija en la película, se giró hacia ella. Sus ojos de gacela se agrandaron y luego volvieron a tomar su forma almendrada que había conquistado a su marido, haciéndole creer que era inocente.

—Lucinda… Es Gordon.

Lucinda estuvo a punto de reírse ante la evidente impostura de su tono de dolor.

Aquella frase parecía sacada del horrible guion de la película. Entonces algo ocurrió en su cabeza. Recordó la actitud de Gordon la noche anterior y cómo había fingido dormir para no hablar con él.

Habían hablado de llamar a la policía y de alguien muerto mientras dormía…

¿Gordon? ¿Su Gordon?

Dio un empujón a Charles y entró en la habitación. La luz de la mañana le daba a Gordon de lleno en la cara, haciendo que su aspecto fuera siniestro. Nadie podría confundirlo jamás con alguien que estuviera dormido.

Su primer impulso fue correr a abrazarlo, pero algo la detuvo en el último momento.

Se quedó parada junto a la cama, sin ser capaz de llorar ni de gritar, ni tampoco de alargar una mano para tocarlo. Gordon había sido su marido, su amigo, su compañero, quizás la persona que mejor la había comprendido en toda su vida, y ahora ya no estaba. Miró su rostro y apartó la mirada al instante. Su color era… turbio. Sus ojos eran blanquecinos y sus labios tenían un tono azulado, con espuma en las comisuras. Sus mejillas estaban desinfladas, como si fuera un muñeco que se estuviera deshinchando poco a poco.

—No creo que sea prudente que te quedes aquí, Lucy.

Mark, con aspecto resacoso y adormilado, seguía al otro lado de la puerta. Él tampoco parecía capaz de mirar a Gordon a la cara.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué?

Lucinda no pretendió que su voz sonara así, pero vio a Mark retroceder.

—Bebió mucho anoche y no se comportó como un caballero.

Los ojos de Lucinda fueron de Mark a Alina y luego volvieron a él.

—No parece haber muerto por culpa del alcohol.

Mark sacó a relucir aquella risa socarrona que tanto la irritaba. Venía a significar que ella era poco menos que una estúpida y no le convenía pensar demasiado.

—¿Ahora eres detective, querida?

Lucinda decidió ignorarlo y se irguió. En pocos segundos se reconstruyó y todos pudieron ver a la Lucinda a la que conocían bien, aunque vistiera un pijama y una bata. Su mirada era firme y su voz ya no tenía aquel lastimoso tono que ella misma habría despreciado de haber sido consciente de que salía de su boca.

—Tú, niña. Sé buena y llama a la policía. O busca a alguien que lo haga.

Alina y Ruth la miraron, sin saber muy bien a cuál de las dos se dirigía. Lucinda, con un dejo de impaciencia, señaló a Ruth, que corrió, tal vez aliviada de tener algo que hacer lejos de allí.

—Esto es absurdo. Es posible que haya muerto de un infarto.

Lucinda no miró a Mark, pero pasó a su lado y le dio un codazo.

—Sé bueno tú también por una vez y déjame hacer. Me quedaré más tranquila. Y seguro que todo el mundo aquí quiere que esté más tranquila, ¿verdad?

Lucinda no se quedó para ver sus reacciones, caminó con fingida calma de vuelta a su dormitorio. Una vez allí, se derrumbó contra la puerta y ahogó un grito de dolor contra su puño.

—Gordon iba a estropearlo todo.

—Pero eso no quiere decir que mereciera…

Oleg y Charles callaron al ver a Duncan pasar junto a ellos con una bandeja de desayuno que nadie iba a tocar.

El comedor estaba lleno de gente, pero nadie había comido apenas. Solo se habían vaciado las jarras de café y las de zumo de naranja. Mark debía ir por su tercer wiski, pero nadie se había atrevido a comentar nada al respecto.

Se suponía que esperaban a la policía, aunque en la isla no había más que una pequeña comisaría con tres agentes que se encargaban del tráfico, de los altercados con los turistas y de los delitos medioambientales, dado que se trataba de un entorno protegido por su biodiversibilidad. Se les había informado de la presencia de un cadáver en el hotel sobre las diez de la mañana y a esas horas, casi mediodía, nadie vestido de uniforme había hecho su aparición. Sí habían enviado a un médico que había certificado la muerte de Gordon, aunque no había comentado nada acerca de sus causas. Lo había examinado a solas y había salido de la habitación con aspecto serio sin hablar con nadie.

—Gordon no era uno de nosotros, en realidad.

Oleg hablaba con una especie de sonrisa que hizo que Charles lo mirase como a un desconocido.

—Él y Lucinda ya no eran nada. La sufrió más que nadie.

—Pero eso no quiere decir que la odiara. Se habría rajado si alguien no lo hubiera rajado a él antes.

Charles pensó en la noche anterior, en el modo en que Gordon los había dejado a todos antes de retirarse.

¿Había hecho o dicho Oleg algo en ese momento? Que él supiera, su relación hasta el incidente con Lucinda, cuando ella lo había despedido de la serie por iluminarla mal, ni siquiera se conocían más que de vista.

—Dejad de cuchichear como cucarachas. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Mark arrastraba las palabras y miraba por la ventana. Un coche se había detenido junto a la entrada principal y dos tipos se habían bajado de él. Caminaban con parsimonia, como si supieran que los observaban desde el enorme ventanal del comedor.

Uno de ellos era alto y desgarbado, el otro era bajo y rechoncho, cumpliendo uno de esos clichés tan comunes que eran casi imposibles. Ninguno de ellos llevaba uniforme, pero todos los presentes supieron al instante que se trataba de la policía.

Duncan pasó otra vez junto a ellos con otra bandeja, esta vez con té y pastas, aunque ya era la hora de la comida. Cualquiera diría que estaban a punto de recibir a unas visitas deseadas.

—¿Qué diablos hace esa muchacha?

Ruth había salido a trompicones y se había plantado ante los agentes, deteniéndolos en su camino hacia la entrada del hotel. Seguía llevando el uniforme de limpiadora y tenía bastante peor aspecto que antes.

Los dos policías la escuchaban llorar y hablar en silencio. Al contrario de lo que se veía en las películas, ni el alto ni el bajo tomaba notas, sino que se limitaban a escuchar y a asentir de vez en cuando.

Desde el comedor no se escuchaba lo que decía, pero llegaba el eco de sus gimoteos, que incluso a Charles, especialista en melodramas televisivos, le parecían desmedidos y sobreactuados. Ni siquiera Lucinda, que era quien más había conocido a Gordon, había reaccionado de esa manera. ¿Quién era esa Ruth para sentir más que nadie la muerte de su amigo?

—Es imposible que haya visto nada.

Charles sintió que un escalofrío le recorría la espalda al escuchar las palabras de Oleg, que le dio una palmada antes de servirse una taza de té.

—Imaginaos qué nivel pueden tener unos polis destinados a esta isla de mierda —siguió Oleg, masticando una pasta—. Además, estamos todos de acuerdo en que, en realidad, a Gordon no le ha ocurrido nada malo, ¿verdad?

Mark pareció atragantarse con su trago de wiski, pero disimuló bien con una tos gruesa.

—Chico, si la poli va a interrogarnos, o lo que sea, será mejor que llames a todo el mundo.

Duncan tardó en darse cuenta de que aquella frase estaba dedicada a él. Si el dueño del estudio de cine le hubiera ofrecido una propina no se hubiera sentido más desconcertado.

Dejó de recolocar las bandejas calientes y se volvió hacia el huésped con una sonrisa solícita pero fría.

—Claro, señor, lo haré cuando acabe con esto y siempre y cuando los agentes me lo pidan.

Mark quizás estaba demasiado bebido para comprender el desplante, porque no dijo nada. Siguió mirando por la ventana, atento al espectáculo propio de una película muda que se representaba ante sus ojos.

Ahora el policía bajo parecía reconfortar a la joven vestida con el traje de limpiadora, pero miraba al alto, que a lo mejor era el listo o el que tenía más rango de los dos. En todo caso, no escuchaba al bajito.

—Parece que ya vienen.

El policía alto había hablado al fin y Ruth se había calmado. Solo entonces, los tres caminaron hacia el vestíbulo del hotel. Muy pronto, escucharon el eco de sus pasos acercándose por las baldosas de mármol.

—Han llegado.

La voz de Ruth todavía temblaba cuando acompañó a los policías hasta el comedor y aprovechó la confusión de las presentaciones para desaparecer.

—Agentes Black y Smith —dijo el alto, sin especificar cuál de los dos era él.

Charles pensó que hasta los nombres de los dos sujetos eran un cliché de novela barata. Ni siquiera un escritor primerizo los habría utilizado, a no ser que se trataran de nombres falsos. Solo que aquello era absurdo. ¿Quién querría hacerse pasar por policía en una isla tan ridículamente pequeña y alejada como aquella?

Mark se encargó de las presentaciones, con la voz arrastrada y gruesa. Si los policías notaron algo extraño en él, no dijeron nada. Tampoco hicieron ninguna pregunta. Se limitaron a estrechar manos y a escuchar. Lo cierto es que los primeros minutos fueron un guirigay de apellidos y manos estrechadas y Charles pensó que era imposible que los policías recordasen el nombre de nadie en aquellas circunstancias.

—Parece que hay un hombre muerto por ahí.

El policía bajito lo dijo como quien habla de un huevo de pascua escondido en un jardín.

«Un hombre muerto por ahí», pensó Charles. ¿Cuántos hombres morían en esa dichosa isla como para que la policía hablase de ellos de esa manera tan displicente?

Duncan se adelantó e hizo una reverencia que rozó el ridículo absoluto.

—Yo puedo guiarlos hasta él.

Era todo tan obsequioso que cualquiera diría que estaban en una de esas obras de Agatha Christie, donde se mataba entre terciopelo, perlas y champán. Era como si un vórtice los hubiera absorbido a todos y de pronto estuvieran en los años cincuenta. Hacer algo tan incorrecto como maldecir o llorar estaría, por supuesto, fuera de lugar. Pero era lo único que él quería hacer.

