lunes, 24 de junio de 2019

«Dance me to the end of love»



Sonaron los primeros compases de Dance me to the end of love, del Maestro Cohen. Él le tendió la mano y la invitó a bailar. Ella dudó. Lo hizo con una sonrisa en los labios. Dudó un par de segundos más hasta que se decidió a aceptar la invitación. Mientras el pequeño altavoz portátil conectado al teléfono móvil amplificaba la voz del cantante canadiense, los dos se dejaron llevar por el momento. Se movieron por la habitación, por la que entraba el sol de la mañana, como si de la mejor pista de baile se tratara. «Oh, let me see your beauty when the witnesses are gone / Let me feel you moving like they do in Babylon», cantaba Leonard Cohen. Y ellos, agarrados, diciéndose tantas cosas con la mirada. El viento mecía las hojas de los cercanos árboles, que brillaban con la luz del sol. Finalmente, decidieron terminar la canción bailándola abrazados, haciendo caso a lo que les pedía el Maestro Cohen. «Báilame hasta el final del amor». Pronto cesó la música y se miraron extrañados; repararon que estaban abrazados, que habían bailado así. Se miraron de nuevo. Un destello de extrañeza asomó por los ojos de ella; el mismo destello que arrasó los ojos de él. Se separaron. Con brusquedad. Y la siguiente vez que se miraron, lo hicieron con la desconfianza de quien atisba al lobo husmeando las cercanías del corral de gallinas. Quisieron decirse algo, una disculpa. Incluso él abrió la boca. Unos segundos de silencio antes de que el teléfono móvil reprodujera una nueva canción que ya no les importaba.

Una enfermera abrió la puerta de la habitación y vio a la pareja separada por un par de pasos de distancia, mirándose en silencio; como dos extraños que se preguntan qué hacen ellos en un lugar como ese. Se acercó a la mesita donde él había dejado el teléfono móvil y el altavoz y lo manipuló para detener la música.

—Acuéstese, Helena. Le vendrá bien dormir un rato más. Y usted, Servando —se dirigió ahora a él—, venga, le acompañaré hasta su habitación.

Ella se dejó hacer. Se metió en la cama ayudada por la enfermera. Por un instante, sonrió al ver al hombre. La enfermera, también. Luego sacó al hombre de la habitación. Después de dar cuatro o cinco pasos, le vio sonreír. Y de su boca salieron las primera estrofas de Dance me to the end of love, de Leonard Cohen.

—Deje descansar a su mujer y haga usted lo mismo ahora. Les vendrá bien a los dos.


El hombre asintió. Y siguió tarareando la canción, cuya letra todavía navegaba por una cabeza dominada por un agujero negro que todo lo destruía, que todo lo absorbía.
Víctor Fernández Correas










martes, 18 de junio de 2019

Te dibujaré una armadura. Reseña

Hoy llega a estas páginas una reseña firmada por María Jesús Mena, de la que nos hacemos eco por tratarse de un libro especial y que merece ser difundido.


Reseña


Te Dibujaré una Armadura
Autora: Viviana Fernández-Pico
Editorial: La esfera de los libros
Primera Edición: febrero de 2019

Detrás de la mirada de Otto

Viviana Fernández-Vico (Lugo, 1980) es licenciada en Periodismo (Universidad CEU), en Traducción e Interpretación (Universidad Pontificia de Comillas – ICADE), mención de honor en Marketing Digital (IE Business School) y traductor jurado (Inglés-español) y escritora.

Desempeñó diversos trabajos en comunicación y marketing en Haití, Luxemburgo y Madrid hasta la fundación de su empresa, Lolita Blu, en 2012. Recibió el premio mujer empresaria del año 2017 en la categoría PYME por ASEME (Asociación Española de Mujeres Empresarias de Madrid).
Es autora de las novelas Taradas (2010) y La voluptuosidad de la tristeza. A este brillante periplo profesional, habría que añadir que es también madre y nos lo muestra con toda su verdad y crudeza en este libro.

En Te Dibujaré una Armadura nos cuenta la historia de su hijo Otto, «Ottiño» o «Corazón de Cachelo», como ella lo llama. Un relato autobiográfico en el que resume en unas pocas páginas los primeros nueve años de la vida de Otto, rescatando los momentos más significativos.

Presenta dos partes diferenciadas. Por un lado, la mayoría de los capítulos abordan con un estilo narrativo ágil y accesible, la trayectoria de su hijo, así como la suya propia y la de su familia. Nos lo presenta, incluso desde antes de su nacimiento, pasando después por su llegada, las primeras incertidumbres, las modificaciones en la dinámica familiar que en ocasiones significan renuncias, los indicios de dificultades en su desarrollo, las pruebas médicas, la búsqueda de la verdad y la curación, la del primer diagnóstico y los que vienen después, la escolarización y otras cuestiones necesarias para que Otto pueda desarrollarse como cualquier otro niño y, sobre todo, nos muestra el deseo unos padres de que su hijo no sufra, la esperanza de protegerlo contra el exterior. También la forma en la que éste se enfrenta al mundo, como lo percibe. En estos espacios la autora nos regala algunas hermosas reflexiones, como: «Ser padre es, sobre todo, ser vulnerable, estar a merced del azar, desnortado en la intemperie, vivir de treguas»; «Hay días que se quedan anclados en nosotros, que no pasan nunca, atascados, encallados en nuestro ADN…, y ni siquiera nos damos cuenta.»

