Su horario de trabajo no
le permitía comer en casa. Acudía, cada día, al mismo restaurante con dos
compañeros.
En la zona en la que
estaban no había muchos sitios donde elegir que ofreciesen un menú casero, por un precio
razonable. Trabajar cerca del Retiro y del Ritz, tenía sus inconvenientes. Cuando
descubrieron este pequeño negocio familiar de dos hermanas, una en la cocina y
otra sirviendo las mesas, no buscaron más. Ellas se preocupaban de variar lo
suficiente los platos que componían su menú para que sus clientes, casi todos
fijos, no se cansasen.
Muchos días compartiendo
con las mismas personas convierten en una relación cercana lo que comenzó
siendo, simplemente, la de cliente-camarera. Se comentan las noticias, se
gastan bromas, todo en los escasos treinta minutos en los que permanece en el
establecimiento.
Hace tiempo que Juan le
gasta una broma a Amelia cuando ella le «canta» los postres —¿no hay leche
frita?— se nos ha terminado, le contesta ella con una amplia sonrisa. Ambos saben que no es un postre habitual en ningún menú, porque es trabajoso de preparar.
Hoy, como cada lunes,
Juan ha ido a comer y se ha encontrado con otra camarera, Amelia no estaba. Se
ha acercado a la cocina y su hermana, llorando, le ha dicho que había hecho
leche frita de postre.
La sonrisa de Amelia y el
gusto de Juan por la leche frita se habían quedado para siempre en ese maldito
tren.
(Basado en una historia
real de aquel fatídico 11 de marzo de 2004)
Almudena Gutiérrez |
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