viernes, 29 de mayo de 2020

No hago planes a tan largo plazo


Hoy ha llegado a nuestra redacción una novedad para los amantes de la novela romántica. 



Un lugar perfecto para empezar una nueva vida. Un lugar perfecto para olvidar el pasado. Un lugar perfecto para creer en las segundas oportunidades

Marcos llega a Ansó para ocupar la plaza de profesor de secundaria. Es la oportunidad que necesita para olvidar que poco tiempo atrás la vida había dejado de importarle. 

Jimena vive en Ansó y es la dueña de una tahona de dulces y repostería. Cuando llegó, cuatro años atrás, lo hizo huyendo de su pasado.

¿Qué tendrá pensado el destino para dos personas que llegaron a esa localidad huyendo de su vida anterior?

La autora:

Cristina Durán nació en Cáceres aunque vive en Madrid.

Le gusta leer desde muy pequeña y ahora se ha animado a dar el salto y escribir su primera novela, que ha autopublicado.






lunes, 25 de mayo de 2020

Antes de dormir de Marina Lomar


Hoy recordamos un relato que Marina Lomar escribió para el número 20 de la Revista Pasar Página.


En el silencio del cuarto oscuro, los niños esperaban. 

Agitados por el tedio de un día rutinario, intentaban permanecer callados y con los párpados abiertos.

El aguijoneo del miedo siempre aparecía con las primeras sombras y, en la soledad de sus camitas que lucían barrotes finos de madera, temían la llegada de los monstruos que se arrastraban bajo sus ventanas y rascaban los cristales. 

El corazón en vilo, aguardaban. Algo se acercaba por el pasillo. Silencio atento. La puerta crujió, tembló y se abrió despacio. 

Permanecieron quietos, abrazados a sus peluches, mientras el clac clac resonaba en el cuarto y ensanchaba sus corazoncitos: portaba canciones, cuentos, un beso, anunciaba a María cuyo taconeo, clac clac, sonaba a ma má allí en el orfanato.







lunes, 18 de mayo de 2020

«El experimento» de Mayte Uceda


Hoy nos ha cedido un relato Mayte Uceda. Si queréis conocer mejor a esta escritora y su obra, solo tenéis que entrar en su página https://mayteuceda.blogspot.com/




Al principio fue solo un débil ruido procedente del tejado, un ligero arrastrar sobre las tejas de hormigón que podía significar cualquier cosa; un pájaro, un gato, la rama de un árbol…, incluso el sueño de la razón que, como en la obra de Goya, producía monstruos imaginarios.

Pero no era nada de eso. Era ella, la criatura de la que habían hablado los informativos esa misma mañana. Según dijeron, se trataba de un perro agresivo que se había escapado de la perrera municipal. ¿Un perro? Esa era una descripción demasiado amable para definir aquello.

Hacía tiempo que corrían rumores en la ciudad sobre un experimento que se llevaba a cabo en el refugio de animales para tratar la agresividad canina, aunque, en realidad, no había evidencia alguna de que eso fuera cierto. Y, si la había, se mantenía en estricto secreto.

   No, esa cosa no era un perro. Tal vez lo hubiera sido en algún momento de su vida, pero de él ya no quedaba nada; ni sus garras ni su hocico ni su extraordinaria envergadura se correspondían con la imagen de un perro, ni siquiera con la representación de un ejemplar de los más grandes.

¿Y qué demonios había en sus ojos? Eran dos hendiduras de sangre y muerte, tan brillantes que parecían capaces de incendiar el mundo.

Vi a la criatura, eso es cierto. Y ojalá no la hubiera visto nunca porque desde entonces me deshago en violentas sacudidas de terror.  Sé que viene a por mí. Y también sé que quiere matarme, como si su cerebro me hubiera marcado como a su presa favorita desde que nuestras miradas se cruzaron en el jardín.

Ocurrió hace unas horas. Ya había oscurecido del todo y yo acababa de aparcar el coche delante de mi casa. Me extrañó el desacostumbrado silencio que me acompañó mientras caminaba hacia la entrada; siempre solía detenerme unos segundos a escuchar los grillos y, sobre todo, la sinfonía de un mirlo cantarín al que no le abrumaba la noche. Pero en esa ocasión solo me llegó la ilusión acústica de mi propia sangre atropellada en las venas, sin duda arrumbada por un mal presentimiento.