Por otro lado, aparecen otros capítulos diseminados a lo largo del libro, escritos con una prosa de un corte más poético, que nos acercan a la forma en la que la autora siente lo que va viviendo. Es en estos capítulos donde escribe frases tan emotivas como: «En la calle hace sol pero yo llevo el invierno dentro…»; «Conquisto las tierras inexploradas que me habitan mientras beso tu nombre, tu voz, las palabras que se te escapan y son como suspiros. Mi niño.». «Abrumada de amor y de ternura me han salido garras».

Y en realidad, ¿cuál es la singularidad de Otto? ¿Por qué un libro sobre él en concreto? Sé que no lo he dicho aún. Quería dejarlo para el final, porque es en realidad lo importante. Otto, el protagonista de esta historia, es un niño neuroatípico; un niño con un Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD) o un Trastorno del Espectro Autista. Viviana nos relata esto desde cada una de las páginas de su libro con una voz modulada y suave, sin estridencias, para que todos podamos oírlo bien, pero además, en un susurro perfectamente audible para aquellos que quieren escucharlo que su hijo es un chico feliz, que adora a su hermano pequeño, jugar como al resto de niños y los cuentos. 

Un libro muy recomendable para aquellos que trabajan en ámbitos relacionados con la diversidad funcional, pero también para esos padres que se encuentran en una situación similar y, por supuesto, para los que quieren acercarse a Otto y a otros niños que como él, viven hoy por hoy por circunstancias parejas. 

Es al fin y al cabo, además de una historia, una invitación valiente, por lo que de personal tiene, a mirar esta realidad aún desconocida para muchos de una forma más amable. Quizá así, un poco entre todos, podamos conseguir que nadie tenga que construir una armadura para Otto, o para otros niños neuroatípicos, o que esta sea más liviana o, incluso, que puedan algún día, al fin poder quitársela.


Junio 2019
María Jesús Mena










lunes, 17 de junio de 2019

Paisaje mortal

Pilar Muñoz Álamo ha sido tan amable de prestarnos este magnífico relato.
Os invito desde aquí a visitar su blog, donde encontraréis muchos más relatos.




Paisaje mortal

—Le dije que no se marchara solo, que esperara hasta que volvieras. Pero no hizo ningún caso, ni siquiera me escuchó —declaré, con una amargura rabiosa—. Cuando empezó a trabajar contigo dejé de existir, solo tenía ojos para ti, como si fueras su Dios. ¡A ver qué se le había perdido un domingo allí arriba!
Miguel suspiró con resignación y me miró con desdén, decía estar harto de mis eternas monsergas. Observé su barba sin rasurar y las bolsas violáceas bajo sus ojos. Delataban un cansancio que se empeñaba en disimular bajo ese porte impoluto, sobrio y digno con el que se hacía respetar. Abatida, devolví la vista hacia el horizonte. Su silueta ondulada, salpicada de olivos, acrecentaba la irritación de los míos, de mis ojos, húmedos y enrojecidos por la impotencia ante un hecho para el que ya no había vuelta atrás.
—Tenía treinta y dos años y un celo para el trabajo que ya hubiera querido yo que tuviesen otros —lo escuché decir, arrastrando las palabras con dureza. No pude evitar girarme ante la insinuación—. Cumplía con su obligación. Cuidaba de los olivos que nos han dado el prestigio que ahora tenemos, ¡¿querías que los abandonara?!
Había elevado el tono de voz, áspero y acusatorio.
 —En esta casa, los domingos se descansa —murmuré, a la defensiva.
 —¡Descansarás tú, como todos los demás días desde que te saqué de la finca! —Di un respingo y el mentón me empezó a temblar—. Hay una plaga de prays, polillas, para que lo entiendas, en nuestros mejores olivos y si no la combatimos a tiempo echará a perder la cosecha.
—¿Y tenía que coger el tractor? —me atreví a replicar, nerviosa—. Él no solía subirse al tractor, él no...
—¡Él no, ¿qué?! —vociferó Miguel, fuera de sí—. ¡Qué sabrás tú de lo que mi hijo solía hacer, qué sabrás tú de nuestro trabajo en el campo, en la cooperativa, en la almazara! Llevas veinticinco años sin pisar las tierras, sin recoger una mísera aceituna, sin preocuparte de nada. ¡¿Vas a poner ahora en duda cómo debía hacer su trabajo?!
Ante sus reproches, me revolví, llorando.
 —Eres un ingrato, que nuestro hijo haya muerto...
 —Mi hijo, dirás.
 Apreté los labios para contenerme, antes de continuar.
 —Que tu hijo haya muerto bajo las ruedas de un tractor no te da ningún derecho a hablarme así —le contesté, acongojada—, por muy afectado que estés. Te he dado la mitad de mi vida sin pedirte nada a cambio, ¿o es que ya lo has olvidado? Fuiste tú el que quiso buscarme cuando te quedaste viudo, el que venía al campo para recogerme en coche al acabar las peonadas y me llevaba hasta la oficina para pagarme el jornal, haciendo paradas en la mitad del camino para... tú ya sabes qué. Yo acepté lo que me dabas, nunca exigí nada más. Me convertí en la madre que tu hijo de cinco años necesitaba y le di todo el cariño que pude. ¡Hice todo lo que pude, por él y por ti! —Me fui acercando a él a medida que hablaba, hasta formar un círculo de reproches a su alrededor. Estaba dolida, crispada—. He atendido tu casa, le he dado de comer a tus hombres, he organizado fiestas para que tú te lucieras delante de todos y le dieras prestigio a la empresa, y he cuidado de nuestros hijos de noche y de día, del tuyo y del nuestro. Sí, del nuestro, ese que... —Me frené en seco, no me atreví a poner en palabras más basura de la que ya había—. ¡Eres un desagradecido, eres un...!
—¡Cállate! —Miguel se levantó tan airado que me asusté—. ¡Me debes un respeto, Consuelo, no lo olvides!
—¿Acaso yo no lo merezco? —me atreví a preguntar, con la voz apenas perceptible.
—¡Sal de aquí! ¡Vete! —Levantó el dedo índice y me señaló a la puerta, con la tez rígida y la mirada gélida—. Y adecéntate un poco, la Guardia Civil está haciendo preguntas y no me extrañaría que también te las hicieran a ti.
Enmudecí. Di un paso atrás para caminar luego con torpeza hasta la puerta. Al abrirla vi a mi hijo, con gesto tenso y circunspecto, parpadeando nervioso por haber escuchado una discusión en la que había quedado mucho por decir.

