Por los altavoces, situados en cada esquina de la terraza,
Charles Trenet canta aquello del mar que vemos bailar a lo largo de los claros
golfos —«a des reflets d’argent, la mer…»—. En la terraza, abierta a un
acantilado contra el que el mar se estrella una y otra vez desgajándose en
lágrimas de espuma, tres parejas bailan agarradas. Rodeando el perímetro de la
zona de baile, una veintena de ancianos van a lo suyo. Algunos observan a los
valientes que se han lanzado a bailar la canción que suena por los altavoces
con la melancolía abrasando sus miradas; otros los despellejan a conciencia.
Que si el vestido, que si los tacones, que vaya par de cacatúas. Cosas de la
edad, y también de la envidia.
Lo piensa una de las mujeres que baila en la pista amarrada
a los brazos de su marido. Un paso para delante, dos pasos para atrás.
Complicaciones, las justas, que son más de ochenta los que curvan su osamenta y
la de su pareja. Pero lo disfrutan. De cuando en cuando levantan la mirada para
encontrarse, y cada uno ve en la del otro esos reflejos de plata a los que se
refería Trenet; como si no se hubieran dicho lo suficiente que el viaje ha
merecido la pena. El suyo por la vida. Que es lo que les recuerda el cantante
francés antes de concluir la canción.
«Una canción de amor y el mar, que me ha agitado el corazón
de por vida». Con eso se despide Trenet de la concurrencia dejando que su voz
se extinga en el silencio del atardecer, con el rumor de fondo de ese mismo mar
cuyo eterno suicidar contra las rocas se escucha en la lejanía. Fin de la
canción, y un par de segundos de silencio roto por las voces del resto de
ancianos que comparten viaje desde hace cuatro días. Que si ya está bien de
bailes sosos, que si un pasodoble por aquí, que si una de King África para
animar el cotarro. Imserso puro y duro. Aquella pareja vuelve a mirarse.
Sonríen. Después se besan. Un viaje que ya dura sesenta años y del que
desconocen cuántos kilómetros quedan por recorrer. Pero lo que están seguros
tras besarse de nuevo es de que ha merecido la pena. Sólo por ver esos reflejos
de plata en la mirada de cada uno.
Víctor Fernández Correas
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