Encajé la llave en la cerradura y abrí la puerta al tiempo que un ruido inesperado procedente del jardín me apremió a girarme. Entonces distinguí claramente un par de puntos rojos brillando en el arbusto de la entrada, como si me hubiera dejado olvidadas en el jardín dos pequeñas luces de navidad.
Di un paso hacia el arbusto y me ajusté las gafas en la nariz para observar mejor lo que brillaba entre las hojas. No fue hasta que la criatura salió de su escondite que pude apreciar su espantosa apariencia.
Me quedé paralizado, observando ese par de ojos de pupilas fragmentadas, rojos y rasgados como ranuras de rubí.
La criatura avanzó hacia mí agazapada como un lince, muy despacio, midiendo cada paso con sus garras desproporcionadas, afiladas, dantescas, apoyada sobre sus patas traseras. En comparación con el cuerpo, la cabeza era pequeña y triangular, parecida a la de una serpiente de grandes dimensiones, y las orejas negras y puntiagudas se asemejaban a las de un perro de presa. Su pelaje era oscuro y espeso y, en ese momento, aquella cosa calibraba la mejor manera de abalanzarse sobre mí.
La más efectiva.

Sujeté con fuerza el teléfono que, por suerte, llevaba en la mano izquierda, y cuando intuí que el ataque era inminente, encendí el botón de la linterna para deslumbrarla.

La criatura gimió, con un sonido gutural que me heló la sangre, medio humano, medio animal, y me bastó ese lapsus de tiempo para conseguir atravesar la puerta y cerrar tras de mí.

Y ahora me encuentro a oscuras encerrado en mi dormitorio, escuchando el arrastre de sus patas mientras ella busca la forma de entrar en casa. Persigo con la mirada sus devaneos por el tejado, lamentando la torpeza de haber dejado caer el teléfono antes de cruzar la puerta. 

Estoy solo y no puedo comunicarme con el exterior.

Si salgo, estoy muerto.

Si me quedo...

Sé que acabará entrando. En sus ojos pude ver un rastro agudo de inteligencia asomado al instinto asesino que proyectaba su cuerpo contrahecho.
Nadie vendrá a ayudarme, porque nadie sabe que necesito ayuda.

Nadie… Nunca me pareció tan vacío y terrible el significado de esa palabra.

La criatura se desliza por el tejado. Cada vez la siento más cerca, como si entre los dos se hubiera creado una conexión irracional que solo los dos podemos comprender. Yo la presiento y ella me presiente a mí.

Sabe dónde me escondo.

Ya la intuyo cerca de la ventana del dormitorio. El miedo no me deja pensar, el sonido de sus garras en la madera me bloquea la mente y me paraliza los músculos.

De repente, el ruido cesa; percibo ese silencio como un preludio del final, porque sé que sigue ahí y que no va a marcharse hasta que consiga cazarme.

¿A qué espera?

Tras largos segundos de quietud, los nervios me traicionan.

—¡Vamos! —le grito en la penumbra, deseando que, para bien o para mal, todo acabe pronto.

Sujeto en la mano la lámpara de la mesilla de noche.

La luz no le gusta.

Tal vez tenga una oportunidad.

—¡Vamos! —vuelvo a gritar, armándome de coraje.

Entonces descubro el brillo de sus ojos asomando al otro lado del cristal; rojos, líquidos, fluidos de sangre. Se aferra a la madera de la ventana con las cuatro patas y con los garfios de sus garras resquebraja el cristal. El sonido me produce una arcada. Paladeo en la boca el sabor amargo de la bilis cuando los cristales quedan desparramados por el suelo.

Está dentro.

Dios mío...

La figura horripilante avanza hacia mí con su mirada demoniaca. Yo estoy de pie, llorando y temblando frente a la ventana, esperando el momento propicio para encender la lámpara. Reprimo el impulso de gritar y de huir de allí, pero ninguna de las dos cosas me serviría de nada.

Cuando la tengo delante, a solo unos centímetros, no puedo moverme. Ni siquiera soy capaz de encender la lámpara. Su mirada me inmoviliza. También puedo sentir cómo me controla la mente.

En medio del delirio de terror, convertido en piedra, solo soy capaz de escuchar mi respiración entrecortada y un gorgoteo extraño en el fondo de su garganta.

