No recordaba tener un sexto dedo. Pero tampoco tenía consciencia de muchas cosas más.
Un abrazo sin entusiasmo, fue la despedida de quien había sido mi enfermera durante según ella seis meses. La verdad si me hubiera dicho seis años, me habría parecido el mismo tiempo. No tenía consciencia de cuánto, ni de por qué había permanecido allí.
Al abrir la puerta un viento húmedo vino a verme. Llovía y el olor a tierra mojada hizo un rápido recorrido perceptible en todos los sentidos. La sensación de plenitud que solo se alcanza, cuando cada parte de ti misma insufla placer. Ese aroma era el único recuerdo que me llevaría de aquél lugar.
Al final del jardín bajo el paraguas, me esperaba una sonrisa amplia y forzada de mi asistenta y de quien iba a ser mi cuidadora y acompañante a partir de este momento.
—Hola, soy—una voz tímida y temblorosa apenas audible me hablaba con temor.
—Sé quién es usted, Manuela. No estoy tan enferma como para no recordarla.
— ¿Quiere que la ayude?
— ¡Vámonos! Quiero irme ya.
—Si señora. He pedido un taxi para que nos lleve a casa.
La borrosa visión que me ofrecía la ventanilla del coche era igual a la que tenía de mi vida. Pero no quería reconocerlo. Algo en mi cabeza peleaba contra el olvido.
Un portón de hierro y una placa en la que podía leer Villa Carmen, trajo a mi memoria que ya habíamos llegado. Accioné la manilla de la puerta para salir, al tiempo que mi asistenta me sujetaba por el codo, impidiendo que saliera.
—Manuela suélteme, quiero dar un paseo.
Quería retrasar la entrada a todo lo que me pertenecía, no estaba segura de si podría recordarlo.
—Espere, le he traído su chaqueta, hace bastante frío este otoño. Deje que le ayude a ponérsela.
Nada como sentir algo tuyo envolviendo tu cuerpo, en forma de abrazo. Mis manos estaban heladas y, una sorpresa agradable vino a recordarme la buena costumbre de dejar siempre mis guantes en los bolsillos, mi primer intento de colocarme uno de ellos, hizo que pensara que me había equivocado de mano. El segundo de ellos, provocó una punzada directa en el pecho y otra más grave en un lado de mi cabeza. Mi mano izquierda volvió a cerrarse en un puño. Y en ese instante en el que mi cuerpo se contrae, comprendí por qué había estado encerrada en aquel lugar. Recordé como aquella mañana amputé de un tajo el sexto dedo de mi mano. Y habría continuado cercenando mi cuerpo si Manuela no hubiese aparecido.
Rosa Sánchez de la Vega
Publicado en el número 34 que podéis encontrar en «descargar revista»
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