II.

—Mamá, ¿qué ha pasado ahí dentro?
—Nada, hijo, no te preocupes. —Me limpié los ojos—. Lo de Julián está muy reciente y nos tiene a todos destrozados. Pero tú no te apures —aparté un mechón de pelo que caía sobre su frente—, lo superaremos y todo volverá a la normalidad, ya lo verás.
Bajé la cabeza para ocultar la desazón y enfilé hasta la cocina. Pablo dejó caer la mochila en el pasillo y me siguió. Nueve años lo separaban de su hermano mayor, una diferencia de edad que hacía insoslayable el trato diferencial que siempre habíamos practicado con él de forma injusta, como si aquella fuera razón suficiente para vetarle de por vida la madurez. No se resignó esta vez. Demasiadas cosas habían cambiado en la casa en apenas dos semanas como para mantenerlo al margen.
Nada más entrar, me afané en trajinar con los cacharros sin acierto; tenía que mantenerme ocupada o me volvería loca. Pablo se quedó de pie junto a la puerta. Noté cómo clavaba la vista en mi rostro.
—No me gusta cómo te habla, mamá, ni cómo te trata. 
—No se lo tengas en cuenta, hijo, esto está siendo muy duro para él. Está reviviendo ahora lo que sintió cuando murió Lola, su mujer. Todo se le ha venido encima, la historia se repite y una cosa así, tan horrible, destroza a cualquiera. Pero dale tiempo, ya verás como todo irá bien.
—Mamá...
Su voz grave, solemne, me estremeció. Dejé las tazas y lo miré.
—Dime, hijo.
—¿Por qué nunca os habéis casado?
Tragué saliva y me concedí tiempo para recobrar el hilo de voz que se me había perdido.
 —Nunca me lo pidió. Yo se lo insinué varias veces, pero él no quería volver a comprometerse, decía que le traía mala suerte atarse con papeles, que prefería seguir así, conviviendo, dedicándonos la vida, sin más. Afirmaba muy seguro que así estábamos muy bien.
—¿Y tú lo pensabas igual?
Noté un tremendo peso sobre los hombros, vencidos por los sentimientos.
—A mí me hubiera gustado casarme, para qué te voy a mentir. Pero he tenido todo lo que he necesitado y tú también. No le puedo pedir más.
—¿Yo también? —Su pregunta me sorprendió. Fruncí el ceño, con un interrogante impreso en él—. Yo no he tenido su cariño, mamá. —El rostro de Pablo se ensombreció—. He tenido su dinero, pero su cariño no. Julián lo acaparaba todo, se lo llevaba todo con él.
Aquella afirmación, nacida de sus propios labios, me produjo un dolor lacerante en mitad del pecho.
—Él..., él te quiere, hijo... A su manera, pero te quiere.
Me faltaba el aire. Pablo se apresuró a sentarme y me abrazó con fuerza.
—Tranquila, mamá, tranquila. No debí decirte eso, lo siento. Yo también estoy fatal, no sé cómo voy a encajar esto, cómo podré vivir sin la ayuda de Julián. Era mi hermano, pero también era un poco mi padre, era...
Arrancó a llorar. Y yo me aferré a él, con la mirada ausente. Nos concedimos tiempo para calmarnos, para que retornara el sosiego por donde se había marchado, hasta que un último suspiro nos permitió separarnos. Pablo se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y luego la posó sobre mi rostro, mirándome a los ojos.
—¿Vas a seguir adelante con la fiesta de jubilación de papá? —me preguntó en un susurro.
—Sí. Será más discreta y solemne, pero no quiero dejarla pasar. Se merece un reconocimiento a tantos años de trabajo, y más ahora que le han concedido la aceituna de oro al mejor aceite de la comarca. Se va a jubilar con honores —dije, esbozando una sonrisa tibia.
—Habrá que hacerle algún regalo, ¿no?
—He encargado un cuadro con su olivar pintado al óleo. Quiero que lo tenga a la vista siempre, sobre todo cuando ya no pueda pisar el campo. Será una gran sorpresa, no lo espera, así es que tenemos que mantener bien guardado el secreto hasta la fiesta de jubilación.
—Por cierto, mamá. La Guardia Civil está investigando la muerte de Julián. Sé que ha sido un accidente y que es todo un puro trámite, pero me dan un miedo horrible.
—No te preocupes, hijo. Les diremos que estábamos los dos juntos aquí, en casa, mientras él visitaba la finca. ¿Te parece bien?

