Esta es una historia que el propio autor califica de frikada, de las de ovación y vuelta al
ruedo, pero que, probablemente, desconozcamos la mayoría.
Isoroku Yamamoto
Hoy 4 de abril, me podía haber decantado así, como quien no
quiere la cosa, por el inicio de las obras de la construcción de la Gran Vía;
con ese Alfonso XIII hincando el pico para deleite de los presentes —dudo que
lo hiciera alguna vez más en su vida—. O por el nacimiento de la OTAN, NATO
para los ingleses. Incluso por el asesinato de Martin Luther King, en Memphis,
allí donde el delta del Missisippi brilla como una guitarra National, que canta
Paul Simon; o por el fallecimiento de Alfonso X el Sabio. Pero no. No voy a
hablar de nada de todo eso.
Porque hoy se cumplen ciento treinta y cinco años del
nacimiento de Isoroku Yamamoto.
Cri, cri, cri, cri, cri.
Vale, una vez pasado ese silencio de estupefacción, esas
oleadas de “y quién (…) era/ es ese tipo”, os diré que Isoroku Yamamoto fue el
gran impulsor de la industrialización de Japón.
Cri, cri, cri, cri, cri, cri.
Y organizador del ataque japonés a la base naval de Pearl
Harbour. Ya el cri, cri como que lo es menos, ¿verdad? Vamos con ello. Que de
no ser por él, Michael Bay se hubiera quedado sin película, y Hans Zimmer sin
música que componer.
Sexto hijo de un profesor y miembro de una antigua familia
de samuráis, se graduó en la Academia Naval Japonesa en 1904 y empezó a
guerrear en la que tuvieron rusos y japoneses en 1904, guerra en la que fue
herido. A partir de entonces le fue más difícil pedir cervezas en los bares
—sin dos dedos se quedó el colega—.
Hacia 1919, le mandaron a Estados Unidos como asistente del
agregado militar de la embajada japonesa en Washington, donde además de dejar
huella como diplomático no perdió ripio de cómo se las gastaban los americanos
en eso de construir y construir. Y tuvo claro que, en caso de liarse a
mamporros, habría que sorprenderles y anticiparse a ellos.
A su vuelta a Japón se encontró con que los ánimos ya
andaban calientes con eso de salir de la isla y darse un garbeo por los
alrededores. Lo que antes se llamaba conquistar, vamos. Por aquella época,
antes del comienzo de cómo matarnos los unos a los otros, edición dos, volumen
Premium —Segunda Guerra Mundial—, Yamamoto ya era máximo responsable de la
flota combinada japonesa. Y ojo al dato, que decía aquel: contrario a liarse a
mamporros con los americanos; que llevarían todas las de perder, confesaba a
quien quisiera escucharle.
¿Le escucharon? No, padre, así que no tuvo más remedio que
tirar por la calle de en medio —aquello de la sorpresa y la anticipación—,
montar lo de Pearl Harbour, y acabar el asunto como acabó. Por suerte para él,
no vivió para ver lo de Hiroshima ni Nagasaki porque dos años antes, en 1943,
los americanos derribaron el avión en el que viajaba, que cayó al mar matarile
rile cerca de la Isla de Bougainville —en castellano, la buganvilla—.
Y fin de la historia.
Víctor Fernández
Correas
No hay comentarios:
Publicar un comentario