Hoy traemos al blog este relato publicado en el número 2 de la revista de nuestro compañero en la redacción Víctor Fernández Correas.
Si queréis conocer un poco más sobre este magnífico escritor, podéis visitar su página http://victorfernandezcorreas.com/ en la que encontraréis toda la información sobre él y sobre su obra.
RELATO
Esperaba a la puerta del local de moda de la ciudad como quien aguarda una mercancía que transportar. De cuando en cuando echaba una ojeada en derredor, expulsaba por la comisura de los labios el humo de una rápida calada al cigarrillo que fumaba y negaba su suerte con la cabeza. La suerte, la asquerosa vida. Porque allí estaba él, a sus treinta años, soltero y arruinado, sin más fortuna que un taxi que le sacara del pozo y le devolviera la dignidad perdida; aguardando una carrera larga, jugosa, para llegar a casa, tumbarse en la cama y soñar con los ojos abiertos hasta que el sueño le venciera. ¿Soñar con qué? Con otra vida, o al menos que la suerte le tratara mejor. En esas estaba él, viendo a la gente salir de aquel local de moda cuyas entradas se cotizaban a cojón de pato ―el izquierdo, como poco― cuando vio llegar a una chica morena, alta, cubriéndose con una cazadora de cuero. Aún le dio tiempo de observar su escote, que dibujaba unos preciosos pechos. Ella montó en el taxi sin mediar palabra. Él apagó el que pensó que sería el último cigarro de la noche y tomó asiento. Manipulando el espejo interior para observar mejor a su clienta –truco recién aprendido. Se lo enseñó el dueño del taxi. El sólo lo conducía, y por turnos-, se topó con unos ojos tan azules como el destino que, sorprendido, repitió tras escucharlo en voz de la chica.
―¿Que te lleve al mar? ¿A qué mar?
―Al que sea. Quiero ver el mar.
―Mira, niña, ¡no me toques los cojones!
¿Sabes qué hora es? ―repuso él, enfadado―. ¡Llevo conduciendo desde las seis de
la tarde y no estoy dispuesto a que me tomen el pelo! Así que ya me estás dando
tu dirección, ¡y a casita se ha dicho!
La chica se acercó a él después de abrir
su cartera y esparció en el asiento contiguo al del taxista una cantidad
indecente de billetes. Sus ojos azules brillaban de una manera especial, casi
innatural. Quizás por culpa de alguna droga, conjeturó él. Apenas unos
centímetros les separaban, los justos para escuchar sus respiraciones:
acelerada la de él; tranquila la de ella.
― ¿Suficiente? ―contraatacó la chica
regresando al respaldo del asiento―. ¡Pues llévame al mar!
El taxista metió la primera y aceleró. A
su lado habría al menos quinientos o seiscientos euros, como poco. Suficientes
para ir y volver de Valencia y dar por cumplida la extravagancia de aquella
insolente mocosa que tiraba el dinero de semejante manera. No le iba a negar el
capricho. No se ganaba esa cantidad de dinero todos los días, y un par de cafés
y un nuevo paquete de cigarrillos por el camino le arreglarían el cuerpo.
Hasta Arganda apenas intercambiaron un par de palabras; por Tarancón, un par de chistes deshicieron el hielo; cerca de Motilla, él le contó su vida, que se resumía en un divorcio tras pillar a su mujer con otro en la cama, un despido improcedente, una hija que mantener y catorce horas al día al volante de un taxi como tabla de supervivencia; a la altura del Embalse de Contreras, pararon en un área de servicio. Un par de cafés, dos bocadillos y un paquete de tabaco como bálsamo para lo que les quedaba de camino; pasado Buñol, ella se decidió a contarle la suya: huérfana de madre a los seis, un padre millonario absorbido por el trabajo y mucho dinero para maquillar una soledad harta de coleccionar desengaños amorosos. Y un proyecto. Y estaba decidida a cumplirlo. Por eso quería ir al mar. El taxista bajó la ventanilla al pedirlo ella: el mar estaba cada vez más cerca. Valencia quedó atrás cuando decidió enfilar la Autopista del Mediterráneo. Recordaba una cala pequeña, un rincón que el mar acariciaba con sus olas. Un lugar de momentos pasados y añorados. Tras aparcar el taxi donde pudo ambos se internaron por una escarpada senda que los condujo hasta su destino, donde los primeros rayos del amanecer saludaron a la pareja mientras el mar, suave, lamía la arena dejando un reguero blanco a su paso. Sentados en la arena se miraron en silencio. Lo hablaron cuando rebasaron una adormecida Valencia, y aunque él todavía dudaba, comenzó a desnudarse a la vez que ella. Se tocaron y acariciaron antes de besarse. Fue un beso suave, rápido, de eterno goce para él. No todos los días le besaba una mujer como esa. Luego se cogieron de las manos y entraron juntos en el agua. Las olas les recibieron con calma, y conforme avanzaban se volvían más frías y revoltosas. Ella volvió a mirarle. El taxista asintió con la cabeza y se detuvo. Y la vio avanzar con calma, silenciosa y feliz, abrazando un mar que la cubrió poco a poco para no volver a verla más.
El taxista regresó a la playa y echó un último vistazo al mar, bruñido por el sol del amanecer, impresionado por lo que acababa de vivir: la muerte de una joven que, harta de tanto desengaño, decidió quitarse la vida igual que su madre cuando conoció la última infidelidad de su marido. «El mar redime», le dijo ella antes de echarse al agua. El taxista encendió un nuevo cigarrillo. Fue entonces cuando decidió dar una nueva oportunidad a la vida antes de dejarse llevar por el mar.
Víctor Fernández Correas |
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