lunes, 3 de febrero de 2020

El último vuelo de Roberto Martínez Guzmán


Este relato fue escrito para el número 15 de la Revista Pasar Página. Volvamos a leerlo, es muy bueno.





Llegado el momento, contemplé la grandiosa panorámica que me ofrecía la cima de la montaña más hermosa que mi mente alcanzaba a dibujar. Me había costado largas horas de esfuerzo y cansancio llegar hasta ese punto, pero sentí que merecía la pena. Me acerqué al extremo del peñón con serenidad y descubrí el vacío que se abría ante mí. Sin dudarlo, examiné con detalle, sin prisa, el maravilloso espectáculo.
Así fue cómo observé las imponentes olas romper con fuerza contra las rocas en una eterna disputa por conquistar su territorio, al mismo tiempo que rodeaban extrañas criaturas pedregosas. Me di cuenta de que el mundo terrenal se alzaba imponente bajo mis pies y al universo casi lo podía rozar con la punta de mis dedos.

Una huella de insignificancia recorrió mi ser. Me sentía como un grano de arena en el desierto, como una mota de polvo perdida en el tiempo. Y me pregunté: ¿quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Cuál ha sido mi existencia? Mi nombre es irrelevante. Mi vida, un lento discurrir repleto de errores. Mi cuerpo, la cárcel de mi espíritu, atormentado por los remordimientos de cada una de las cosas que no me atreví a decir o hacer. Palabras y actos que por no salir se enquistaron en mi alma durante tantos años.

En ese momento, una sacudida de aire salino revolvió mi pelo y una punzada de horror recorrió mi rostro mientras vislumbraba las afiladas rocas. Respiré hondo un par de veces, tragué saliva y di un tímido paso al frente.

Unas pequeñas piedras se desprendieron del borde del acantilado en un camino hacia la nada. Cerré los ojos y me lancé al vacío. Entonces percibí la ingravidez en cada parte de mi ser y el terror hizo que me lamentase durante un instante de aquel acto. Y grité. Grité como nunca lo había hecho e imaginé mi deteriorado organismo desgarrado por las rocas y sepultado por su cómplice, el mar. Todavía en el aire, sentí el aliento de la muerte rozando mis mejillas y su gélido abrazo rodeando mi cintura.

En un tremendo sentimiento de arrepentimiento, supliqué a los cielos el perdón divino y abrí los brazos como si de alas se tratase. Y volví a gritar, esta vez de júbilo y libertad. Mi alma por fin se había librado de su prisión carnal. Fue entonces cuando una extraña risa brotó de entre mis labios, expulsando todo el oxígeno de los pulmones. Ya sin él, sacudí con suavidad mis hermosas alas y me dejé llevar con serenidad al lugar que tiempo atrás había abandonado.
Segundos después, los fríos médicos del hospital certificaron la muerte del anciano enfermo de la última cama del pasillo.

Roberto Martínez Guzman




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