III.

Amaneció un día espléndido, con el sol desplegando su brillo sobre los campos, repletos de olivos perfectamente alineados. La terraza del cortijo engalanada, aunque con mesura, porque los seis meses transcurridos desde la muerte de Julián aún no daban margen a una celebración con vítores y ensalzamientos, como a mí me hubiera gustado. Entre los invitados: amigos, familiares, autoridades, empresarios del gremio y los encargados de la cooperativa que presidía Miguel.
Tras los brindis posteriores a los discursos de homenaje, llegó el momento más esperado, el más personal, a mi juicio el más notorio y sentimental, la entrega del cuadro que un transportista había traído el día de antes, aprovechando una ausencia de Miguel, y que no habíamos querido desembalar para evitar que pudiera descubrirlo antes de tiempo. Pedí un poco de silencio e hice el gesto convenido con la mano. Dos trabajadores se acercaron presurosos, colocando la pintura en un atril. Seguía oculta, envuelta con un papel de embalaje que Miguel debía rasgar. Mis nervios se acentuaron, no solo por observar la reacción emocionada de mi hombre ante sus benditas tierras, inmortalizadas en un lienzo de por vida, sino también ante la expectativa de que un detalle como ese produjera entre nosotros un acercamiento tan deseado como vital. La muerte de Julián en aquel terrible accidente había terminado por aislar a Miguel, cuya conciencia desquiciada no le perdonaba haberlo dejado solo entre los olivos, sin la ayuda necesaria con la que salvar su vida.
El público se puso en pie, expectante, y Miguel cruzó su mirada con la mía. Yo lo alenté a levantarse y a deleitarse en la obra. Puse un suave beso en sus labios, susurré un «felicidades» y le tendí unas tijeras que él aceptó con incertidumbre y sorpresa. Se acercó al cuadro con lentitud y, con mucho tacto, cortó el papel por un extremo para luego adentrar la mano y tirar de él. El óleo quedó al descubierto. Un trozo de tierra de la finca San Miguel, la más productiva, la que concentraba sus olivos más preciados se alzó ante sus ojos a pinceladas certeras. Los invitados mostraron su regocijo. Yo me creí morir. Entre los árboles, un tractor, y tras él, un hombre con el brazo alzado, cogiendo aceitunas, en apariencia. El sombrero lo delataba. Era Julián. Miguel dio un paso al frente y, con la tez lívida y sudorosa, siguió avanzando ante el súbito estupor de los asistentes. Y ante el mío propio. El autor de aquella obra, ajeno a la importancia de su notable hallazgo, había reproducido una figura más, agazapada junto a una de las puertas del tractor. Su rostro era irreconocible, apenas una difusa insinuación de sus rasgos. Pero el pañuelo que cubría su cabeza...
Miguel se giró con una parsimonia aterradora. La mirada encendida en odio. El gesto de incredulidad. Y en su punto de mira, yo.
—¿Tú estabas con él?

IV.