Siento un terrible dolor en la cabeza cuando la criatura manipula mis recuerdos para traerlos al presente. 

Una vez tuve un perro. Se llamaba Kayla, una hembra de dóberman, dócil y preciosa, que me acompañaba a todas partes. Puedo verla saltando junto a mí, durmiendo a mi lado, lamiendo mi mano... Fue hace mucho tiempo, tal vez seis años. Un día desapareció sin dejar rastro. La busqué por todas partes, con desesperación, pero jamás volví a verla. Su pérdida me entristeció tanto que nunca quise tener otro perro.

La criatura deja de mirarme y sale de mi mente. Poco a poco su cuerpo de extremidades deformes se va encogiendo y replegando sobre sí mismo hasta quedar acurrucado a mis pies, como si de pronto fuera un animal viejo y cansado que regresa a casa después de una larga lucha.

Aún sin salir de mi asombro, dejo caer la lámpara y me arrodillo en el suelo.

—Kayla…




martes, 12 de mayo de 2020

El recuerdo del olvido de Karen Peralta



Tras una muerte inesperada, Luciana se ve obligada a cumplir con la última voluntad de su abuela: localizar a tres mujeres y devolverles objetos personales de gran valor sentimental; una alianza matrimonial, un relicario y un anillo de compromiso. Para lograrlo, deberá revolver un pasado que no es el suyo y, al hacerlo, moldeará su presente y transformará su futuro. Ayudada por el diario de su abuela y las pericias de un investigador local, Luciana descubrirá a las voluntarias: cuatro mujeres que se atrevieron a desafiar al destino, entregando sus vidas al servicio de otros, como enfermeras de la Cruz Roja, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

La autora:


Nacida en Ciudad de México en 1976, es licenciada en Relaciones Internacionales y especializada en Comercio Internacional. Su carrera giró en torno al sector comercial hasta que, en 2011, se trasladó a Hamburgo y surgió su vocación por la literatura.
Su amor por los idiomas, los viajes y la cultura la llevaron a vivir en diferentes países hasta que en 2011 se enamoró de Hamburgo, ciudad en la que reside actualmente. Esta es su primera novela.



Mi opinión:

Acabé de leer esta novela el día que se cumplían 75 años del fin de la II Guerra Mundial. Mucho se ha escrito sobre esta guerra y sus horrores, aunque muy poco sobre las mujeres que jugaron, en diferentes ámbitos, un papel crucial en la contienda. Enfermeras, religiosas, espías, amas de casa que se incorporaron a las fábricas, mujeres que trabajaron activamente en la resistencia contra el nazismo o las que se tuvieron que prostituir para satisfacer al enemigo a cambio de su vida.

En esta novela se nos cuentan la historias de cuatro mujeres que ven unidos sus destinos cumpliendo su labor como enfermeras de la Cruz Roja Internacional, al mando del capitán John Milton.

Cada una de ellas arrastra una historia muy diferente que, sin embargo, les ha llevado a compartir su destino. Un destino que seguirá unido, de una u otra manera, hasta el final de sus días.

Juntas, vivirán los horrores de la guerra, aprenderán y perfeccionarán su profesión de enfermeras y, sobre todo, estrecharán los lazos de una AMISTAD con mayúsculas.

Paralelamente, la autora nos cuenta la historia actual, la de Luciana, contada en primera persona. Una mujer que todavía no ha madurado ni como hija ni como hermana ni como compañera y, mucho menos, en el amor. Una mujer que se ha apoyado en Nona, su queridísima abuela, que acaba de fallecer y de la que desconoce casi todo su pasado.

Un pasado que tendrá que recorrer para cumplir la última voluntad de Nona y que la ayudará a conocerse a sí misma, a los que la rodean y, por supuesto, a conocer el amor.

Karen Peralta va alternando el pasado y el presente, el narrador omnisciente con la narradora en primera persona, tejiendo unas historias con otras para que todo encaje perfectamente, para que conozcamos a cada uno de los personajes de los que nos está hablando, por pequeño que sea su papel.
No es una historia de guerra, aunque nos cuente la guerra, no es una historia de amor, aunque narre preciosas historias de amor. Es una historia de superación, de esperanza, de nuevas oportunidades y, sobre todo, un canto a la amistad.