Mientras veía salir a Duncan seguido de los policías, Charles se asomó al ventanal y miró el mar, a la vez tan lejos y tan cerca. Aunque hacía sol, unos nubarrones se acercaban, anunciando un nuevo chaparrón.

Si Gordon no había muerto de un infarto y alguien lo había matado, tal vez no fuera el último. Sin embargo, ¿qué derecho tenía él a sentirse indignado, cuando él mismo había querido matar a Lucinda? Ahora ya no sabía con quién podía contar, y la soledad era más amarga que la tristeza por la pérdida de Gordon.

CAPÍTULO 8

—Así que usted es el problema.

Lucinda, que se acababa de sentar, dio un respingo.

Los dos agentes de policía, que se habían presentado como Black y Smith, no hicieron ningún amago de reconocimiento al verla. Se limitaron a permanecer sentados, el uno alto y delgado y el otro más bajo y rechoncho, con aspecto vulgar y cansado. Con esos dos allí, el saloncito de té del hotel Bella isla parecía todavía más decadente de lo que ya lo era, con esos pesados cortinones de terciopelo rojo sangre, los sillones tapizados con flores enormes, los libros encuadernados con cuero en las estanterías que, estaba convencida, nadie había tocado en años, el añejo piano de cola con las patas carcomidas, las alfombras raídas y las lámparas con bombillas que imitaban velas.

Había esperado en su habitación, a solas, a que alguien le dijera qué estaba pasando. Había llegado la tarde sin que nadie le subiera nada de comer ni la llamaran para testificar, por poco que pudiera aportar. En otras circunstancias, habría bajado para preguntar qué ocurría, pero tenía miedo de encontrarse con la gente que se llevaba a Gordon.

Había escuchado ruidos a mediodía, voces masculinas que comentaban a gritos los resultados de algún partido de fútbol. Después escuchó el sonido de unas ruedas que chirriaban. Supuso que se llevaban a Gordon, pero no se había asomado para comprobarlo. No podía olvidar su rostro esa mañana, su mirada. Esos ojos la habían mirado con amor en algún momento, y ahora ya no volverían a mirarla nunca más.

—Usted es… actriz.

El policía bajito había hecho una pausa apenas perceptible antes de decir la última palabra. Lucinda pensó que debería ofenderse, pero que no tenía fuerzas para ello. Había escuchado cosas así, e incluso peores, durante toda su carrera. Había gente que pensaba que su oficio y el de prostituta no estaban demasiado lejanos y era inútil corregirles. Su opinión acerca de su trabajo le daba igual.

Asintió con un gesto, con la postura tan rígida y firme como si se dispusiera a recitar a Shakespeare.

—Gordon era mi representante.

—Pero usted iba a despedirle, o eso nos han dicho.

Lucinda dio un respingo. En la voz del policía no había habido ningún tipo de entonación, pero le hizo recordar lo primero que le habían dicho al verla.

—Sé bien la fama que tengo. Mis compañeros les habrán dicho que soy maleducada y desagradable y no lo voy a negar. Si han dicho cosas peores, quizás sea cierto también.

El policía más alto, no supo si se trataba de Smith o de Black, levantó la vista de su libreta de notas, donde juraría que no había nada escrito, y la miró con una sonrisa seca.

—Sus compañeros no le tienen mucho cariño, es cierto, pero la cuestión es qué sentía usted por el señor…

Lucinda lo interrumpió levantando una mano.

—Seguro que les han dicho que abandoné a Gordon para casarme con el jefe del estudio y que le rompí el corazón, que ni siquiera fui lo bastante decente como para contratar a otro representante. Es cierto, pero les juro que todo el daño que le hice fue ese. Para mí tampoco fue sencillo, pero a veces una debe escoger entre el corazón y la carrera, y en este oficio una mujer no tiene tantas opciones como un hombre.

El policía bajito infló los mofletes y después empezó a soltar el aire poco a poco, haciendo un ruido de lo más desagradable.

—No me parece poca cosa. Aunque ahora iba a usted a despedirle y eso me parece añadir una piedra más a la pila. ¿Lo sabía él?

—Habíamos hablado de ello y pensábamos que era lo mejor. Él me encontró este último trabajo para cerrar el ciclo.

El policía alto se rascó la barbilla.

—Un buen trabajo, supongo.

—Todos los trabajos son buenos.

Lucinda no les iba a contar a esos dos lo que pensaba sobre ese trabajo en concreto y lo que le parecía ese guion.

—Pero para rodar una película hace falta gente. ¿Dónde está la gente, como se llamen los que hacen todas esas… cosas, señora Johnson? ¿Dónde está el material? Hemos preguntado en el hotel y en el pueblo y no hay nadie más que ustedes y no ha llegado ningún barco con cámaras, escenarios y tal. ¿No le parece extraño?

Lucinda sintió que las manos le empezaban a sudar.

Mark podía llamarla loca por dudar de lo que estaban haciendo allí y podían tratar de engañarla con eso de que había habido problemas, pero incluso la policía veía que algo no cuadraba.

—¿A qué hora vio y habló por última vez con su representante?

El policía bajito no pareció notar su inquietud o, si la había notado, decidió no incidir en ello, así que Lucinda lo dejó estar. A lo mejor a él sí le había convencido Mark de que el equipo llegaría otro día o solo se trataba de un retraso.

—No quería cenar con los demás y discutir, así que me acosté temprano.

—¿Eso quiere decir que no cenó lo mismo que los otros?

—No cené nada. Me dolía la cabeza y solo quería dormir. ¿Sospechan que Gordon fue envenenado?

El policía bajito se encogió de hombros.

—Todavía no sabemos cómo murió, pero no descartamos nada. Nos han dicho que su representante fue a verla a su habitación. ¿De qué hablaron? ¿Discutieron?

Lucinda apretó los labios.

—Apenas hablamos unos minutos. Yo no me sentía bien y no me apetecía hablar.

—Entonces, ¿hablaron o no?

Ella se levantó de la silla y se paseó por el salón, anticuado y con cierto olor a humedad, quizás por la cercanía del mar. Pensó que, si les decía la verdad, sonaría a lo que justo todos pensaban que era, malvada y caprichosa.

—Él quería decirme algo, pero me hice la dormida y se fue. Creo que se enfadó, pero no estoy segura. Había tomado algo para dormir y no volví a saber nada hasta que oí los gritos de esa criada por la mañana.

—Evidentemente, nadie puede confirmar todo esto.

Lucinda los miró. La luz de la tarde enmarcaba su figura.

—Igual para ustedes esto no tiene ningún valor y ninguna importancia, pero les aseguro que no maté a Gordon. Era la única persona a la que apreciaba y no se pueden ni imaginar el dolor que siento.

La voz se le quebró y les dio la espalda. No quería llorar delante de ellos. No quería llorar delante de nadie. Se limpió los ojos y volvió a mirarlos.

—¿Algo más?

El policía delgado apuntó algo en su libreta y la miró.

—No nada, señora Johnson. Solo decirle que soy un gran admirador suyo y que mi esposa se morirá de envidia cuando le diga que la he conocido.

—A saber qué les está contando ahora esa zorra.

Mark levantó su vaso, pero lo bajó al darse cuenta de que estaba vacío. Alina lo miró con desprecio al ver que volvía llenarlo por enésima vez.

Charles le tomó una mano y ella se acurrucó contra él en el sillón orejero con tapizado de cuero raído.

Se habían refugiado en un salón que daba a un jardín mal cuidado en la parte trasera del hotel. Allí les habían servido la comida y el té, esperando a ser llamados uno a uno para ser interrogados por la policía.

Se habían enterado por Duncan de que unos empleados de la funeraria habían ido a recoger a Gordon, aunque, por supuesto, se le realizarían pruebas forenses para determinar cómo había muerto. Lo había dicho con la misma naturalidad con que lo hacía todo, mientras servía el té con mano firme.

—No podemos impedir que hablen con Lucinda. De todas formas, no sabe nada. Lo único que puede hacer es demostrar lo increíblemente estúpida que es.

Oleg se había asomado al jardín y jugueteaba con las hojas de una planta muerta. Desde allí, el espectáculo era desolador. No había más que malezas y hojas secas, además de plantas y flores de aspecto siniestro.

—Lucinda no es estúpida. Puede ser muchas cosas, pero no estúpida —replicó Charles.

—¡Oh, ya salió el defensor de la bruja! En serio, cariño, no sé qué haces aquí, siquiera. Si no supiera de buena tinta que eres marica, pensaría que estás enamorado de ella.

Charles se levantó de golpe y salió al jardín. Le dio igual que Alina, que se había apoyado contra él, estuviera a punto de caerse al suelo.

—¿A ti qué coño te pasa? Desde que hemos llegado aquí te estás comportando como un gilipollas…

—¡Por el amor!

Alina bufó al escuchar a Mark. Llevaba todo el día con una copa en la mano y en ese estado era todavía más insoportable de lo normal.

—Como si tú creyeras en eso.

Mark apuró otra vez su vaso y la apuntó con el vaso vacío.

—¡Oh, vamos! No seas hipocritilla. Como si tú supieras algo sobre el amor. Solo Gordon amó una vez y ahora está muerto.

Alina sintió que un ramalazo de ira la recorría.

—Pues es una lástima que alguno de vosotros se lo cargara y no pueda contarnos lo que es.

Mark se levantó y la agarró con fuerza por los brazos. Si en algún momento había pensado que estaba demasiado bebido como para ser inofensivo, se había equivocado. Era posible que sus ojos estuvieran un poco enrojecidos, pero estaba claro que no había bebido tanto como pensaba.

—Deja de ser una cría estúpida por una vez y cierra la boca. Esos policías todavía andan por aquí.

Alina sintió sus dedos clavándose en la carne, pero fue su mirada lo que la aterró.