—¿Fuiste tú, mamá? ¿Lo hiciste tú? ¡Dime! ¡¿Lo hiciste tú?!
La voz de Pablo retumbó en el calabozo. Lloraba desconsolado, con ambas manos prendidas en la cabeza, incapaz de concebir que su propia madre hubiera cometido semejante atrocidad, soltar el freno de mano para que el tractor se precipitara pendiente abajo hasta arrollar a su hermano. Yo permanecía hecha un ovillo en un rincón de la estancia, con el pelo revuelto y la tez demacrada. Deseando la muerte antes que afrontar el rostro acusatorio de mi hijo.
Levanté la vista, perdida hasta entonces entre la inmundicia del suelo.
—Tu padre es un hijo de la gran puta. Siempre lo ha sido —confesé, con voz mortecina—. Escuché una conversación. ¿Sabes lo que le dijo a su abogado la mañana en que murió Julián? —Pablo no contestó—. Que su auténtico amor, su único y verdadero amor había sido Lola. Que yo le había servido para calentarle la cama, cuidar a su hijo y hacer de su hogar un lugar confortable para cuando él llegara harto de trabajar. Pero nada más. Yo no significaba para él nada más. Veinticinco años de mi vida junto a él, creyendo que me quería, y solo me veía como a una furcia barata con dotes de madre y ama de casa. Nunca estaría a la altura de Lola, eso le dijo. Por eso no quería casarse conmigo, porque así podría abandonarme cuando quisiera, sin mayor complicación.
—¿Y qué culpa tenía Julián de todo eso? Él era inocente y la pagaste con él —replicó Pablo, confuso, turbado, conmocionado—. No entiendo nada, mamá. Todo esto es una locura.
Me dio la espalda, sobrecogido. No acertaba a encajar los afectos ni los hechos derivados de ellos.
—Le pidió a su abogado que cambiara el testamento. Tú llevabas razón, hijo. Tu padre nunca te quiso, solo a Julián. Él era el trabajador, el hombre hábil para los negocios, el que conocía a fondo el mundo del olivar y, por tanto, el único capaz de continuar con la empresa asegurando el prestigio de su buen nombre. A tu padre le dio igual que estudiaras. Te hiciste ingeniero agrónomo por él y no le importó en absoluto, decía que tardarías demasiado tiempo en hacerte con la práctica de todo. Las tierras, su parte en la cooperativa, la almazara..., todo se lo dejaba a Julián. A ti te conformaría con un poco de dinero para callarte la boca, pero nada más. Y yo no podía consentir eso, eres mi hijo.
—Sigues sin contestarme, mamá. ¿Qué tenía que ver Julián con todo eso?
—Piensa un poco. Si tu hermano no estaba, todo sería para ti.
Pablo sacudió la cabeza y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Sentía, supongo, un dolor insoportable. Hacía unos meses que había perdido a su hermano y ahora me perdía a mí. Así lo percibí en sus ojos, en la distancia fría que interpuso con los míos.
—No sé cómo pudiste hacerlo —me dijo, con la angustia rajándole la garganta.
—Tampoco yo —le contesté, consternada, deshecha—. Dijo que se iba al campo poco rato después de que se marcharan los dos, el abogado y tu padre. A mí se me nubló la mente, perdí la cabeza. No podía hacer nada con ellos, pero con él sí. Y no lo pensé dos veces. Salí detrás de tu hermano sin saber ni lo que hacía. Ciega. Lo habría matado con una piedra, si hubiera sido preciso. —Me costaba hablar—. Dejó el tractor arrancado mientras revisaba un olivo y luego se quedó en la mitad del camino, detrás de él, mirando unas aceitunas que había recogido del suelo. Ni siquiera me oyó. Solté el freno y vi como el tractor le pasaba por encima, entonces me di cuenta de lo que había hecho. Julián no respiraba, estaba muerto. Y yo salí corriendo de allí como una loca.
Me doblé sobre mí misma al recordarlo de nuevo, a punto de vomitar. Pablo negaba, sin dar crédito a lo que escuchaba.
—Una madre es capaz de cualquier cosa por sus hijos —murmuré, balanceándome como una demente—. Era Julián o tú. Tu padre ya había hecho su elección. Y yo quise hacer la mía.

V.

—Tienes visita —me anunció la funcionaria de la prisión.
Pierre Ferrec apareció ante mí con su aspecto bohemio e inconfundible. Se quitó la boina y la apartó a un lado antes de sentarse. Era la última persona a la que esperaba ver.
—Hola, Consuelo.
—Dichosos los ojos. Creí que no volvería a saber de ti. Ninguna llamada, ningún mensaje... Ningún lugar donde localizarte. ¿Tan harto acabaste de mí?
—París es mucho París, querida. Llegué a él solo para exponer y fui incapaz de regresar. Y mira con lo que me he encontrado al volver.
—Quedamos en que elegiríamos juntos el paisaje para el cuadro de Miguel y ni siquiera te presentaste.
 —Eso no es cierto. Llegué a tu casa el día que me dijiste y la encontré cerrada, nadie me abrió. Partía en un avión hacia París al día siguiente, si en esa misma mañana no elegía un trozo de tierra, tú no tendrías el cuadro en la fecha acordada.
—Aún no sé cómo lo hiciste. ¿Lo grabaste en tu retina, o cómo demonios lo hiciste?
—La edad te empieza a pasar factura, Consuelo, la memoria te falla. Soy fotógrafo, no solo pintor. Una buena cámara, un gran angular y unas cuantas tomas de aquel lugar me bastaban para cumplir con tu encargo. Jamás pude sospechar que aquel hombre fuera él, ni que esa mujer fueras tú. Las facciones no eran nítidas; lo que llevabais puesto, sí. Me pareció que la estampa quedaría más bonita con algo de humanidad en ella, por eso os pinté.
—Pues tu maldita ocurrencia me ha sentenciado. Nos has arruinado la vida, Pierre.
—No la cargues contra mi conciencia, querida. La asesina eres tú.
—¿No piensas preguntarme por qué lo hice?
—¿Debería saberlo?
—Yo creo que sí.
—Entonces, dímelo de una vez.
—Por nuestro hijo —le confesé, mirándolo fijamente a los ojos—. Lo hice para garantizar el futuro de nuestro hijo, porque si de ti dependiera, Pablo no tendría donde caerse muerto.

