Clemente Roibás es un escritor coruñés, periodista
deportivo y amante de la literatura noire.
Narra emociones humanas que nos traspasan la piel para no olvidarlas. Autor de
las novelas Sed de poder, Un halo de esperanza y Deudas de sangre, consigue adentrase en
el género negro aportando una visión menos dramática y un estilo audaz que nos
acerca al thriller cinematográfico.
Su última publicación es una colección de 28 relatos Relatos inolvidables, pequeñas historias que tardarás en olvidar,
editada por la Editorial Leibros.
Por cortesía del autor, os dejo a continuación uno
de sus relatos.
TODO
LLEGA
Las lágrimas
luchaban por abrirse camino en mis ojos, pero yo me resistía. No quería llorar,
no quería sentir, no quería recordar. Pero los sentimientos me estaban ganando
la batalla. Allí, delante de ella, de su recuerdo, de su memoria… No podía
resistirlo. Intentaba aparentar seguridad, todos me observaban, pero era obvio
que no lo conseguiría. El cura dejó de hablar y me miró. Quería que dijera unas
palabras. ¿Yo?, le pregunté tan sorprendido como desconcertado. Negué con la
cabeza, no podía, no debía. Sería el fin de mi lucha, la derrota que todos
aventuraban, no, no quería hacerlo. Pero mi niña me miró con esos ojos grandes
y hermosos, esa mirada clara, limpia, sincera y con esa sonrisa, preciosa,
alentadora, mágica. A ella no podía decirle que no, era lo único que me
quedaba, era el testigo vivo de ese amor imperfecto, difícil y complicado, pero
también maravilloso, mágico, inolvidable… Asentí con la cabeza aún sabiendo lo
que iba a ocurrir. Todos me miraron, aguardaban pacientemente mis palabras.
Respiré hondo y durante unos instantes no dije nada. ¿Qué les importaba a ellos
mi dolor? ¿Por qué tenía que abrir mi corazón ante esas personas? Lo que Rosa y
yo habíamos tenido solo lo sabíamos nosotros… ¿por qué compartirlo con los
demás? Pero ella seguía mirándome y sus ojos me lo pedían. Sheila, nuestra
niña, el fruto de nuestro amor… A ella no podía decepcionarla, no se lo
merecía. La miré y sonreí un breve instante. ¡Qué guapa era! Ya poco quedaba en
ella de esa niña alegre y dicharachera que no paraba de hablar y hablar. No,
ahora era toda una mujer. Hacía poco que había cumplido quince años y era la
viva imagen de su madre. Volví a respirar hondo. Le pedí con la mirada que no
me hiciera eso, que me permitiera seguir callado, aguantando mi dolor,
soportando mi agonía, destrozándome por dentro… pero no. Sus ojos no admitían
réplica, quería oírme decir lo que pensaba, lo que sentía, necesitaba escucharlo
aunque sabía perfectamente la magnitud de mis sentimientos. Comencé a hablar,
despacio, pensando cada palabra, cada frase, controlando mis emociones. Pero
mis ojos se pararon un instante en su foto y me quedé mudo. Allí estaba,
mirándome como si nada hubiera ocurrido.
— Papá… papá –oí decir y salí de mi
aturdimiento. Entonces, por fin, hablé y ya no paré. Las palabras salían solas,
las anécdotas se sucedían y mis elogios no tenían fin. ¿Qué podía decir de
ella? Qué era maravillosa, sí, por supuesto, qué era inteligente, amable,
cariñosa, hermosa… sí, claro que sí. Qué era mi media naranja, el amor de mi
vida, la mujer de mis sueños, la persona más impresionante que he conocido… Las
lágrimas aparecieron para no marcharse ya. ¿Qué más podía decir? Qué sin ella
no era nadie, qué no sabría vivir sin ella, qué mi vida ya no tenía sentido…
claro que sí. ¿Qué más podría decir? Qué me cambiaría por ella, que ojalá
hubiera sido yo el que iba en ese coche, qué me sentía culpable de su muerte
por no haber querido acompañarla… Sí, todo eso lo dije y más. Las lágrimas me
impedían hablar con claridad, pero ya no podía parar, no quería parar.
Necesitaba soltar todo lo que llevaba dentro. No era justo, era demasiado
buena, demasiado maravillosa, demasiado perfecta… para estar muerta. No debí
decirlo en alto, no, esa palabra estaba prohibida en mi cabeza… pero lo hice y
entonces mi corazón sintió tanto dolor que me caí de rodillas mientras las
lágrimas corrían a mares por mis mejillas.
— No, mi amor, no. Sin ti no quiero vivir,
sin ti esta vida no tiene sentido, sin ti… -Sheila corrió a abrazarse a mí y
lloramos juntos como no lo habíamos hecho nunca. La gente no sabía que hacer,
algunos se acercaron para levantarnos, pero desistieron en el último momento.
No, nadie tenía derecho a quitarnos ese momento, ese instante… el dolor era muy
fuerte, muy grande, muy profundo, pero a veces hay que soltarlo todo para poder
seguir adelante.
— Papá… papá… siempre me tendrás a mí.
Siempre estaré contigo, no permitiré que te sientas solo. Por favor… por favor…
no te rindas. Hazlo por mí, mamá lo hubiera querido.
— La besé por todo el rostro y la abracé
con tanta fuerza que creo que le hice daño, pero no se quejó. No dijo nada. Tan
solo me miraba esperando algún tipo de reacción en mí, algo que le diera
esperanza, que le indicara que iba a luchar, que no me iba a rendir, que
seguiría a su lado… Asentí, sí, asentí con la cabeza. ¡Cómo iba a dejarla sola!
¡Era mi ángel! ¡Era mi niña! ¡Era lo único que me quedaba en este mundo! Se lo
prometí, sí, lo hice, y siempre cumplo mis promesas. Permanecimos allí, delante
de su lápida largo rato. Los demás ya se había ido hacía rato, el sacerdote
también, la lluvia había hecho su aparición y hasta un viento gélido y
desapacible se había levantando, pero nos dio igual. Permanecimos allí,
abrazados, sin decir nada. No hacía falta, nuestros corazones hablaban por
nosotros. Nunca la olvidaríamos, sentiríamos siempre su pérdida, pero
tendríamos que aprender a vivir con ello. Ella así lo hubiera querido y desde luego
no íbamos a decepcionarla. Han pasado 40 años de todo aquello y me encuentro de
nuevo delante de su lápida. Los recuerdos vuelven a mí como si hubieran
sucedido ayer. Nada ha cambiado. Mi amor sigue tan fresco como el primer día.
Siento que el final está llegando y me preparo para el viaje. Sí, ese viaje que
nos unirá nuevamente. Llevo mucho tiempo esperando este momento, anhelándolo,
pero no era posible. No, Sheila me necesitaba. Pero ha llegado el momento, lo
noto, lo siento. Mi cuerpo me lo está diciendo. Me siento junto a su tumba y me
parece verla allí, sentada, frente a mí. Sigue tan guapa como siempre y su
sonrisa, ah… su sonrisa sigue siendo fascinante. Le sonrió y alargo la mano
para acariciarla. Está cerca, muy cerca.
Sí, ha llegado el momento de volver a estar juntos, de que nuestro amor
perdure eternamente. Cierro los ojos y dejo que mi último pensamiento sea para
mi pequeña.
— Sheila, cariño. Ha llegado el momento.
No te entristezcas, me voy feliz y contento. Te quiero mi niña. Sé feliz y no
tengas prisa por reunirte con nosotros. Todo llegara, pero a su tiempo… Adiós,
mi pequeña, adiós.
Clemente
Roibás
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