Mark jamás le había hecho daño. Era posible que no fuera el hombre más cariñoso del mundo, o que la tratase como si fuera una cría tonta, pero nunca le había puesto un dedo encima. Pero luego pensó en que aquello no era un viaje de placer ni un rodaje real. De algún modo se había puesto de acuerdo con aquellos hombres para matar a alguien, sin plantearse siquiera si aquello estaba bien o mal. Iban a matar a alguien que, era cierto, la había insultado y menospreciado, pero que no le había hecho más que un daño superficial. Un día se alejaría de ella y la olvidaría. Sin embargo, en lugar de superar su inseguridad, se había dejado llevar por su rencor y ahora era incapaz de imaginar cómo salir de aquel embrollo sin cometer una locura.

Trató de decir algo, pero lo único que salió de su boca fue un gemido que la avergonzó.

Estaba aterrada, y no solo por Mark. Quería salir de ese salón, quería alejarse de esa gente y quería escapar de esa isla y no volver a saber nunca más de ellos.

Charles y Oleg volvieron al salón tomados de la mano.

Alina se había olvidado de ellos. Por lo visto, habían superado sus rencillas y habían hecho las paces.

Al notar su presencia, Mark la soltó y la abrazó. Para cualquiera que los viera, solo serían una pareja que compartía un gesto cariñoso.

—Espero que no se te ocurra decir nada.

La voz de Mark en su oído, apenas un susurro, le cortó la respiración.

Cuando la soltó, Alina se refugió otra vez en el sofá, encogida sobre sí misma. Los hombres hablaban acerca de Lucinda y lo que podría estar contándole a la policía, sobre lo cómicos que eran los dos agentes, poco más que una parodia, que no parecían saber ni por dónde les daba el aire, y sobre Gordon, que probablemente se había suicidado, incapaz de llegar hasta el final con su plan.

Mientras seguía a medias su charla, comenzó a pensar en cómo salir de esa jaula.

Era posible que ella misma se hubiera metido en ella, pero todavía no era demasiado tarde para escapar.


 CAPÍTULO 9


—Pensaba que iba usted a unirse a la excursión a los acantilados. Si sigue aquí encerrada, se le va a olvidar de qué color es el sol.

Lucinda ni siquiera había escuchado entrar al camarero. Duncan dejó en la mesilla junto a ella una bandeja con una comida de aspecto poco apetitoso. Siguió mirando por la ventana, algo que parecía haberse convertido en su único entretenimiento desde que había llegado a esa maldita isla. Gordon había muerto hacía dos días y la policía no había vuelto a dar señales de su existencia.

—Si corre, todavía puede alcanzarlos. Por mucho que mire hacia el puerto, el barco no llegará antes.

Lucinda no tuvo otro remedio que reírse.

—Supongo que lo que tampoco ha llegado es el resto de equipo de rodaje.

Duncan esbozó una sonrisa irónica y se sirvió una copa de vino. Tomó un sorbo y volvió a dejar la copa en la bandeja ante la mirada sorprendida de Lucinda.

En su vida se había topado con muchos camareros sinvergüenzas, pero lo de ese tipo no tenía parangón. Sin embargo, había algo en él que hacía que se sintiera relajada, como si no tuviera que fingir y pudiera mostrarse como era.

—Creo que puede tomarse la visita a la isla como unas vacaciones.

La sonrisa de Lucinda se evaporó.

—Solo que en las vacaciones se supone que una debe pasárselo bien, ¿no cree?

Duncan le guiñó un ojo.

—Nunca se sabe. Y ahora —dijo, amontonando la carne fría entre pan y pan y envolviendo todo en la servilleta—, tome esto y baje a los acantilados. No se quede aquí encerrada.

Lucinda estuvo a punto de negarse. Lo más cómodo era seguir allí sintiendo compasión de sí misma y recordando a Gordon, idealizando los pocos buenos momentos que habían vivido juntos. Mientras tanto, el idiota de su marido y los demás iban de aquí para allá disfrutando, borrachos todo el día, felices de que ella hubiera decidido apartarse y dejarles el camino libre.

Tomó el bocadillo de la mano de Duncan y vació la copa de vino que él se había servido antes. Era malo y demasiado ácido. Una gota resbaló por su barbilla y Duncan se la limpió con el pulgar.

Había una invitación indudablemente sexual en su mirada, pero la ignoró. Era un hombre bastante atractivo y había sido amable con ella. Cuando alguien le gustaba, le daba igual que fuera pobre, alguien perteneciente al servicio o un millonario. En la cama no existían los rangos ni el dinero aportaba nada.

Pero era consciente de que la tristeza y el rencor eran malos consejeros y había algo en él que la inquietaba de una manera que prefería no investigar.





—No entiendo cuánto se puede tardar en dictaminar un infarto. Aunque no se puede esperar mucho más de un medicucho que ejerce en un lugar como este.

Mark caminaba con un paso un poco inestable y Alina temía dejarlo solo tan cerca del acantilado.

La idea de Charles de visitar los famosos acantilados de la isla después de comer había animado a todos los miembros del grupo.

—Los policías dijeron que no podíamos salir de la isla, pero no dijeron que tuviéramos que quedarnos encerrados en este hotel con olor a rancio.

—¡Sí! Además, por fin ha dejado de llover. Salgamos, por favor.

Alina era consciente de que su entusiasmo había sonado forzado, pero sentía que, si seguía encerrada con esos hombres un minuto más, acabaría gritando.

—Dicen que estos acantilados son el lugar ideal donde anidan al menos cien especies de aves. Desde luego, la altura es impresionante…

Las palabras de Charles llegaban entrecortadas por el viento que azotaba el borde del acantilado. Oleg se había alejado y se dedicaba a lanzar piedras contra las aves que trataban de acercarse. Lo hacía con una concentración digna de una tarea más digna.

Alina apartó la mirada, molesta.

—Quiero irme a casa.

Mark, que ni siquiera parecía consciente de su presencia, le apretó el brazo y la hizo encogerse sobre sí misma.

—Quiero irme a casa —la imitó él en una grotesca imitación de su voz—. ¿No querías ser una estrella? ¿No querías ser la mejor actriz del mundo? ¿Cómo pensabas que llegarías a serlo?

Alina trató de liberarse, pero él la apretó más fuerte.

El aliento de Mark no olía solo a alcohol, sino que había algo amargo en él. Su mirada parecía pasar a través de ella, como si ni siquiera estuviera allí.

—Todas sois iguales, pensáis que podéis llegar, cogerlo todo y largaros cuando queréis.

—¿Por qué no dejas marchar a la chica al hotel y paseas un rato conmigo, querido?

Alina miró a Lucinda, que había aparecido de la nada. La expresión de la mujer era tranquila. No había vuelto a verla desde la muerte de Gordon y parecía más delgada y pálida. Lo que no había perdido era su aura de poder.

Mark la soltó como quien suelta algo que arde. Alina trató con todas sus fuerzas no salir corriendo ni mostrar su alivio, pero no pudo evitarlo del todo. Al pasar junto a Lucinda hizo un gesto minúsculo de agradecimiento con la cabeza y, en cuanto supo que nadie la miraba, corrió hacia el hotel.





—Pensaba que esta te gustaba de verdad.

Mark gruñó y le dio la espalda. Llevaba la ropa arrugada y olía mal. Tenía aspecto de no haber dejado de beber en días y Mark no era el tipo de hombre que aguantara bien la bebida.

—No te metas en mi vida.

Lucinda sintió un ramalazo de lástima por él. Al fin y al cabo, ese hombre le había facilitado el camino para ser quien era.

—Sé sincero por una vez, ¿por qué estamos aquí?

Mark emitió una risa ronca que hizo que las aves de la cornisa alzaran el vuelo. Tanto Oleg como Charles se giraron para mirarla. El electricista jugueteaba con una piedra y la paseaba entre las manos mientras sonreía de un modo inquietante. Y Charles, que rehuía su mirada de una forma inquietante.

—¿Para qué crees que hemos venido, amor mío? —preguntó Mark, sujetándola de pronto.

Lucinda fue consciente de pronto de que había olvidado lo fuerte que era su marido. Incluso borracho, jamás había podido escapar de él cuando había querido someterla.

Se odió por sentir miedo de esos tres hombres.

Hacía unos minutos había sido capaz de salvar a la idiota de Alina. Sería irónico no ser capaz de salvarse a sí misma.

Levantó la barbilla y se enfrentó a Mark con la mirada más firme que pudo.

—Hemos venido para salvar tu productora de la ruina.

Mark tuvo la desfachatez de reírse en su cara.

—No seas estúpida, Lucy. Mi productora va bien, es tu carrera lo que necesita un salvavidas. Eres una actriz de series de cuarta categoría y solo te conocen amas de casa y nostálgicos. Dentro de poco solo actuarás en telefilms de sobremesa, y eso con suerte.

Lucinda sintió deseos de escupirle que todo eso era mentira, que era una estrella y que la gente de todas las edades la adoraba, pero en el fondo de su corazón sabía que eso era lo que Gordon no había querido decirle durante años.

Aun así, se esforzó por sonreír.

—A lo mejor estoy acabada, pero tardarás años en encontrar a otra que te soporte como yo lo hice y que calle todo lo que yo sé. Alina, desde luego, no es esa mujer.

Mark la empujó y Lucinda estuvo a punto de caerse. Durante unos segundos pensó que iba a golpearla, como había hecho tantas veces. Luego recordó que él jamás le pegaba en la cara, donde pudiera verse, ni tampoco delante de testigos. Aunque, claro, ni Charles ni Oleg eran lo que pudieran considerarse testigos imparciales.

Ignorándolos a todos, se acercó al borde del acantilado y contempló el paisaje. Cientos de aves, desde gaviotas, frailecillos y otras que no conocía volaban a su alrededor como si no estuviera allí. Debían de estar acostumbradas a los humanos al punto de que no les molestaba su presencia.

El viento era tan fuerte que a ratos la hacía balancearse y sentirse un poco embriagada. A sus pies, las olas rompían contra las rocas con un ruido ensordecedor.

—¿Crees que alguien se habrá tirado?

Charles se había acercado con tanta suavidad que no le había escuchado llegar.