© Pilar Muñoz Álamo - 2019


miércoles, 12 de junio de 2019

Programación Teatro La Antigua Mina

Tal y como os prometíamos en el número 19 de la Revista Pasar Página, aquí tenéis el programa para el XI Festival de Teatro y Música La Antigua Mina.

Os lo volveremos a recordar en el número 20 de la revista.







Antes de los años terribles de Víctor del Árbol



Sinopsis:

«Antes de los años terribles yo era un niño feliz en ese lugar. La felicidad parecía el estado natural de la vida, algo tan obvio como que cada mañana salía el sol. Los primeros rayos de luz se colaban entre las ramas de palma del techo aquella mañana en la que todo empezó a cambiar.»
La vida de Isaías volvió a empezar el día que llegó a Barcelona siendo un muchacho y dejó atrás su mundo. Después de mucho tiempo ha construido una nueva vida junto a su pareja, mientras intenta abrirse camino con un negocio de restauración de bicicletas. Todo cambia el día que recibe la visita de Emmanuel, un antiguo conocido que lo convence para que regrese a Uganda y participe en un encuentro sobre la reconciliación histórica de su país.
Aceptar esa propuesta hará resurgir un pasado que Isaías creía haber dejado atrás. Se verá forzado a enfrentarse al niño que fue, mirarlo a los ojos sin concesiones y perdonarse a sí mismo, si quiere seguir adelante con su vida y no perder a su mujer, que pronto, y de la peor manera, descubrirá una terrible verdad: no siempre lo conocemos todo de aquellos a quienes amamos.
Cuando se ha llegado demasiado lejos, huir no es una opción.

El autor:

Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) fue mosso d’esquadra desde 1992 hasta 2012 y cursó estudios de Historia. Es autor de las novelas El peso de los muertos (Premio Tiflos de Novela 2006), El abismo de los sueños (finalista del XIII Premio Fernando Lara 2008) y La tristeza del samurái (Prix du Polar Européen 2012), traducida a una decena de idiomas y bestseller en Francia. Sus últimas obras son Respirar por la herida (finalista en el Festival de Beaune 2014 a la mejor novela extranjera), Un millón de gotas (ganadora en 2015 del Grand Prix de Littérature Policière), La víspera de casi todo (Premio Nadal de Novela 2016) y Por encima de la lluvia (2017). En 2018 fue nombrado caballero de las artes y las letras de la República Francesa.


Mi opinión:

Nos encontramos ante una narración en primera persona, dividida en dos tramas, una en presente y otra en pasado. Nos cuenta la historia de Isaías Yoweri, un niño al que le roban su infancia al secuestrarle, junto con su hermano, para convertirse en un «niño soldado» del grupo guerrillero paramilitar de Uganda, liderado por Joseph Kony.
Isaías, que vive en Barcelona, vuelve a Uganda para enterrar definitivamente su pasado, un pasado que no ha sido capaz de contar ni siquiera a su compañera, que está esperando un hijo suyo.
El autor ha sabido intercalar magistralmente el peso de las historias para que el lector sea capaz de soportar y asimilar lo que está leyendo y que, según ha confirmado Del Árbol, es real en un noventa por ciento.
El autor ha querido plantear «la dicotomía ética sobre cómo las víctimas se acaban convirtiendo en verdugos».
No se ha recreado en lo violento, pero tampoco evita narrar la brutalidad de las experiencias vividas por sus protagonistas, haciéndolo en la justa medida para asumir su lectura.
La descripción de cada uno de los personajes que detalla, con unos perfiles psicológicos muy complejos, hace que lleguemos a conocerlos muy bien y a odiarlos intensamente, porque no consiguen generar ninguna empatía, no merecen el perdón.
También hace una dura crítica al mundo occidental que vive indiferente a África y sus problemas.
En este drama hay espacio para dos grandes historias de amor, una en el pasado y otra en el presente, pero también exalta el amor entre hermanos, el valor de la verdadera amistad, la venganza o el agradecimiento, presentándolo todo de una forma muy cercana.
La opinión que os creéis sobre Isaías, es muy personal. Yo os pregunto ¿qué haríais si formaseis parte de un jurado del Tribunal de La Haya en el que se juzgasen sus actos?

