Hoy traemos este bonito relato por cortesía de Daniel Lanza.
Daniel Lanza ha publicado relatos en revistas como Vozed, El ático de los gatos y Cromomagazine. Ha participado en las antologías colectivas 13 puñaladas (Dos mil locos Editores) y Tiempo prestado (Gilead ediciones). Administró la web Librecinefilo desde 2009 hasta 2013. Ha publicado artículos sobre cine en Dentrocine, Mundocine y Actualidad cine. también ha escrito artículos sobre literatura para Actualidad literatura. Recopiló los escritos de su blog en el libro Y las palabras curan. Su blog literario es lapalabraylarazon.es
Un día de Febrero muy especial
Se consideraban amigos y habían quedado allí como otro día
cualquiera. En aquel sitio en el que servían palomitas con cada consumición. Se
escuchaba rock de fondo y en algunas mesas había parejas que se hablaban muy
cerca, algunas al oído. A Nuria le había llamado la atención una de las mesas
en las que había un par de hombres; dos amigos que parecían concentrados
mientras miraban cada uno su Smartphone.
Cada día, el camarero, que estudiaba antropología en una
facultad local, escribía una frase de algún filósofo en una pequeña pizarra que
había tras la barra. A Ricardo le gustaba decir que aquel sitio era un antro
con clase. Aquel día aprendieron los dos algo más sobre el amor.
Se sentía raro, pero ella siempre le escuchaba. No se había
sentido nunca igual con nadie. Y había quedado con ella para contarle lo mal
que se sentía porque le habían dejado. Tenía un regalo dentro de una bolsa y
muchas ganas de llorar. Le explicó a su amiga que le habían dejado aquel mismo
día de San Valentín. Y ahora tendría que pasar veinticuatro horas pensando en
por qué le habían dejado, precisamente en aquel día de San Valentín. Cada
minuto contaba hasta que terminar día. Pensó que solo entonces podría empezar
una nueva vida en soledad.
Ese «en soledad» tan dramático le había sonado a Nuria de
una manera melodramática, pero también tierna. Así era él; inocente y tierno.
Pero nunca sería algo más que un amigo. Porque él no se daría cuenta y los dos
estarían siempre, por el resto de sus días, contándose sus cosas, y
compartiendo sus vidas de una manera que nunca les llevaría a temer la perdida.
Ricardo nunca se había dado cuenta de cómo a Nuria se le humedecían los ojos
cuando él se mostraba realmente feliz.
Pero él no podía evitar hablar de su ex, que le había dejado
sin dar explicaciones. Y Nuria, inevitablemente, intentaba explicarle que
podría pasar que él no la quisiera tampoco tanto.
Pasaron tantas horas juntos que sintieron que se lo habían
contado todo. Y volvieron a recordar otras cosas que los dos habían vivido
juntos. Se enorgullecían de haber ido al colegio juntos. Y él siempre acababa
recordando aquella anécdota en al que ella le había pedido matrimonio cuando
eran muy pequeños. Y ella sonreía como si aquello nunca se le hubiera pasado
por la cabeza de mayor. Lo cierto es que nunca se iba a dar cuenta a menos que
ella se lo dijera. Porque le veía tierno y obsesivo. Era guapo y a los dos se
les pasaba el tiempo volando juntos. Y a veces se sentía culpable por sentir
algo hacía él. Como si fuera ella la que fuera a estropear su relación de
amistad. Pero siempre había pensado en que llegaría el día. Llegaría el día en
el que podría decirle que ella si apreciaba todos aquellos pequeños detalles
que él dedicaba a su ex. Lo pensaba mientras miraba el regalo que había en
aquella bolsa.
Se sentaron en el paseo marítimo. Habían merendado juntos y
habían ido a cenar juntos. Quedaban pocos minutos para las doce. Y él le había
dicho que nunca le había contado nada sobre el último chico con el que había
salido. Que por un momento había pensado que era un egoísta por haber estado
hablando de él mismo durante todo el día. Estaban sentados en un banco y las
olas se escuchaban de fondo pero no se veían porque había anochecido. Y él no
pudo evitar preguntarle por aquel chico con el que había empezado a salir y que
ella había dejado de ver de un día para otro.
Ella le dijo simplemente: Porque te quiero a ti. Y aquellas
palabras se clavaron en su corazón, tal y como lo habría hecho una gran flecha
de Cupido. Y después agarró su mano entrelazando sus dedos. Por primera vez se
había sentido querido y amado. Se arriesgó a no decir nada, a dejarse llevar.
Se entregó sin dudarlo a la que en algún momento había sido su amiga. Y no dudo
ni un segundo porque era tan grande lo que le había entregado, que el flechazo
fue instantáneo. Por un instante dejó de buscar un tesoro que siempre había
tenido delante de sus narices. Por un instante, dejó de ignorar todos aquellos
momentos realmente especiales que ella, y solo ella, le había dado. Su amiga y
compañera.
Cuando miraron el reloj el día había terminado, y aquel San
Valentín dejó de ser un día negro, triste y oscuro. De ahí en adelante el 14 de
febrero pasaría a ser un día muy especial para los dos.
Juntos se recordarían aquella anécdota. Ella se reiría de él,
de lo dolido que estaba por que le habían dejado en San Valentín. Le había
dejado una persona que nunca había dado nada por él. Juntos vivirían una mil
batallas, se apoyarían, se abrazarían y se darían fuerzas para seguir adelante.
Porque aquel amor era tan puro como la entrega total de dos almas, que tienen
la certeza absoluta, la seguridad total de que darían su vida el uno por el
otro. Y celebrando aquella complicidad, cada 14 de febrero acudirían a aquel
paseo marítimo para darse la mano y celebrar eternamente aquella unión.
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