Lucinda se negó a que él viera que la había asustado.

Durante años, Charles había sido su confidente, el único, aparte de Gordon, con el que había compartido los problemas que tenía con Mark y sus sueños de volar más allá de la productora de su marido.

Ahora se preguntaba cuántas de esas confidencias entre lágrimas habían acabado en los oídos de su marido.

Por supuesto, no era tan ingenua como para no comprender que, al final, Charles le debía más fidelidad al hombre que le daba de comer.

—¿Te imaginas la caída? —siguió Charles—. Es casi poético. Quedaría perfecto en un guion.

Lucinda dio un brinco cuando notó la mano de Charles en el hombro. Notó cómo varias piedrecillas bajo sus pies caían por el acantilado, haciendo que las aves volaran espantadas.

—No me toques.

Charles levantó las manos, con una sonrisa inocente.

—Pero ¿qué te ocurre? Creo que estás muy nerviosa, querida. ¿Has dormido bien?

—¿Cómo te atreves a hacerte el simpático conmigo?

Charles se llevó una mano al corazón. Había visto cómo hacía ese gesto miles de veces, en los cientos de charlas, comidas y cenas juntos. Siempre había creído que era alguien sincero y que se podía leer en él como en un libro abierto, pero ahora ya no estaba tan segura.

—Es cierto que hace mucho tiempo que no hablamos y que hemos perdido el contacto, pero tú sabes lo mucho que te quiero.

—Entonces podrás decirme qué está ocurriendo aquí y qué sabes de la muerte de Gordon.

La expresión de Charles no cambió. La miró como si no comprendiera nada de lo que decía.

—Gordon murió de un infarto, está claro. Bebió demasiado y discutió con todo el mundo. Estaba triste y creo que la tensión le jugó una mala pasada. Todos le queríamos y lo sabes.

«Todos le queríamos y lo sabes».

Lucinda no podía creer que Charles fuera capaz de mentirle así.

—¿Y qué hay del rodaje? —preguntó con un tono mucho más gris, aunque él no pareció darse cuenta de ello.

La envolvió en un abrazo que le pareció demasiado efusivo, dadas las circunstancias.

—¡De modo que es eso lo que te preocupa! ¿Nadie te ha dicho que el resto del equipo llega en el próximo barco? ¡Maldito Mark! Seguro que quería que fuera una sorpresa.

Lucinda quiso decir algo, pero Charles no le dio la oportunidad de hacerlo. Su entusiasmo rayaba la histeria. Poco a poco, la fue arrastrando hacia el hotel, sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo.

—Supongo que mañana mismo podemos hacer una lectura del guion para ir adelantando trabajo y ver qué tal funcionáis juntas en pantalla Alina y tú.

Lucinda pensó en la mirada de agradecimiento y terror que le había dirigido la joven cuando la había liberado de su marido. Quizás el guion fuera bazofia, pero en esa isla había al menos otra persona que quería salir de allí y era una oportunidad de buscar una aliada.

CCAPÍTULO 10


—El futuro pertenece a los jóvenes, mamá, y eres incapaz de verlo.

—Yo fui joven un día… —Lucinda apretó el lápiz y anotó algo al margen de aquella frase en el guion. Bebió un poco de agua antes de proseguir—. Yo también pensaba que sería joven para siempre. ¿De verdad tienen estas dos tienen que hablar como si estuvieran en una mansión polvorienta?

Charles levantó la vista del guion y fingió que no le había molestado su comentario. Habían trabajado juntos decenas de veces y aquello era, con diferencia, lo más torpe que había leído nunca. Algunas frases rozaban el ridículo absoluto.

—La película está ambientada en el período de entreguerras, y los personajes pertenecen a una familia acomodada, no pueden hablar como si estuvieran en el bar de la esquina.

Lucinda vio cómo Alina apretaba los labios y callaba, temerosa de cabrear a Mark y al guionista. Era comprensible, teniendo en cuenta que en esa película ella brillaría por encima de la supuesta estrella. Por supuesto, su vestuario sería más elegante y bonito, sus frases eran rebeldes y todo estaba escrito para hacerla destacar, mientras que el papel de Lucinda era el de una bruja amargada que solo hablaba de fatalidad y de la negrura que se avecinaba. Todo aquello no dejaba de ser real, pero a la gente no le gustaba escuchar las verdades.

—Si quieres, luego podemos echar un vistazo a algunas de las líneas y retocarlas —dijo Charles, tomándole una mano.

Por primera vez desde que habían llegado a la isla, Lucinda se sintió parte del equipo. Incluso parecía que aquel proyecto era real.

Asintió y le sonrió.

Charles y ella habían sido cómplices en otras ocasiones y habían arreglado muchos despropósitos, dándoles una vida a los guiones de la serie diaria que hacía que el público siguiera enganchado cada día.

—Si no os importa, se va haciendo tarde y me gustaría acabar la lectura antes del fin de año.

Mark bebía sorbos de wiski y manoseaba el guion con manos torpes, pero no se perdía nada de lo que sucedía en el comedor. Era posible que pareciera sucio y descuidado, pero no había llegado donde estaba siendo un idiota.

—¿Dónde estábamos?

—Escena 3 —respondió Alina con un hilo de voz.

—Vamos a retomar la lectura desde el principio de esa escena, si no os importa —dijo Charles.

Todos ignoraron el gruñido de Mark. Era posible que él pusiera el dinero, pero Charles era el que mandaba alrededor de la mesa de trabajo.

Durante la mañana, leyeron y trabajaron, mientras Duncan les iba sirviendo teteras calientes y bocadillos o pastelitos. A veces el camarero se quedaba un rato a verlos trabajar, en silencio, como si para él fuera un misterio todo lo que hacían.

Anocheció y seguían allí, con las voces roncas y los ojos vidriosos, pero satisfechos, porque habían avanzado lo bastante como para dar por terminado el trabajo.

Mark, que se había dormido hacía rato, dio un respingo cuando escuchó las patas de las sillas rozando contra la madera.

—Bien, bien. Buen trabajo. Supongo que es hora de tomarse algo y de tomar un poco el aire.

—Yo tomaré la cena en mi dormitorio. Me daré un baño y me acostaré. Estoy agotada.

Alina se acercó a Lucinda y le rozó el brazo con timidez. Nunca la había tocado. Durante la jornada, Lucinda se había olvidado de que esa chica era su rival tanto en el trabajo como en el matrimonio. Cuando se olvidaba de las cucamonas y de poner aquella estúpida vocecilla infantil, había fuerza en ella. Eso no quería decir que fuera capaz de llegar a algún lado, sobre todo si se encogía de miedo y se dejaba mangonear por idiotas como Mark.

—Quédate, Lucinda. Cena con nosotros.

Se sintió tentada de responderle con su frialdad habitual, pero le sonrió y le apretó la mano.

—No, gracias. Necesito silencio para poder escuchar mis pensamientos, pero mañana estaré encantada de tomar un té, o lo que quieras, contigo.

Pudo ver cómo los ojos de gacela de Alina se agrandaban todavía más. Esa chica la había rondado en sus primeros días como un cachorrito, buscando consejos, una mirada, una caricia, cualquier migaja. En aquel momento habría dado cualquier cosa por lo que le estaba ofreciendo ahora. Pero ahora no era afecto lo que veía en sus ojos, sino otra cosa.

—Claro —respondió con una sonrisa tan tiesa como su postura cuando deslizó su mano bajo la de ella—. Descansa, Lucinda.

Solo cuando salió del comedor donde habían realizado la lectura de guion se dio cuenta de que mientras ellas dos hablaban, nadie más lo hacía. Todos los demás estaban pendientes de lo que decían y hacían.

Lo que había en los ojos de Alina era miedo.

—Espero no molestarte, he oído que querías estar sola para escuchar tus pensamientos.

Lucinda, envuelta en su bata de raso, se llevó una mano al pecho para encontrarse con Charles.

Era tarde y pensaba que todo el mundo se había acostado. Hacía horas que había terminado el ensayo y ya había cenado y se había bañado. Hacía un rato que había dejado el libro que estaba leyendo y se estaba preparando para acostarse.

—No te he escuchado. No pensaba que fueras tan sigiloso.

Charles no dijo nada, se limitó a sonreír.

Lucinda estuvo tentada de ofrecerle un sitio junto a ella, en la cama, como habría hecho hacía no tanto, pero algo la retuvo.

Al fin y al cabo, ¿qué sabía ella de Charles? Siempre había pensado que era su amigo, su cómplice, pero ahora sentía que no lo conocía. Desde que habían llegado a la isla, era como si fuera otra persona. Y a lo mejor lo era. Quizás ese de ahí, el que le sonreía de aquella forma tan extraña fuera el auténtico Charles y no el que había cuchicheado con ella acerca de otras actrices de camerino en camerino.

—¿Has venido a hablar del guion? Porque la verdad es que ahora no tengo la cabeza para eso. Es tarde, dejémoslo para mañana.

—¿Alina te ha dicho algo?

La sonrisa de Charles seguía ahí, pero no había nada cálido en ella.

Él estaba ahí, plantado junto a la puerta, con las manos en los bolsillos, pero había algo felino y amenazante en él.

Con calma, Lucinda se levantó y caminó hacia el escritorio. Si iba a ocurrir algo, no quería que la atraparan en la cama, como a una cría indefensa. Como a Gordon.

—Alina apenas se atreve a mirarme a la cara, se siente culpable por acostarse con mi marido.

Charles emitió una risa que sonó como un gruñido.

—Pero hoy sí te ha hablado.

Lucinda pensó que a ese juego inquisitorial podían jugar dos personas. Fuera lo que fuera que querían, no iba a dejarse manejar.

—Quiere aprender de la maestra, por supuesto. ¿Qué otra cosa iba a querer?

El ego, siempre el ego. ¿Qué otra cosa podía esperarse de Lucinda?

Charles pareció satisfecho con su respuesta y se relajó. Se acercó y le plantó un beso blando e insustancial en la mejilla.