«Sólo se sobrevive al horror siendo el horror, despojándote de la moral y entregándote al instinto brutal para ser libre»

Es, en resumen, una novela para sufrir, disfrutando de muy buena literatura y de una gran historia.
Almudena Gutiérrez


martes, 11 de junio de 2019

Presentación «La huella del mal


La Fábrica ha sido el lugar elegido por Manuel Ríos San Martín para presentar su segunda novela La huella del mal, editada por Planeta.

La presentación ha corrido a cargo de la periodista y escritora Sonsoles Ónega, que le ha entrevistado combinando preguntas periodísticas y confidencias de amiga.
La actriz Begoña Maestre ha leído varios fragmentos del libro.
El autor nos ha contado cómo la visita con sus hijos al yacimiento de Atapuerca fue lo que le dio la idea inicial que, sin embargo, reposó tres años. Primero se reunió con unos amigos para darle forma de guión, que no cuajó, y después se decidió a escribir una novela, después de que a la editorial Planeta se interesase la idea.
Dos años de investigación, de conversaciones con el codirector de Atapuerca, Jose María Bermúdez de Castro, que le ayudó a pensar en la vida de los que allí habitaban, no tanto la parte técnica, que se puede encontrar en cualquier enciclopedia, sino la parte filosófica ¿eran felices? ¿Por qué ejercían canibalismo con las tribus enemigas? ¿Por qué curaban a sus enfermos?

Según nos cuenta su «entrevistadora», en este libro ha conseguido que el lector aprenda muchísimas cosas sobre nuestros antepasados sin dar en absoluto la sensación de saber mucho del tema, es algo que utiliza dentro de la propia ficción. Porque  en esta novela de género negro Manuel Ríos se ha permitido reflexionar sobre el bien y el mal,  algo que está en el ADN del ser humano.

El autor nos aclara que el tema queda totalmente cerrado, con un final que no da lugar a segundas partes, aunque sus personajes principales puedan protagonizar otros casos, otras historias.
Tampoco ha pensado en ella como serie de televisión, aunque como guionista que es, no lo descarta en absoluto.

Ha sido una presentación muy agradable, muy amena, que desde luego invita a leer este libro. Ya os contaré.


Sinopsis:
Durante una visita escolar a la excavación arqueológica de Atapuerca, un chico de catorce años descubre que una de las reproducciones humanas que imitan los enterramientos de los homínidos de hace miles de años es, en realidad, el cuerpo de una chica muerta. La joven parece haber sido colocada con una simbología ritual, y todas las pistas apuntan a un macabro homicidio similar al ocurrido seis años atrás en otro yacimiento en Asturias.
En el pueblo se desata la inquietud. Demasiados detalles recuerdan el caso anterior, por lo que el juez piensa en reunir de nuevo a los policías que se hicieron cargo entonces: Silvia Guzmán, inspectora de la UDEV, y Daniel Velarde, un expolicía dedicado ahora a la seguridad privada. Sin embargo, nadie sabe que en el pasado ambos vivieron una relación sentimental que acabó de manera abrupta y que tuvo mucho que ver en la truncada resolución del caso. Ahora, Silvia y Daniel tendrán que aprender a colaborar y aclarar sus sentimientos para descubrir al asesino del yacimiento y cerrar aquella herida abierta en su pasado.

Booktrailer de La huella del mal


Almudena Gutiérrez

 

lunes, 10 de junio de 2019

Una página del alma






UNA PÁGINA DEL ALMA

Que la luna te deje cada noche en mi oído.
Y me acune el silencio abrazada a la almohada.
Que tu voz sea un susurro,
y mi cuerpo la entrada; donde el beso acaricia,
donde nada se acaba.
En esa quietud tan lenta
me dejo tocar el alma,
porque ella sale a tu encuentro, y yo...
Yo ya no puedo pararla.
Me velas en cada sueño,
escuchas mi voz callada,
me dejas la piel escrita
con infinitas palabras.
No te olvides de leerme
en noches de luna clara,
y aunque la luna no brille
busca una estrella que lo haga.
Pero no dejes en blanco la página de mi alma.

Texto y fotografía: Ángeles ColmenarToribio



viernes, 7 de junio de 2019

Donde fuimos invencibles: Reseña



Sinopsis:

El verano está terminando y la teniente Valentina Redondo está contando los días para empezar sus vacaciones. Pero algo insólito sucede en el centro mismo del pueblo costero de Suances: el jardinero del antiguo Palacio del Amo ha aparecido muerto en el césped de esa enigmática propiedad.
El palacio es una de las casonas con más historia de los alrededores, y después de permanecer mucho tiempo deshabitada, el escritor americano Carlos Green, heredero de la propiedad, ha decidido instalarse temporalmente en el lugar donde vivió sus mejores veranos de juventud. Pero la paz que buscaba se verá truncada por el terrible suceso, y aunque todo apunta a una muerte por causas naturales, parece que alguien ha tocado el cadáver, y Carlos confiesa que en los últimos días ha percibido presencias inexplicables a la razón.
A pesar de que Valentina es absolutamente escéptica en torno a lo paranormal, tanto ella como su equipo, e incluso su pareja, Oliver, se verán envueltos en una sucesión de hechos insólitos que les llevarán a investigar lo sucedido de la forma más extravagante y anómala, descubriendo que algunos lugares guardan un sorprendente aliento atemporal y secreto y que todos los personajes tienen algo que contar y ocultar.

