lunes, 7 de diciembre de 2020

«El árbol de los deseos» de Mercedes Pinto

 

Ocho de enero. Un año más tocaba recoger los adornos de Navidad. Suspiró y se puso a la tarea con nostalgia. Solía invadirle cierta tristeza al despedirse de las fiestas familiares; la casa volvía al silencio y al vacío, y sin el calorcito de sus hijos y nietos estaba mucho más fría.

Esas últimas navidades no había podido poner el belén por miedo a que los más pequeñajos se atragantaran con alguna de las figuritas o quisieran comerse el musgo. Pero el Árbol de los Deseos no faltaba nunca. Lo había heredado de su madre, y su madre de su abuela; era todo un símbolo familiar. Cada año lo sacaba de su caja y abría sus ramas hasta que parecían brazos dispuestos a dar cobijo. Nada más: ni bolas ni cintas ni muñequitos ni estrellas; un árbol desnudo al que había que vestir poco a poco con los sueños de cada miembro de la familia y los amigos.

El ritual era sencillo: todo el que lo deseaba cogía un cartoncito, escribía su deseo, lo colgaba en una rama y encendía una vela azul a los pies del Niño Jesús que había en un pequeño Misterio dispuesto al lado del viejo árbol artificial. Artificial, pero con historia y alma.

A ella no le gustaban los bombones, pero cada Navidad compraba una caja, segura de que terminaría vacía y de nuevo le serviría para guardar los anhelos de todos los que habían pasado por casa durante las fiestas. Ese día, como cada ocho de enero, era el momento de recoger los deseos y meterlos en su caja. En el desván debía de haber ya docenas de ellas repletas de sueños cumplidos. En casa decían que el árbol, más que de los deseos, debería llamarse de los milagros, porque con todos los que habían colgado sus deseos había sido más que generoso.

Recordó cuando su hijo mayor, hacía ya doce años, pidió que le aprobaran la última asignatura de la carrera, y se lo concedió; o cuando una de sus nueras escribió su deseo de que un familiar superara una grave enfermedad, y se lo concedió. También concedió trabajos a parados, la casa a quien la necesitaba, hubo reconciliaciones familiares… El veterano árbol había concedido todos los deseos. Todos menos uno: que su hija Sara consiguiera ser madre. Tal vez porque nadie se había decidido a colgarlo de sus ramas. Hacía una década que lo deseaba más que nada en el mundo, pero el médico le había dicho que nunca podría tener hijos por un problema de salud, así que ningún miembro de la familia se atrevía a pedirle al Árbol de los Deseos que Sara se quedara embarazada, como asumiendo que simplemente era un imposible.

Ese año ella lo había pedido. Fue casi un impulso, una tontería, pero lo hizo. Estaba arreglando el salón, se quedó mirando el árbol cargado de sueños escritos en pequeñas cartulinas doradas y plateadas y pensó que tal vez su hija Sara nunca se había quedado embarazada porque nadie se lo había pedido al milagroso árbol. Escribió su deseo en secreto, como si estuviese cometiendo un pecado: «Deseo que mi hija Sara sea madre». Luego lo colgó en la parte de atrás, de cara a la pared, escondido, donde nadie pudiera verlo, y encendió una vela azul a los pies del recién nacido, como mandaba el ritual.

Suspiró una vez más y, antes de guardarlos en su caja de bombones, uno a uno los fue cogiendo del árbol y los leyó para sí. «Deseo que mi empresa me traslade a mi ciudad»; «Deseo salud y prosperidad para toda mi familia»; «Deseo aprobar este año la selectividad»; «Deseo que mi hermano encuentre trabajo»; «Deseo que mi amiga halle la felicidad y la paz»; «Deseo que mi tía salga bien de su operación de cadera»; «Deseo…». Sonrió al ver la tierna letra de uno de sus nietos: «Querido arbo, quiero que mama y papa siempe sean felises». «Qué familia más linda tengo», pensó.

A punto de bajarle los brazos al árbol para que cupiera en su caja, sonó el teléfono.

––Hola, hija ––dijo cuando descolgó al ver en la pantalla de su móvil la foto de Sara––. ¿Qué haces llamándome antes de irte a trabajar? ¿Va todo bien?

––Sí, creo que sí.

–– ¿Cómo que crees que sí? Dime, ¿qué pasa?

––No te lo vas a creer… Acabo de hacerme unas pruebas de embarazo y…

–– ¡Dios mío, estás embarazada! –– exclamó la madre sin poder contener la emoción––. Pero… ¿estás segura?

––Me la he hecho tres veces, ¡tres! En todas, dos rayitas; eso es que estoy embarazada, ¿no?

––Madre mía, madre mía… Claro, sí, sí, es positivo. Pero si tú no podías…

––Ya lo sé, pero lo estoy, mamá, voy a ser madre. No me lo puedo creer, estoy tan nerviosa e ilusionada…

––Felicidades, cariño, lo has conseguido.

––Tengo que irme a trabajar, nos vemos después.

––Claro, luego lo celebraremos como se merece. Ay, qué emoción, verás cuando se lo diga a tu padre. Hasta luego, hija.

––Hasta luego, mamá.

Con lágrimas en los ojos y temblando de emoción decidió guardar el árbol en su caja. Pero al bajar una de sus ramas se dio cuenta de que aún colgaba, muy escondida, una tarjeta. Antes de meterla en la caja de bombones leyó: «Deseo que mi hija Sara sea madre».



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