—Mañana hablaremos de esas frases. Aunque no creas que me dejaré convencer tan fácilmente. Al fin y al cabo, soy un profesional. Tendrás que darme algo muy bueno para que cambie de opinión, cariño.

Lucinda rio con un sonido rico y profundo.

—Lo haré, Charles. Lo haré.

Lo despidió y se quedó con la espalda apoyada contra la puerta hasta que la sensación de peligro desapareció. Y tardó en hacerlo. Tardó una eternidad.

Cuando Lucinda despertó no sabía si todavía era de noche, pero pudo escuchar la lluvia golpear contra los cristales. La calma de los dos días anteriores había sido un espejismo.

Contra todo pronóstico, había dormido bien y se sentía tranquila. La visita de Charles la noche anterior le había dejado claro que él era uno más de sus adversarios, y saber contra quién se enfrentaba siempre era una ventaja. Lo que no tenía tan claro era el motivo de que no tuvieran miedo de mostrar sus cartas.

Se vistió y decidió bajar al comedor.

Por primera vez en varios días, tenía la energía suficiente para ir un paso por delante.

En la penumbra del amanecer, el viejo hotel era todavía más siniestro y decadente, y el olor a humedad más penetrante.

Supuso que poder tomarse un té a esa hora sería pedir demasiado, pero quizás podría hacer una pequeña incursión en la cocina para prepararse un bocadillo. Rebuscó en los armarios hasta dar con el pan de molde y luego abrió la nevera para encontrar algo para meter en el interior.

A la luz de la nevera, la vieja cocina pareció revivir durante unos instantes.

—Los ladrones no son bienvenidos a este hogar, pero, por ser usted, la perdonaré.

La voz de Duncan le hizo dar un respingo. Lo miró desde el otro lado de la puerta de la nevera abierta, con el ceño fruncido.

—Y yo le perdonaré a usted los cinco años que me ha quitado por ese susto.

Duncan no se mostró arrepentido en absoluto. Ajeno a lo que ella hacía, tomó un hervidor de agua y empezó a llenarlo, como si estuviera en su propia casa.

—¿Un té?

—Se lo ruego.

—Solo si me prepara un bocadillo de esos.

Se sentaron a la mesa de madera desgastada y desayunaron en silencio, disfrutando de la paz del edificio.

Lucinda pensó que pocas veces había disfrutado tanto de una mañana, y ni siquiera había bollos de mantequilla, zumo de naranja recién exprimido ni rosas de importación, solo un té de calidad media y un bocadillo de jamón y queso con pan algo seco. El bienestar se debía a la compañía, que no imponía ningún tipo de obligaciones, charlas ni exigía que se comportase como una estrella.

Duncan acabó su té de un sorbo y preparó una bandeja con tostadas y una tetera.

—Es para su amigo, el guionista. Lleva toda la noche en la biblioteca. Si no se ha dormido hace rato, agradecerá tomar algo caliente.

Lucinda asintió, aunque lamentaba que el momento de calma hubiera pasado tan deprisa.

—Le acompañaré, si no le importa.

Si Charles estaba en la biblioteca, sería un buen momento para hablar a solas, sin Mark rondando por ahí. Y también sin Oleg, ese troglodita suyo, que la odiaba solo por señalarle que no sabía hacer bien su trabajo. ¿Acaso era tan complicado iluminar bien a la protagonista, que era quien debía brillar? Ese hombre ni siquiera debería estar trabajando en la serie. Si no fuera el novio de Charles, jamás habría entrado a trabajar en la productora.

Duncan la precedió por el pasillo hasta la biblioteca. Al otro lado de la puerta no se oía nada.

Lucinda llamó, ya que Duncan tenía las manos ocupadas por la bandeja.

—¿Charles? Te traemos el desayuno.

Nadie respondió.

—Se habrá quedado dormido.

Al entrar en la habitación, se encontraron al guionista con la cabeza inclinada sobre el hombro. La luz anaranjada de la lámpara de lectura caía sobre él, haciendo que sus ojos abiertos de par en par parecieran grotescos.

—Salga, Lucinda —dijo Duncan, colocándose frente a ella.

Lucinda quiso decirle que no necesitaba que ningún hombre la protegiera, que era muy capaz de soportar cualquier cosa, pero no pudo evitar que un gemido escapara de su boca.

Por mucho que Duncan se colocase frente a ella, Lucinda no podría borrar de su mente la expresión de terror en la cara de Charles, prácticamente idéntica a la que había en la de Gordon.


CÁPITULO 11


Dramatis personae

.  Lucinda Johnson: actriz tan hermosa como insoportable

· Mark Johnson: esposo de Lucinda. Dueño de la productora que produce todas sus series y películas

· Gordon: representante de Lucinda y también su exmarido

· Alina: joven promesa de la actuación y amante de Mark

· Charles Williams: guionista de la productora

· Oleg: electricista de la productora. Fue despedido por Lucinda. Amante de Charles

· Duncan: camarero y chico para todo en el Hotel Bella isla en la isla de Jones

· Ruth: camarera del hotel

· Smith y Black: agentes de policía


Duncan la empujó sin miramientos y cerró la puerta tras él. Se quedó junto a ella en el corredor, en silencio. A la luz tenue de las lámparas anaranjadas, a Lucinda no le pareció asustado, solo decidido.

—Vamos a hacer como que no hemos visto nada. Dentro de un par de horas todo el mundo se pondrá en movimiento y… —se quedó callado, como si su cerebro solo hubiera llegado hasta ahí.

—¿Y qué?


Descubrirían a Charles muerto, por supuesto.


Muerto igual que Gordon.


—Vete a dormir.


—¿Cómo crees que voy a poder dormir después de esto?


Ninguno de los dos gritaba y, de algún modo, habían pasado a tutearse. Duncan miró a ambos lados, aunque era impensable que hubiera nadie por ahí a esas horas.

—No quiero que creas que oculto algo, pero es mejor que nadie sepa que hemos estado juntos esta noche y que hemos encontrado a…

Lucinda había conocido a muchos mentirosos a lo largo de su vida. Ella misma se ganada la vida mintiendo de un modo muy sofisticado, así que supo que él mentía. Y mucho. Pero también sabía que era mejor que un mentiroso no supiera que lo habían pillado, así que asintió.

—De acuerdo. ¿Y qué vamos a hacer?

Pudo ver el brillo de satisfacción en la mirada de Duncan al ver que ella aceptaba. A todos los hombres les encantaba ver que una mujer se dejaba llevar, ser salvada, ser engañada hasta el mismo desastre. Lucinda era especialista en fingir ser una dama desvalida. Incluso tenía una mirada particular, con el temblor justo de labios, el abatimiento exacto de pestañas y el brillo necesario de la mirada, con un reflejo lejano de lágrimas. Muy pocos hombres eran capaces de resistirse a eso, y Duncan no era uno de ellos.

—Ve a tu dormitorio. En un par de horas, seguro que alguien habrá descubierto a tu compañero…

—Se llama… llamaba… Charles.

Duncan asintió, aunque ella notó el leve fastidio en su gesto ante la interrupción.

—Claro, encontrarán a Charles, y para entonces habré pensado algo para salir de esta isla.

—¡Oh, sí, salir!


Él sonrió.


—No queremos que tú seas la siguiente, ¿verdad, querida?

 

Mientras caminaba hacia su dormitorio, Lucinda pensó en que debería tener miedo, pero solo estaba enfadada.

La energía de ambas emociones era muy distinta. El miedo solía paralizarla, no la dejaba pensar. El enfado, en cabio, la ponía en acción. Era bien cierto que a veces sus acciones no eran las más indicadas, que eran precipitadas y alocadas, pero siempre era mejor hacer algo que quedarse esperando a que ocurriera algo.

Y estaba claro que allí estaba ocurriendo algo.

Sacó la llave de su dormitorio, pero de pronto volvió sobre sus pasos. Un par de puertas más allá estaba el dormitorio de Alina.

Todavía era de noche y era probable que la chica estuviera en la cama de su marido, apestando a sudor de borracho. Sin embargo, había una pequeña oportunidad de que estuviera ahí, asustada, deseando hablar con alguien que no fuera un hombre que pensaba que podía manejarla a su antojo.

Tras un breve instante de duda, llamó con suavidad.

Pensó que era imposible que nadie que estuviera dormido escuchara un sonido tan tenue, pero Alina debía de estar despierta, porque apenas unos segundos después escuchó un susurro al otro lado de la puerta.

—¿Quién es?


Su voz sonaba tensa y chillona, delatando que no dormía.

Lucinda podría dejarlo pasar, pero, si había una mínima oportunidad de que Duncan fuera de fiar y pudiera sacarla de ahí, quería que esa chica fuera con ellos.

—Soy Lucinda.

Habló en voz muy suave, pero Alina la escuchó. Quizás incluso la esperaba.

La puerta se abrió lo justo para dejarla pasar y volvió a cerrarse tras ella. La habitación olía a cerrado y estaba a oscuras. Alina estaba completamente vestida, sentada en la cama.

—No enciendas la luz. No quiero que nadie vea que estoy despierta.

—Claro.


Lucinda se sentó a su lado y Alina, para su sorpresa, se recostó contra ella, como una niña pequeña. Tenía un olor extraño, una mezcla de perfume caro y sudor, de pelo sucio y de crema, que hizo que Lucinda deseara que se quitara de encima, pero no la apartó. En parte, agradeció su contacto. Ojalá ella pudiera recostarse y buscar consuelo en el regazo de alguien en quien pudiera confiar.

—Charles está muerto. Menudo plan el vuestro.

Por supuesto, Alina no gritó ni protestó, se limitó a gemir y a llorar bajito, como un cachorro contra su regazo, poniéndola perdida de lágrimas.

Le acarició el cabello un par de veces hasta que se cansó de esperar a que se le pasara. Al fin y al cabo, si alguien tenía motivos para llorar allí, esa era Lucinda.