La autora:

María Oruña (Vigo, 1976), gallega de padre cántabro, desde pequeña visita con frecuencia Cantabria. Allí ha ambientado Un lugar a donde ir y Puerto escondido, un exitoso debut en el género negro que ha sido traducido al alemán, el francés y el catalán. En ambas novelas los protagonistas son los paisajes cántabros y el equipo de la teniente Valentina Redondo, que se ha ganado el cariño de miles de lectores. Oruña es abogada y actualmente compagina esta profesión con la escritura.



Mi opinión:

Empiezo por decir que no la considero una novela negra, casi ni siquiera policíaca. La investigación de las dos muertes es, en mi opinión, lo menos importante de la novela.

Me han parecido muy interesantes las clases que imparte el profesor Machín, explicando los sucesos paranormales y su duelo dialéctico con Christian Valle, cazafantasmas; la vida de los personajes protagonistas, todos tienen cosas que contar y cosas que ocultar; y la novela que se escribe dentro de la propia novela, El ladrón de olas y que es, en realidad, la historia de Carlos Green, propietario del Palacio del Amo. Tiene, por tanto, dos voces narrativas, un narrador omnisciente para la historia y la novela de Carlos Green, en primera persona.

Pasear por Suances, esa magnífica villa a orillas del Cantábrico, ha sido muy agradable. Normalmente los escritores nos tienen acostumbrados a las grandes ciudades y la vida de un pueblo que se ve alterado por dos muertes en extrañas circunstancias, resulta muy interesante. Además invita a recorrer el bosque de secuoyas, quien no lo haya visitado, no sabe lo que se está perdiendo.

Me ha chirriado un poco el cambio operado por Valentina, a la que el amor la está convirtiendo en una mujer diferente. La escena de amor, un poco empalagosa.
En contrapunto me he enamorado del personaje de la abuela, el club de lectura y el perdido libro de Copérnico.

Es, en conclusión, una novela muy bien escrita, con una trama original pero mucho menos compleja, en cuanto a investigación policial, que la de sus dos libros anteriores, que resulta muy amena. Una buena elección de lectura.
   
Almudena Gutiérrez



lunes, 3 de junio de 2019

El baile


Por los altavoces, situados en cada esquina de la terraza, Charles Trenet canta aquello del mar que vemos bailar a lo largo de los claros golfos —«a des reflets d’argent, la mer…»—. En la terraza, abierta a un acantilado contra el que el mar se estrella una y otra vez desgajándose en lágrimas de espuma, tres parejas bailan agarradas. Rodeando el perímetro de la zona de baile, una veintena de ancianos van a lo suyo. Algunos observan a los valientes que se han lanzado a bailar la canción que suena por los altavoces con la melancolía abrasando sus miradas; otros los despellejan a conciencia. Que si el vestido, que si los tacones, que vaya par de cacatúas. Cosas de la edad, y también de la envidia.

Lo piensa una de las mujeres que baila en la pista amarrada a los brazos de su marido. Un paso para delante, dos pasos para atrás. Complicaciones, las justas, que son más de ochenta los que curvan su osamenta y la de su pareja. Pero lo disfrutan. De cuando en cuando levantan la mirada para encontrarse, y cada uno ve en la del otro esos reflejos de plata a los que se refería Trenet; como si no se hubieran dicho lo suficiente que el viaje ha merecido la pena. El suyo por la vida. Que es lo que les recuerda el cantante francés antes de concluir la canción.

«Una canción de amor y el mar, que me ha agitado el corazón de por vida». Con eso se despide Trenet de la concurrencia dejando que su voz se extinga en el silencio del atardecer, con el rumor de fondo de ese mismo mar cuyo eterno suicidar contra las rocas se escucha en la lejanía. Fin de la canción, y un par de segundos de silencio roto por las voces del resto de ancianos que comparten viaje desde hace cuatro días. Que si ya está bien de bailes sosos, que si un pasodoble por aquí, que si una de King África para animar el cotarro. Imserso puro y duro. Aquella pareja vuelve a mirarse. Sonríen. Después se besan. Un viaje que ya dura sesenta años y del que desconocen cuántos kilómetros quedan por recorrer. Pero lo que están seguros tras besarse de nuevo es de que ha merecido la pena. Sólo por ver esos reflejos de plata en la mirada de cada uno.

                                                                                         Víctor Fernández Correas