Este relato fue escrito para el número 15 de la Revista Pasar Página. Volvamos a leerlo, es muy bueno.
Llegado el momento, contemplé la grandiosa panorámica que me ofrecía la cima de la montaña más hermosa que mi mente alcanzaba a dibujar. Me había costado largas horas de esfuerzo y cansancio llegar hasta ese punto, pero sentí que merecía la pena. Me acerqué al extremo del peñón con serenidad y descubrí el vacío que se abría ante mí. Sin dudarlo, examiné con detalle, sin prisa, el maravilloso espectáculo.
Así fue cómo observé las imponentes olas
romper con fuerza contra las rocas en una eterna disputa por conquistar su
territorio, al mismo tiempo que rodeaban extrañas criaturas pedregosas. Me di
cuenta de que el mundo terrenal se alzaba imponente bajo mis pies y al universo
casi lo podía rozar con la punta de mis dedos.
Una huella de insignificancia recorrió
mi ser. Me sentía como un grano de arena en el desierto, como una mota de polvo
perdida en el tiempo. Y me pregunté: ¿quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Cuál ha sido
mi existencia? Mi nombre es irrelevante. Mi vida, un lento discurrir repleto de
errores. Mi cuerpo, la cárcel de mi espíritu, atormentado por los
remordimientos de cada una de las cosas que no me atreví a decir o hacer.
Palabras y actos que por no salir se enquistaron en mi alma durante tantos
años.
En ese momento, una sacudida de aire
salino revolvió mi pelo y una punzada de horror recorrió mi rostro mientras
vislumbraba las afiladas rocas. Respiré hondo un par de veces, tragué saliva y
di un tímido paso al frente.
Unas pequeñas piedras se desprendieron
del borde del acantilado en un camino hacia la nada. Cerré los ojos y me lancé
al vacío. Entonces percibí la ingravidez en cada parte de mi ser y el terror
hizo que me lamentase durante un instante de aquel acto. Y grité. Grité como
nunca lo había hecho e imaginé mi deteriorado organismo desgarrado por las
rocas y sepultado por su cómplice, el mar. Todavía en el aire, sentí el aliento
de la muerte rozando mis mejillas y su gélido abrazo rodeando mi cintura.
En un tremendo sentimiento de
arrepentimiento, supliqué a los cielos el perdón divino y abrí los brazos como
si de alas se tratase. Y volví a gritar, esta vez de júbilo y libertad. Mi alma
por fin se había librado de su prisión carnal. Fue entonces cuando una extraña
risa brotó de entre mis labios, expulsando todo el oxígeno de los pulmones. Ya
sin él, sacudí con suavidad mis hermosas alas y me dejé llevar con serenidad al
lugar que tiempo atrás había abandonado.
Segundos después, los fríos médicos del
hospital certificaron la muerte del anciano enfermo de la última cama del pasillo.
Roberto
Martínez Guzman
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