Obligó a la chica a incorporarse y a mirarla a la cara. En la penumbra, sus ojos de gacela, arrasados de lágrimas, no tenían ningún poder. La culpa había acabado con su encanto.

—Dímelo todo si no quieres que te deje aquí con esos cabrones machistas.

—Esto empieza a parecerse a una de esas novelas baratas de detectives, ya sabe… Poirot, Marple… No las aguanto. Los policías siempre parecen idiotas.

Black y Smith, Smith y Black, habían vuelto y no parecían de buen humor.

Lucinda, que lucía un elegante traje de tweed y un sombrerito que haría las delicias de miss Marple, ahogó una sonrisita. Reconoció para sí que era una delicia jugar con ventaja después de días de sufrimiento e incertidumbre.

—El problema de los policías de las novelas de Agatha Christie es que están demasiado cegados por el método. Sus detectives tienen la mente abierta y ven cosas que no ve alguien que tiene prejuicios.

El policía bajo y gordo resopló, desdeñando su comentario y su no tan velada crítica de un plumazo.

—Todo el mundo cree que resolver un crimen en la vida real es igual de sencillo que en un libro o en una película. Y no lo es, señora, ¡no lo es!

Lucinda bajó la mirada, fingiendo modestia.

Era última hora de la tarde y hacía horas que alguien, por suerte no había sido la pobre Ruth, sino un electricista que había ido a reparar una lámpara que fallaba, había encontrado a Charles y había dado la alarma.

El alboroto había sido todavía mayor que cuando habían hallado a Gordon, no en vano el guionista era, según Mark, el alma de la productora.

Oleg, su pareja, se había lanzado contra los que habían intentado llevarse el cadáver, y Lucinda incluso había visto llorar a Mark, o quizás solo se había quitado una legaña del ojo. Con Mark era complicado saber a qué atenerse. No vio a Alina hasta después de comer, cuando llegaron Smith y Black para interrogarlos a todos. Se había lavado y parecía más tranquila después de desahogarse.

Al que no había visto era a Duncan.

Por lo visto, según Ruth, era su día libre.

—Nos han dicho que iban a trabajar ustedes en el guion de la película.

—Por cierto, ¿cuándo empieza el rodaje? Mi esposa me ha preguntado si es posible asistir como espectadora, por supuesto, con todos los respetos.

Lucinda se preguntó si esos dos intercambiaban alguna vez los papeles de poli bueno y poli malo o si de verdad sus personalidades eran así.

Se ajustó la falda y, durante apenas unas décimas de segundo, se le pasó por la cabeza la loca idea de contarles lo que de verdad estaba ocurriendo, o al menos en parte.

¿Qué ocurriría si les decía que su marido y el resto del equipo de rodaje la habían engañado para ir a esa maldita isla con la intención de matarla? El problema en hacerlo, era evidente, era que, por algún motivo, en lugar de matarla, alguien los estaba matando a ellos.

Y nadie en su sano juicio se creería algo así.

Ni siquiera ella lo comprendía.

—¿Fue usted la última en verlo con vida?

—Si lo fuera, no se lo iba a decir y ponerme una diana en el pecho, ¿no cree?

El policía gordo y bajito no se tomó bien su broma, porque enrojeció y pareció a punto de echar humo por las orejas.

—Entenderá usted, querida, que es mucha casualidad que dos hombres hayan muerto después de verla.

Lucinda se encogió de hombros.

—Lo de que yo fui la última en verlos es algo que dicen ustedes y… bueno, quien sea. Además, ¿se ha confirmado ya que Gordon fue asesinado? Seguimos esperando a que nos digan de qué murió.

El policía gordo y bajito enrojeció más si eso era posible.

—Se informará a su familia más cercana.

—Yo soy su familia más cercana. Y, como entenderá, me encantaría salir de aquí y enterrarlo cuanto antes. A pesar de todo, se lo debo.

—¿A pesar de qué?

Lucinda echó mano a sus recursos de actriz de culebrón para soslayar su desliz. Si había algo doloroso en todo ese asunto, había sido que Gordon hubiera estado metido en aquello.

Gordon, el único hombre al que había amado, había querido matarla. Y ella lo había echado de su lado cuando había estado a punto de avisarla.

—A pesar de que él fuera a dejarme en la estacada después de tantos años. A nuestro modo, nos queríamos.

La voz se le quebró en las últimas palabras sin que pudiera evitarlo.

Los policías debieron de notarlo y, por una vez, respetaron su dolor. Sin embargo, volvieron a la carga un minuto después. Durante una hora más, repitieron las mismas preguntas hasta la saciedad, como si fuera tan sencillo que se desdijera en algo tan sencillo.

Además, los únicos pecados que Lucinda tenía que ocultar no eran suyos.

Era muy tarde cuando se sirvió la cena. Duncan regresó de donde fuera que estuviera durante todo el día y preparó unos bocadillos rápidos con fiambre y litros de té, aunque casi nadie tocó la comida.

Solo Lucinda comió con apetito, ahora que sabía por dónde caminaban sus pies.

En la mesa del comedor, todo eran caras largas. Oleg ni siquiera apareció, lo que fue un alivio, porque ese animal la odiaba y probablemente la culparía de la muerte de su amante. Mark llevaba dormitando media hora, borracho como una cuba, y Alina removía su taza una y otra vez, aunque el té debía de estar helado.

No era la compañía ideal que nadie escogería para una cena, pero no había otra cosa disponible.

Cuando Alina se marchó, arrastrando a Mark hacia el dormitorio, Lucinda se dirigió a las cocinas.

Era increíble pensar que hacía menos de veinticuatro horas ese lugar fuera un refugio maravilloso. Ahora era… ni siquiera lo sabía.

Durante todo el día había luchado con la duda hasta que su cerebro le había gritado que dejara de ser tan estúpida. Solo había una respuesta posible y estaba ante sus ojos.

—¿Quién diablos eres?

Duncan ni siquiera se giró para mirarla, sino que continuó recogiendo platos del lavavajillas y colocándolos en la alacena, como si no la hubiera escuchado. No fingió sorpresa ni se ofendió por su pregunta, y eso le gustó.

—Puedes llamarme Duncan, me gusta ese nombre.

—Pero no es tu verdadero nombre.

Él se giró al fin para mirarla. Sonreía, y aquella sonrisa era tan encantadora como siempre.

—Los nombres son nombres, el alma reside aquí adentro —dijo él, tocándose el pecho a la altura del corazón.

—Odio que la gente me recite frases de mis películas. Además, eso lo escribió Charles, ¿sabes?

Duncan frunció un poco los labios, pero no lo suficiente como para borrar su sonrisa.

—¿Qué quieres saber? —Hizo una breve pausa y luego entrecerró los ojos antes de volver a hablar—. ¿Qué quieres saber de verdad?

Lucinda se lo pensó muy bien. Tenía muchas cosas en su mano y mil preguntas en los labios, pero la curiosidad pudo más que ella.

—¿Por qué ellos y no yo?


CAPÍTULO 12

—¿Por qué ellos y no yo? —repitió Lucinda al ver que Duncan no decía nada.

Tras un par de minutos en los que él siguió haciendo su trabajo, como si no estuvieran hablando de algo tan importante como su vida, él se sentó en la misma silla en la que se había sentado la noche anterior. Solo que él ya no era el mismo hombre, y ella ya no podía mirarlo de la misma forma.

—Cuando recibí el encargo, ni siquiera sabía quién eras. La persona que se puso en contacto conmigo pretendía que pareciera un accidente, ¿sabes? Como en las películas.

Duncan tenía una sonrisa bailando en los labios, aunque parecía más cansado que divertido.

Estuvo a punto de abrir la boca para preguntar quién había sido, y estaba convencida de que él lo vio, pero la ignoró.

—Todos los clientes han visto demasiadas películas y series y se llevan un chasco cuando les explicas que, en la vida real, las cosas no son tan sencillas como hacer que un coche vuelque para que no los pillen, o fingir un asalto, qué sé yo. Y menos todavía cuando la víctima es famosa. Además, no me apetecía salir de la isla, porque le he cogido gusto, así que insistí en que sería más fácil hacerlo aquí. Menos testigos, menos policía…

—Una trampa de ratones.

Duncan asintió.

—Una trampa de ratones. O de ratas, más bien. —Duncan se encogió de hombros y colocó las manos planas sobre el tablero de la mesa—. Supongo que debió de molestarles lo de tener que venir hasta aquí y tener que inventar lo del rodaje, pero creo que al final les pareció divertido engañarte en tus propias narices. Los idiotas siempre se creen más listos que nadie y se olvidan de vigilar sus espaldas cuando se sienten seguros. ¿Te apetece tomar algo?

Lucinda asintió. Pensó que era peligroso dejarse servir por el hombre al que habían contratado para matarla, el mismo que ya había matado a dos personas, pero había algo en su interior que había pasado la frontera del temor. Por algún motivo, se sentía más segura en esa cocina, con ese criminal, que con su marido y sus compañeros.

—¿Cuándo cambiaste de opinión y decidiste matarlos a ellos en lugar de a mí?

Era una pregunta arriesgada, porque no estaba claro que no fuera a hacerle daño. Al fin y al cabo, él mismo lo había dicho: aquella isla era una trampa de ratones, y ella no era más que un ratón más. Era posible que solo estuviera jugando con ella por diversión.

Y le convenía recordarlo y no relajarse en su presencia.

Duncan dejó ante ella una taza de leche humeante con cacao. Se le escapó una sonrisa al ver lo que había preparado. Hacía siglos que no tomaba algo así y lo último que se habría planteado tomar con un asesino a sueldo.

—¿Me creerías si te digo que a veces soy un poco voluble?

Lucinda lamió la cuchara y rio.

—¿Quieres que crea que has decidido entre ellos y yo solo por capricho?

—No.

Duncan no dijo nada más. Se terminó el cacao y se levantó. Le dio la espalda y siguió trabajando como si no estuviera allí. Lucinda supuso que se había acabado por el momento su dosis de sinceridad.