Como curiosidad, me han llamado la atención palabras que son muy distintas a las que nosotros utilizamos en España, y que me han hecho pensar en la riqueza de nuestro idioma, y lo diferente que se habla en los distintos lugares hispanohablantes. He anotado la palabra «subsecuentes» que nosotros utilizaríamos como «sucesivos» y la frase «en un tronar de dedos» que podríamos utilizar para sustituir «en un abrir y cerrar de ojos».

Es una novela muy bonita, una lectura muy recomendable.

Mi agradecimiento a Silvia Fernández de Roca Editorial, por hacérmela llegar.

Almudena Gutiérrez



lunes, 11 de mayo de 2020

Fotos amarillas


Hoy nos ha cedido un entrañable relato Nina Peña.




La veo venir de lejos. Me ha avisado que llega en cinco minutos y me asomo a la calle con la sensación de estar espiando su llegada, consciente de la incomodidad que produce ser observada de lejos, mientras caminas, con las manos en los lados y paso lento. Expuesta al escrutinio voraz de los balcones. A mi propia mirada.

El sol del mediodía me hiere las pupilas al apartar una cortina tras la cual ver la calle vacía. Desde un tejado se oyen las voces vecinales que hablan a gritos, igual que hace un rato se oían las voces de los niños que salían. El mundo parece haberse dividido en turnos, en edades, en riesgos. En franjas de tiempo. Pleno en nuestras manos y vacío en la cotidianeidad de los actos. En rendijas de luz que se van moviendo a medida que el sol avanza en el cielo.

La veo venir y adivino su gesto serio ya de lejos. Está concentrada en cada paso que da. Cuando se acerque me sonreirá, dirá mi nombre y me preguntará cómo estoy. Me contará sus paseos, me enumerará las distancias recorridas, las esquinas dobladas, los encuentros fortuitos que alivian la soledad durante esa hora. Hablará de mi sobrino que, la mañana antes, al verla, salió corriendo abrazarla y tuvieron que frenarle. Me contará de la voz de mis sobrinas desde el otro lado del teléfono. Tan dulces, tan niñas.

Hablaremos de números, de etapas, de nosotras, de nosotros. No hablaremos de mi padre ni de lo duro que se ha hecho estar encerrada sin él, sin la compañía que la ha cobijado durante casi cincuenta años. Ni siquiera hablaremos de él para ver todo lo que está ocurriendo desde su perspectiva, siempre voraz, de la realidad. Hay temas que no se pueden tocar a viva voz en medio de una calle, sino en la intimidad de una conversación cara a cara, frente a un café y un pañuelo.

Será un momento fugaz de paseo interrumpido para tener un mínimo de contacto con la familia. Un instante antes de proseguir con el itinerario marcado al albur de la gente: ir por donde menos personas vayan.

Luego la veré irse, caminando despacio, diciendo adiós con la mano. Volviéndose para echar al aire un beso de despedida con el que decir adiós a mi hija que también se asoma para verla, sin importar que la mascarilla entorpezca el gesto. De lejos su figura se irá difuminando poco a poco entre los coches aparcados y los salientes de los balcones que la van tapando a medida que se aleja.

De lejos es una mujer más mayor que la que veo cuando la tengo delante, cuando la miro a los ojos y hablo con ella. De lejos mi madre comienza a tener la edad que tiene realmente y no la que le da mi propio pensamiento de hija. Su caminar lento, sus pasos vacilantes, con ese miedo a caer que la acompaña siempre y que hace que le guste cogerme del brazo cuando paseamos juntas. De lejos es la mujer desconocida con la que muchos se cruzan mirando su mascarilla y sus zapatillas deportivas color rosa, regalo de mi hermana en los últimos Reyes, tan llamativas como si fuera una runner.

De lejos es ya una desconocida que gira una esquina y que se lleva con ella el recuerdo de días mejores. De días felices. De días de mayo cuando me levantaba para ir a clase con ramos de rosas. De tardes de frío debajo de una mantita viendo la televisión. De mañanas soleadas de playa y canciones de verano, cuando ella era joven y yo niña. Aquellos sabores y olores de otro tiempo, regresan con ella durante un segundo y se desvanecen en lo etéreo, como pequeñas motas de polvo brillando entre un rayo de sol. Dejando, únicamente, un rastro tan familiar como inaprensible.

