Una vez más, Fernando Martínez López nos cede un relato para esta sección. Un homenaje al cine de barrio, a los abuelos y al amor.
Yo, desde pequeño, fui el ratón
que conocía cualquier recoveco de aquella sala de incómodos asientos de madera.
Abría todas las tardes salvo los lunes, pero eran principalmente los fines de
semana cuando se convertía en centro gravitatorio del barrio, algarabía de la
muchachada en la sesión de tarde, mucho más calmosa la de la noche con los
adultos, seductor James Dean en Rebelde sin causa, grandiosos Anita Ekberg y
Marcello Mastroianni en La dolce vita, frío e infalible Cleant Eastwood en el
spaghetti western. Con El baile de los vampiros de Roman Polanski di mi primer
beso de amor a principio de los años setenta, a mis catorce, amparado por la
penumbra de la sala y los sobresaltos que la película producía en Laura, y eso
que más bien se trataba de una parodia del género de terror tan en boga en
aquellos días. A mí eso me daba igual, lo que me interesaba era la cercanía de
Laura, indiferente si los vampiros bailaban un minueto o si la silla se me
incrustaba en los huesos. Veía a un joven Roman Polanski y al despistado
profesor Abronsius sin que yo entendiera exactamente qué hacían por
Transilvania, por qué tenían que rescatar a una bella Sharon Tate, y Laura cada
vez más cerca, hombro con hombro, su mano posándose sobre la mía y luego las
pupilas engarzadas, iluminadas por el reflejo de la pantalla antes de que
nuestros labios se unieran blandamente por primera vez. «Eso también es la
magia del cine, cuántos besos furtivos no se habrán dado en este patio de
butacas. Acabarás siendo un galán como Paul Newman», me dijo mi abuelo
sonriendo cuando le conté lo que había pasado, convencido de que no revelaría
el secreto a mis padres, tal era nuestro grado de complicidad.
Aquella fue esa época feliz que
cada uno atesora con cariño en el cofre de su memoria, a la que nos aferramos
cuando llegan los días que se asemejan a farolas apedreadas, como los que
sobrevinieron en los años ochenta. Por aquel entonces se hizo famosa la canción
del grupo The Buggles El vídeo mató a la estrella de la radio, pero lo cierto
es que no solo acabó con ella, sino que fue devorando paulatinamente la
asistencia a los cines, la comodidad de elegir qué película ver en casa aunque
careciera de la calidad y la atmósfera inimitable de una sala como en la que
trabajaba mi abuelo. Eso fue solo el anuncio de lo que se avecinaba. Resultaba
desolador comprobar cómo los fines de semana había pocos espectadores, casi
nula la asistencia en jornadas laborables, y nuestro cine de barrio
transformándose en una inmensa catedral vacía, demasiado espacio hueco donde
las voces de los actores se convertían en algo así como espectrales psicofonías
procedentes de un ultramundo próximo a extinguirse. Aquello fue mermando el
ánimo del abuelo. Él, que ya se había jubilado de su trabajo habitual,
oficinista, pero que nunca lo haría de su pasión, el cine, acariciaba el
proyector que por aquella época estaba en funcionamiento, un modelo Victoria de
la marca italiana Cinemeccanica, y lo revisaba y le cambiaba la lámpara como el
cirujano que coloca una prótesis en un cuerpo que paulatinamente se va haciendo
inservible.
De alguna manera, aquellas
tinieblas se fueron expandiendo y contagiando, al menos Laura y yo fuimos
víctimas de su nefasta acción vírica. Tras un noviazgo precoz, también nos
casamos demasiado jóvenes sin atender los consejos de mis padres y los suyos,
tan apasionado era ese amor que germinó durante la película de Polanski. Luego,
la convivencia diaria, por alguna extraña razón, lo fue enfriando, más
distanciados los besos, las caricias, las risas que antes brotaban con frescura
de manantial. El nacimiento de nuestro hijo incluso, lejos de mejorar la
situación, la agravó. Tal vez comprendimos que con nuestro compromiso prematuro
nos echamos encima una losa de responsabilidad y dejamos de saborear la
inconsciente diversión propia de la juventud, esa de la que disfrutaban
nuestros amigos. Comenzamos a contemplarnos como extraños, nosotros, que nos
habíamos querido tanto, y eso era tan desagradable como la muerte de una
golondrina. A mis padres no les dije nada, solo a mi abuelo, mi confidente, mi
mejor amigo, y entonces él, apartando su propio desánimo, me comentaba que
sería una crisis pasajera, y me hablaba de las películas en las que en una
situación semejante el final había sido feliz, como si la ficción pudiese
influir en la realidad.
Aquel sábado el cine de barrio
resucitó, regresó la alegre aglomeración de antaño como si de un viaje en el
tiempo se tratara, el patio de butacas abarrotado, jóvenes y mayores,
nostálgicos de una época que ya agonizaba, parejas que allí se habían dado
ocultos besos como Laura y yo. El abuelo también parecía resucitado, su mejor
traje, ese vapor ilusionado en la mirada como el de los niños que descubren el
mundo. Él mismo había seleccionado la película, una que supuso gustaría por
igual a todos los públicos, Asesinato en el Orient Express. Sin embargo, cuando
se hizo la oscuridad y el halo de luz del proyector se materializó en el aire,
no fue ese el título que se mostró en la pantalla. Al principio hubo algunos
silbidos y protestas, pero enseguida se silenciaron para disfrutar de una
sesión de cine por la que no habían pagado nada, una sesión que sería la
última, y allí estaban de nuevo un joven Roman Polanski, un despistado profesor
Abronsius y una bellísima Sharon Tate interpretando sus papeles en El baile de
los vampiros. No pude evitar que se me humedecieran los ojos ante el detalle
del abuelo, que se tragó su propia tristeza para intentar que yo no tuviera que
beberme la mía, y me asaltó la memoria aquel lejano día en que, ante la misma
película, Laura y yo nos tomamos por vez primera de la mano, anudamos nuestras
miradas y nos besamos, esa Laura cuya piel ahora me evitaba, la misma a la que
sorprendí emocionada, retrotraída seguramente a un hermoso pasado que sin razón
justificada habíamos decidido enterrar. Fue entonces cuando se repitió aquella
lejana escena, cuando posó su mano sobre la mía, volvió la cabeza y de nuevo se
encontró la carne de nuestros labios, un sabor casi ya olvidado, bendito
abuelo, bendito cine que habían obrado una vez más la magia.
Lo extraño sucedió cuando finalizó la película, porque las luces de la sala no se encendieron. Pensé que el abuelo había decidido prolongar el postrer momento y proyectar tal vez otra película, pero nada de eso ocurrió. Alarmado, subí a la cabina y allí lo encontré derrengado en el suelo. Más tarde el médico aseguró que se había tratado de un infarto, esos problemas con la tensión arterial, y que apenas tuvo tiempo de sufrir. De eso tengo certeza, que apenas sufrió, porque en el momento que lo descubrí aún mantenía dibujado en su cara un rastro de felicidad, el mismo que gastaba cada vez que recreaba fantásticas historias en la pantalla, el mismo que me mostró aquella remota fecha en que le confesé mi primer beso durante la proyección de El baile de los vampiros.
Fernando Martínez López
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