De todas formas, se quedó allí sentada, disfrutando de la bebida a sorbos y mirándolo trabajar. Lo hacía con movimientos precisos y un cuidado que rozaba la obsesión por el orden. Y se veía que disfrutaba con ello.

Un cuarto de hora después se levantó y lavó la taza. Él no pareció inmutarse por su cercanía. Siguió a lo suyo como si no estuviera allí.

Entonces, cuando ella estaba a punto de salir de la cocina, sin volverse siquiera, le dijo con voz tranquila:

—¿Te apetece dar un paseo mañana por el muelle?

—¿Crees que soy una cría que se encapricha del chico malo?

Duncan rio.


—Solo quería que fuéramos a buscar un medio de transporte para salir de aquí, pero puedes quedarte en la isla con tu marido, la chica y ese extranjero, si quieres.

***
El desayuno fue tan triste y amargo como los días anteriores, pero, por primera vez, a Lucinda le dio igual lo que sintieran sus compañeros de mesa.

Su marido apenas se mantenía erguido en la silla y le temblaban las manos como a un viejo chocho. Mark parecía haber envejecido veinte años en esos días, pero supuso que el miedo producía ese efecto en los cabrones.


Junto a él, Alina trataba de captar su mirada sin que la bestia que tenía al lado lo notase.

La joven había perdido su frescura en los escasos días que llevaban allí. Estaba demasiado delgada y sus ojos de gacela estaban hundidos en un rostro pálido y ojeroso. Nadie que la viera en ese momento pensaría jamás que era la estrella en ciernes que pretendía ser.

De Oleg nadie había vuelto a saber nada desde la muerte de Charles el día anterior y a Lucinda no podía importarle menos.

Ruth, la camarera, le ofreció otra taza de té, pero la rechazó. Tenía apenas media hora para prepararse para la cita con Duncan.

—¿Qué tal te encuentras?

Ruth parpadeó, como si no supiera muy bien a qué venía aquello. Era evidente que nadie le había preguntado qué tal estaba. Ni siquiera ella lo habría hecho hace un par de semanas.

—Bien, señora. Gracias. Duncan hace muchas de mis tareas y me ayuda mucho. Es un buen compañero.

La chica calló, pensando quizás que había hablado de más. Una de las reglas del servicio era que los señores no debían enterarse jamás de los problemas de los que servían.

Lucinda pensó en qué podría decirle, pero no había nada que pudiera hacer por ella, salvo, supuso, ensuciar lo menos posible e intentar no ser una carga. Sugerirle que descansara sonaba a chiste en su caso, a señora rica que aconseja a chica pobre algo con lo que no puede permitirse soñar, y dejarle una propina podría ser un insulto.

Así que se limitó a asentir y a levantarse y abandonar el comedor, dejando atrás a Mark y a Alina. El uno ni siquiera se había percatado de su presencia y la otra la miró con anhelo, como a un salvavidas que se aleja.

***
La isla cambiaba por completo cuando no llovía.

Lucinda comprendía que aquello fuera un paraíso para las aves. Camino al puerto, una caminata de apenas media hora cuando hacía buen tiempo, pensó que esa isla era un buen refugio para alguien como Duncan, quizás agotado de lidiar con gente que guardaba la oscuridad detrás de una fachada agradable. Gente como él mismo.

Tal vez él fuera un asesino, pero eran los demás, los maridos o esposas, los socios ambiciosos, o a saber quiénes, los que querían acabar con alguien sin que nadie supiera que ellos estaban detrás. Y luego fingirían pesar, llantos, amargura, mientras se salían con la suya.

Vio a Duncan sentado en un amarre enorme, contemplando el mar calmo. Las embarcaciones se meneaban con tranquilidad casi de cuna meciéndose al ritmo de una nana. Era impensable que a veces las tormentas fueran capaces de arrastrarlas tierra adentro, causando daños terribles.

Duncan llevaba un pantalón vaquero y un jersey de lana azul marino y parecía un pescador o un marinero más de los que paseaban por allí. Era la primera vez que lo veía sin la ropa de trabajo y casi le pareció un desconocido. Eso le hizo pensar que, con otro peinado, otra ropa, apenas unos ligeros cambios en su apariencia, le costaría reconocerle entre un montón de gente. Para él sería muy sencillo desaparecer.

—He pensado que podríamos llevarnos a Alina —dijo nada más llegar a su altura—. Lo está pasando fatal.

Él se levantó del amarre y comenzó a caminar por el muelle.

Lucinda empezaba a darse cuenta de que era algo que hacía cuando no estaba contento. Quizás le daba la espalda para que no viera su furia.

—Ahora la ves como una chica débil y sufriente. Te ves a ti misma en ella.

—Eso no es… —Lucinda se calló, porque no podía negar aquello, y menos cuando él se giró para mirarla—. De acuerdo, me da pena porque me recuerda a mí misma. Nadie se merece a ese cerdo amargándole la vida.

Duncan se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos. El viento era frío y no llevaba abrigo. Lucinda se había abrigado bien y le tendió su bufanda, de un rojo brillante. Se la había regalado Gordon por su cumpleaños.

—La diferencia es que ella ya sabía cómo era él cuando lo escogió y le dio igual con tal de robar tu trono, no te engañes. No la justifiques. Si las cosas hubieran sido distintas y yo hubiera hecho lo que tenía que hacer, ahora mismo esa chica estúpida estaría celebrando tu muerte con champán. —Lucinda enrojeció ante su tono cruel. Sin embargo, no podía obviar la verdad que había en sus palabras—. ¿De verdad quieres cargar con una chica que intentó matarte y tener que vigilar tus espaldas, o lo que quieres es que te deba la vida?

—Puede rehacer su vida lejos de Mark.

—Y volver a ser limpia como un bebé recién nacido, rehacer su vida como en una de esas películas tuyas. —De pronto él le rozó la mejilla. Apenas la tocó y Lucinda ni siquiera estuvo segura de que fuera un gesto cariñoso—. A ti también te gustaría volver a nacer y no haber conocido a tu marido ni haber pensado que con él llegarías más lejos. Pero, créeme, ella no es como tú.

Duncan se separó bruscamente y lo vio erguirse como cuando vestía su uniforme.

—¡Vaya, vaya! No estarán pensando montarse en uno de estos barcos y escapar, ¿verdad?

—Ninguno de los sospechosos tiene permitido salir de la isla. Eso sería demasiado…

Lucinda esbozó una sonrisa amarga al escuchar las torpes palabras de los agentes Black y Smith. Dudaba que pudieran ser más cómicos aunque pretendieran serlo.

—¿Sospechoso? —acabó la frase por el bajito y rechoncho.

Evidentemente, no le gustó que lo dejara en evidencia y gruñó para sí.

Los dos ignoraron a Duncan. Lucinda pensó que daba igual que los pertenecientes al servicio no fueran vestidas de uniforme. Para ciertas personas, siempre eran invisibles. Y era curioso, porque los policías deberían ser del tipo observador, de los que no descartaban a nadie a primera vista, pero esos dos parecían parodias de la peor calaña.

—¿Buscan un bote para huir?

El agente alto y delgado, por lo general más amable, sacó su sempiterna libreta y comenzó, como siempre, a pasar hojas en blanco. Todavía no le había visto escribir nada allí y sospechaba que era una especie de tic para ayudarlo a pensar.

—Si fuera así, escogería ese grande y feo. Parece capaz de resistir cualquier tormenta. ¿No lo cree usted?

El agente contempló el barco que le señalaba y asintió.

—Pero recuerde que no puede salir de la isla hasta que le demos permiso, señora Johnson —la amonestó con tono de vejete amable.

Lucinda sonrió con aquella sonrisa que encantaba a sus seguidores. Y sabía que él lo era. Vio cómo en respuesta él se sonrojaba y sintió un placer maligno por su pequeña victoria.

—Si no tienen nada que decirnos ni ninguna novedad acerca de los asesinatos, volveremos al hotel, agentes.

Los dos policías miraron a Duncan como si lo vieran por primera vez. Ninguno de los dos dio signos de reconocerlo sin su uniforme, confirmando la sospecha de Lucinda de que no necesitaba mucho para desaparecer.

De hecho, estaba convencida de ello, si él lo deseara, podría desaparecer para siempre sin dejar rastro. Y Lucinda no estaba segura de si eso no sería lo mejor para ella.

En cuanto dejaron atrás a los dos policías, Duncan se acercó y le rozó la mano para llamar su atención.

—Tienes buen ojo para las embarcaciones. Esa es justo la que yo habría escogido.

CAPÍTULO 13

Lucinda se sacudió como pudo la inquietud al regresar al hotel.

Asociarse con un criminal que admitía haber liquidado a quien sabía a cuántas personas sin el menor remordimiento no era la más ideal de las situaciones, pero la otra opción era quedarse ahí estancada como agua podrida, esperando a que Mark y su amiguita o el amante de Charles, Oleg, surgiera de donde fuera que estuviera, lamiéndose sus heridas, para acabar con ella.

Al final, como en tantas otras ocasiones a lo largo de su vida, se trataba de una cuestión de supervivencia.

—¿Quién es ese camarero?

La voz de Alina la sobresaltó nada más trasponer la puerta de su dormitorio, un lugar donde siempre se creía segura y nunca, jamás lo estaba.

Se había olvidado de que le había prometido que también la sacaría de allí, más o menos.

La chica tenía todavía peor aspecto que la última vez que la había visto, lo cual parecía imposible. Sin sus vestidos bonitos y un buen peinado y maquillaje, era poco menos que una mocosa temblorosa. Y lo que era todavía peor, era incapaz de medrar por sí misma, lo que la convertía en pasto de buitres. 

—Un hombre atractivo que me admira —respondió, dejándose caer con despreocupación en la cama para quitarse los zapatos—. Todavía no soy tan vieja como para que no haya caballeros que me encuentren guapa.

Alina se acercó a ella y su olor acre a piel y pelo sucios le hicieron arrugar la nariz. La chica no se dio cuenta y se arrodilló frente a ella, con aquellos ojos enormes, cada vez más grandes, como los de un ave rapaz.