Llegará el día en que todos los recuerdos serán fotos amarillas en un álbum de papel que nadie verá. Escondido en lo recóndito de un tiempo y de un lugar que, seguramente, habrá dejado de existir. Somos tenues, leves, como el polen de esta primavera, como dientes de león. Somos un suspiro en el tiempo. Un segundo de eones. Una fugacidad intensa, como el resplandor del relámpago. Mientras, vivimos. Aunque no seamos conscientes de nuestra fragilidad, de nuestra escasa importancia, de nuestro irrisorio valor. Vivimos. Como si fuéramos indispensables, únicos, rotundos.

Mientras la veo llegar, sé que nuestra fugacidad es lo trascendental y que, lo que quedará de nosotros, solo será la leve memoria del amor que damos y los gestos que hacemos a quienes nos suceden, heredados desde lo más lejano e inmemorial. Como una repetición de gestos y sentimientos haciendo eco por las vías sanguíneas. Impregnados en nuestro ADN, igual que el color de los ojos o del cabello.

Sin embargo estamos aquí, ahora, y este es el tiempo que nos ha tocado vivir.

Mira hacia arriba y me asomo al balcón. Deja de mirar el suelo y de fijarse en sus pasos para verme asomada. Ya sonríe. No ha adivinado que está conmigo desde hace mucho, desde que la he visto venir de lejos, girando una esquina de repente. Incluso antes. Llega hasta mi altura y desde aquí huelo su perfume, arrastrado por el viento de una primavera robada.

–Hola, mamá




lunes, 4 de mayo de 2020

EL PISITO de Mónica Rouanet

Un lunes más, publicamos un relato de los que la escritora Mónica Rouanet está escribiendo durante el confinamiento de los ciudadanos por el estado de alarma.




Al Sospe, al Piro, y al Bipo les ha tocado vivir esta pandemia juntos. Llevan un año compartiendo piso.

—Tíos, he encontrado un pisito libre de puta madre en el barrio. Tiene cuatro habitaciones y salimos a muy poca pasta cada uno. ¡Va a ser la hostia, todo el día de juerga! Aunque igual es una mierda y nos aburrimos como morsas. O lo pasamos de muerte. O nos odiamos y no nos dirigimos la palabra, o…

—¿Tiene cocina de gas o es vitro? Me gustan las cocinas de gas, con su llamita y su controlador de intensidad de fuego.

—¡Yo me apunto! Pero hasta que me conozcan los vecinos no me dejéis solo en la escalera o tendremos todo el día a la policía en casa.

—Vale, ¿y qué hacemos con la cuarta habitación?

La primera en ocuparla fue La Bajo.

—Bajo, ¿hoy tampoco te levantas?

—No, prefiero quedarme aquí tirada, en pijama, sin hablar con nadie. No me apetece hacer nada, solo escuchar música de cantautor y fumar.

Los chicos se reúnen.

—¡Como vuelva a encender ese mecherito le prendo el pelo!

—Vamos a darle una oportunidad, seguro que cuando la conozcamos bien descubriremos que es majísima. O igual es una bruja y nos amarga la vida. O, tal vez, sea súper divertida y nos descojonemos sin parar todo el día, o…

—Yo ya me he cansado de que se pegue a la pared cada vez que nos cruzamos por el pasillo y me implore que no la agreda.

La cuarta habitación se queda vacía.

Dos meses después llega El Fascis.

—Fascis, ¿Podrías bajar el volumen de tu despertador? Escuchar el himno de España a ese volumen a las 6 de la mañana me hace soñar que estamos jugando el mundial de fútbol y que lo vamos a perder, aunque igual lo volvemos a ganar y me da subidón, pero luego me acuerdo de lo difícil que es pasar de cuartos y me agobio soñando que nos eliminan, y luego…

Los chicos se reúnen.

—¡Como vuelva a colgar la bandera del aguilucho en el balcón, se la quemo!

—Y yo ya estoy agotado de que me cachee cada vez que entro en casa y me pregunte en qué bando estaba mi familia. Diga lo que le diga nunca me cree.

—Sí, es un poco extremista, aunque igual luego es un tío de puta madre y nos lo pasamos en grande con él, pero, bueno, también puede ser que sea un antipático y nos retire la palabra a todos, o a lo mejor es maravilloso convivir con él…

La cuarta habitación se queda vacía.