—Siempre anda rondando a nuestro alrededor.

Lucinda dejó escapar una risa ronca mientras se echaba atrás en la cama, intentando alejarse de ella. La chica podía parecer tonta, pero no lo era tanto si había llegado hasta allí.

—Es un camarero, ¿qué quieres que haga sino rondar? A eso se dedica.

—Es siniestro.

—Una palabra curiosa viniendo de alguien que se unió a unos hombres para planear cómo matarme.

Alina se dejó caer sobre el trasero, no supo si en un gesto torpe o en un amago de escapar. 

Lucinda sintió un placer perverso al ver que esos ojos enormes se abrían para mirarla con miedo, miedo de ella por una vez.

—Tú también lo habrías hecho en mi lugar.

Y ahí estaba, algo agazapado detrás de aquel miedo: el odio, la envidia, la rivalidad mal disimulada. Lucinda tenía el marido, el poder, la admiración, todo aquello a lo que Alina no podía más que aspirar cuando era más joven, más hermosa, tenía talento…

Solo necesitaba un empujón, una ayudita y Lucinda desaparecería para siempre. Entonces Alina tendría todo lo que su rival había tenido y más, por supuesto. Porque ella lo merecía.

Lucinda se agachó junto a ella, haciendo caso omiso a que su instinto le gritaba con todas sus fuerzas que debía escapar de Alina.

—Luché con todas mis fuerzas por papeles que no eran apropiados para mi edad ni mis características solo para que no se los dieran a otras, puse diarreicos en el té de alguna amiga para que no pudiera presentarse a castings que me interesaban, enseñé escote a viejos verdes y otras cosas que no me gusta recordar, pero también ayudé a gente que empezaba o necesitaba una oportunidad en épocas bajas. —Giró la cabeza para mirarla con una sonrisa nada compasiva hacia sí misma—. No soy una santa y nunca lo seré, pero jamás, jamás, escúchame bien, podría haber hecho lo que tú has hecho.

—No eres mejor actriz que yo…

Lucinda dejó el aire entre los dientes apretados.

—Quizás, pero al menos tengo la conciencia tranquila y no voy por ahí como si fueras el fantasma de lady Macbeth. Te admiraría si admitieras con orgullo que querías eliminarme, pero buscas que te perdone por ello y te salve. Ya te he dicho que no soy una santa, busca consuelo en otra.

—Te ayudé y te avisé… Deberías…

Lucinda la empujó y Alina terminó de caer sobre el suelo, desmadejada como una muñeca de trapo.

—No te debo nada después de todo lo que has hecho —dijo con divertida sorpresa—. Tienes suerte de que… —Lucinda calló de golpe. Se arrodilló junto a ella y le tendió una mano—. Todavía puedes redimirte si le cuentas todo a la policía.

Alina se revolvió como una víbora. Le golpeó la mano tendida y la miró con la respiración entrecortada.

—No sé cómo lo has hecho, pero no te saldrás con la tuya, maldita. Nadie saldrá de esta isla —añadió con una risita espeluznante—, al menos no por su propio pie.

Antes de que Lucinda pudiera decir nada, Alina se escabulló es la habitación como un animal herido. Pensó que no había manejado la situación de la mejor manera posible, pero que había cosas que era mejor dejar como estaban. Esa noche saldría de la isla con Duncan y, con suerte, no volvería a ver a esa gente como no fuera en un juzgado.
***

La tormenta, como las anteriores, llegó sin avisar.

El buen tiempo, el sol y el viento cálido solo habían sido una tregua para que la tempestad pareciera más terrible que las anteriores.

Prácticamente de un momento a otro se hizo de noche, como si un velo oscuro hubiera inundado la isla. Un viento frío y húmedo penetró por las ventanas abiertas del hotel, haciendo que los pasillos silbaran como un castillo medieval.

Ruth fue cerrando las ventanas y las puertas lo más deprisa que pudo, aunque por todas partes se escuchaban portazos y ruidos de ventanas que golpeteaban contra los marcos. Era increíble que a ninguno de los invitados que quedaban o a Duncan se le ocurriese echar una mano, cuando era posible que un rayo entrase y matase a alguien, como había escuchado una vez que había ocurrido en una de las casas del pueblo. Desde entonces, cada vez que se avecinaba tormenta, Ruth corría a cerrarlo todo para que no ocurriera una desgracia, y bien claro estaba que allí ya iban servidos de ellas.

A su paso por las habitaciones se encontró con algunos de los escasos huéspedes que quedaban.

El viejo gordo y borracho, como siempre, dormitando y bebiendo, o bebiendo y murmurando, no la vio pasar junto a él. Apestaba y Ruth apenas podía creer que alguien así pudiera ser tan famoso y rico como Duncan le había dicho que era. Para ella, las palabras productor de cine sonaban a ciencia ficción. Actores y directores sí eran alguien, eran estrellas, pero el resto no eran nadie, y ese viejo no era más que otro desagradable ricachón más que lo dejaba todo lleno de inmundicia tras su paso.

Allí estaba, como siempre, no muy lejos de una botella, en la biblioteca. El viento le despeinaba el escaso pelo gris de la cabeza, pero no parecía importarle.

Durante unos segundos pensó que estaba muerto, pero entonces lanzó una maldición y se removió en el sillón y supo que vivía.

Al pasar ella se incorporó un poco.

—No eres más que una maldita bruja —dijo, con una voz tan clara que Ruth pensó que le hablaba a ella y que la veía, pero entonces se derrumbó como un montón de ropa sucia y volvió a balbucear acerca de alguien.

Ruth permaneció tensa unos segundos a su lado por si despertaba, pero luego siguió a lo suyo.

En el piso de arriba, la muchacha, que no debía ser mucho mayor que ella, permanecía echada en la cama con los ojos abiertos.

La había visto el día de su llegada, besando al viejo baboso en uno de los salones. Tampoco era la primera vez que veía algo semejante o incluso más picante, así que había bajado la vista y había pasado junto a ellos, fingiendo ser un mueble más. La discreción era parte de su trabajo.

Sintió la mirada de la joven en su espalda mientras cerraba las ventanas de su habitación y notó cómo al instante el aire se viciaba. Y esa mujer la miraba y la miraba y no decía nada.

Estuvo a punto de preguntarle si necesitaba algo, pero Duncan le había dicho mil veces que no debía hablar si no le hablaban antes.

Con el pulso acelerado, cerró la puerta tras de sí, casi como quien ha esquivado una bala, suspiró y siguió la ronda.

Pasó también por la habitación de la señora Lucinda, tan amable como siempre, preocupándose por ella y por cómo estaba. Le dio una propina y la hizo reír con una anécdota sobre su trabajo. ¡Qué mujer tan adorable!

Después de revisar todas las habitaciones, incluso las de los muertos, por mucho miedo que le diera, bajó al piso de abajo, deseando terminar la jornada y volver a casa. Con ese tiempo había poco que hacer en la isla salvo rezar para que no se fuera la luz y tener que tomarse la sopa a oscuras. Iba camino a la planta baja cuando le pareció ver algo, una sombra que se escabullía por uno de los corredores, pero luego pensó que no podía ser.

Duncan estaba en la cocina, el borracho en la biblioteca y las dos damas en el piso de arriba. No quedaba nadie más en el hotel, que ella recordara… 

Trataba de recordar cuántas personas habían llegado a la isla cuando las luces tintinearon. Por suerte, la luz no se fue y pudo llegar sana y salva a la cocina, donde se tomó un delicioso té caliente con una tostada. Jamás lo admitiría, pero las tormentas la ponían nerviosa cuando había tan poca gente en el hotel.

—¿Por qué no te vas a casa, querida? 

Ruth negó con la cabeza y sorbió un sorbo de té.

—Jamás podría dejar mi puesto sabiendo que hay huéspedes.

Duncan sonrió y le guiñó un ojo.

—No seas boba, ¿quién va a enterarse? Además, si no te vas ahora, es posible que no puedas llegar a tu casa.

Ruth miró con preocupación por la ventana. Era cierto que, aunque todavía era temprano, ya parecía noche cerrada. Aunque todavía no había empezado a llover, era cuestión de tiempo que empezase a caer agua de forma torrencial. Había nacido en esa isla y conocía bien las tormentas en esa época del año y Duncan tenía razón.

—Me da apuro dejarte solo con ellos.

—Lo he hecho antes y no son ningún reto. Además, dudo que salgan de donde están en toda la noche. Tienes poco tiempo para decidirte, a no ser que quieras pasar la noche aquí.

Como si algo en el cielo quisiera darle la razón a Duncan, un trueno rasgó el aire, haciendo que Ruth diera un brinco.

No hubo necesidad de decir nada más. La muchacha se levantó y dejó allí mismo la taza de té y la tostada, se puso el impermeable sobre el uniforme y salió por la puerta de servicio. Volvió poco después con el rostro compungido.

—Siento mucho dejarte así, pero…

—No te lo habría ofrecido si no lo sintiera de verdad. Ve antes de empaparte.
Ruth rio y salió corriendo.

Duncan cerró la puerta tras ella y recogió su taza y su plato con calma. Los lavó y los guardó en la alacena, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Mientras tanto, la tormenta llegó y comenzó a descargar sobre el hotel.

Esperó de veras que Ruth hubiera llegado a casa sin mojarse, aunque ese no era el motivo para haberla enviado lejos. 

Siempre era mejor trabajar con los menos testigos posibles.

Con una sonrisa, llenó la tetera de agua y la puso al fuego. Era una lástima lo de esa tormenta porque impedía su paseo en barca nocturno, aunque, por otra parte, le daba la oportunidad de hacer algo que se moría por hacer. Nunca le había gustado dejar cabos sueltos a su espalda y viajar esa noche le habría impedido dejar atadas cosas que luego podrían haber vuelto como los fantasmas del pasado.

—No hay mal que por bien no venga —murmuró para sí, llevándose la taza de té a los labios y contemplando la tormenta caer con toda su salvaje gloria sobre la isla.


Arwen Grey