Tres meses después llega El Pertur.

—Pertur, ¿es tuyo el reloj que había en el baño?

—¡Trae para acá! ¡El reloj es mío, solo mío. Tan brillaanteee, tan precioosssso, mi tesoooooro!

Los chicos se reúnen.

—¡Como vuelva a decir que no nos conoce o a comer con los pies, le achicharro el relojito ese de los cojones!

—Bueno, tampoco es para tanto. Solo es cuidadoso con sus cosas y no quiere perderlas, aunque igual eso de comer con los pies es de psicópata asesino, pero no, cuando se nos queda mirando con el cuchillo en la mano lo que quiere es pelar naranjas para una magnífica macedonia, o, a lo peor, nos lo quiere clavar hasta el fondo, aunque…

—Y yo estoy harto de que quiera ser mi amigo y me suplique que le deje acompañarme cuando salga a buscar mi próxima víctima. Dice que quiere que yo sea su maestro.

La cuarta habitación se queda vacía.

Dos meses después viene El Yonki

—Yonki, ¿has vuelto a coger el papel de plata?

—¡Uno más, solo uno más, de verdad! ¡Uno más y lo dejo! ¡El último, de verdad, te lo juro, este es el último! ¡Cuando deje de movérseme la pierna lo dejo, de verdad!

Los chicos se reúnen.

—Oye, ¡y a mí que me relaja ver cómo quema el papel de plata!

—Pero le dará el mono y nos matará a todos, aunque igual deja las drogas y se vuelve trabajador y responsable y vivimos aquí con él de puta madre, o, quizás, se convierta en acordeonista para sacar dinero con el que comprarse las drogas y ensaye en casa y esto sea aún peor, aunque puede que lo toque de puta madre y esto sea una fiesta continua, o…

—Y yo me niego a que vuelva a registrar mis cosas en busca de heroína, cocaína, pastillas o cualquier mierda de esas. ¡El tío está convencido de que soy camello profesional! El otro día se me acercó para preguntarme si le pasaba unos cogollitos de marihuana a buen precio, por eso de ser compañeros de piso, de buen rollo.

La cuarta habitación se queda vacía.

Dos semanas después viene El Anar

—Anar, por favor, ¿podrías respetar las normas de la casa y echar la basura en el contenedor y no esconderla debajo de tu cama? El olor llega hasta aquí.

—Es que yo no soy partidario de las reglas que vosotros tres, como monopolio de fuerza de este piso, me estáis imponiendo. Estoy en contra de la autoridad social y a favor de la libertad del individuo, y si quiero tirar la basura en mi habitación, que es mi territorio, lo haré. Tapaos la nariz si os molesta, nadie os lo impide.

Los chicos se reúnen.

—Estoy hasta las narices de que sospeche todo el rato de mí y me diga que pertenezco a los Skinhead. Asegura no creerse que esto sea una calva de verdad. O que me llame comunista. O dictador de cualquier bando.

—Pues yo, como vuelva a cambiar de sitio los muebles del salón para oponerse al orden establecido le abraso su libertad individual.

—Seguro que al final nos vuelve a todo locos y esto es un caos, aunque puede que seamos felices y comamos perdices y todo sea maravilloso, pero lo más seguro es que sea una auténtica mierda todo, y…

La cuarta habitación se queda vacía.

A principios de marzo llega el Gafas

—Oye, pues de momento no va tan mal la cosa, aunque de pronto puede volverse horrible y ser nefasta la convivencia y morir todos, pero seguro que no, que va a ser genial.

—Sí, el tipo no me mira raro ni sospecha de mí, como hacen todos los demás. Lo que no entiendo es por qué le llaman el Gafas si no lleva gafas.

—Mmmm… a lo mejor se las han quemado.

—Os estoy oyendo y no me llaman El Gafas sino El Gafe. Y, por cierto, hace un par de minutos ha dicho Pedro Sánchez en la tele que entramos en confinamiento hasta nuevo aviso. ¡Ah! Y se acaba de romper la cisterna del baño.



Podéis leer todos los relatos en la página de la autora https://monicarouanet.com/ o escucharlos en la voz de Carmen Ramírez de Cadena Díal