lunes, 15 de octubre de 2018

AMOR DE REBAJAS



Es muy duro enamorarse de un imposible, más cuando todos los días lo tienes delante de tus ojos y sabes que, por mucho que te esfuerces, no llegarás a él.
Me enamoré en el mes de octubre, una mañana cuando salía del trabajo para tomar mi almuerzo. En los escasos doscientos metros que separan la cafetería de mi oficina hay una tienda de ropa. No es una franquicia, es una de esas pocas tiendas que resisten al progreso, ofreciendo un muestrario de prendas que se aleja un poco del uniforme que nos hacen vestir las grandes marcas. Siempre que cambian el escaparate, me paro un rato a mirarlo y me pregunto de dónde vendrán sus blusas, sus abrigos, los pantalones y las faldas, los vestidos y los complementos que no están en ninguna otra parte de la ciudad.
Como decía, el dos de octubre, exactamente a las doce y cuarto, me enamoré.
Pasaba por delante cuando vi que detrás del cristal había movimiento. Un escaparate es algo estático, como una foto fija, un anuncio gigante de lo que contiene la tienda, pero ese día no era así. El hijo del dueño, que debe tener aproximadamente mi edad, caminaba descalzo por el estrecho espacio publicitario mientras colocaba la ropa en los maniquíes. No pude evitar quedarme mirando la delicadeza con la que dejó una bufanda, un gorro y unos guantes que parecían querer escaparse de la maleta antigua que reposaba en un rincón. Tampoco se me pasó por alto aquel resto de la poda de otoño que simulaba un árbol con las hojas caídas —algunas de las cuales estaban en el suelo— del que colgaban como descuidados pendientes y collares. Cuando estaba a punto de marcharme, recogió de una banqueta un abrigo que yo no había visto y comenzó a ponérselo al maniquí central. Desde ese momento, no pude moverme. Cuando terminó de abrocharle los botones, fue acariciando la tela para alisarla y sus manos se pararon en la cintura del muñeco mientras sonreía, supongo que orgulloso de su creación. De la manga del abrigo colgaba una etiqueta con el precio a la que dio la vuelta para que se viera, concluyendo su trabajo.
Entonces se volvió para salir de allí y nuestras miradas se encontraron. Estoy segura de que no se dio cuenta del torrente de sensaciones que lo que había hecho provocaron en mí, pero tuvo que notar que enrojecí hasta las orejas. Logré que mi cuerpo volviera a responder a las órdenes de mi cerebro, pero mi corazón estuvo un rato latiendo rebelde. Desconsolado por mi triste manera de hacer el ridículo —¿no había podido sonreír sin más y alejarme de allí?— y por la certeza de que lo bonito de la vida siempre ha sido para mí inalcanzable.
Me marché enamorada. Eso lo supe en cuanto volví a pasar por delante del escaparate y no fui capaz de conseguir que mi corazón siguiera la secuencia correcta de latidos.
Por la noche, en mi cama, no podía dejar de pensar en aquel hipnótico lugar. En ese tiempo en el que el sueño aún no te ha vencido, encontré una esperanza para mí. Requería de tiempo, constancia, paciencia y suerte, pero ahí estaba.
Seguí pasando cada día frente al escaparate y, en todos ellos, mi mirada acababa tropezando alguna vez con el hijo del dueño. Su sonrisa cruzándose con mis ojos era la contraseña para marcharme y, por la acera, me seguían como una estela la alegría, el deseo y la esperanza. Lo iba a conseguir.
Enero llegó y, con él, el frío que se había unido a la fiesta del invierno. Arrebujada en mi vieja cazadora, protegida porun gorro y una bufanda, pasé por delante de la tienda como cada mañana. El hijo del dueño estaba dentrodel escaparate, pues había llegado la temporada de rebajas. Agachado al lado de la maleta, ponía unos cartelitos al lado de cada prenda con sus descuentos. Me quedé un momento más, curiosa por saber qué harían las matemáticas con aquel escaparate del que conocía cada detalle de memoria, tranquila porque él estaba de espaldas y no era capaz de ver que lo observaba.
Ambos nos giramos  cuando sonaron las campanillas de la tienda y entró una mujer. Fue directa a hablar con él y le obligó a dejar su tarea para atenderla. Al salir del escaparate se dio la vuelta para ponerse sus zapatos y me sonrió cuando agarraba el maniquí que vestía el abrigo y lo metía dentro de la tienda. La mujer le habló y él la saludó con dos besos y una de esas sonrisas que me dedicaba cada día.
Sentí que algo se secaba dentro de mí y, en cada paso a la cafetería, podía escuchar un crujido: eran mis ilusiones haciéndose pedazos. Unas campanillas habían dado el pistoletazo de salida para que se quebrasen, como las ramas frágiles de un árbol que ha perdido hace mucho la savia que le da la vida. Había esperado, había tenido paciencia, pero acababa de presenciar que de poco me había servido.
No regresé de vuelta al trabajo por el mismo camino.
Sin embargo, al día siguiente, volví a pasar frente a la tienda. Sé que el tiempo se encarga de borrar la tristeza si le das opción y yo a ella no la quería como compañera de mi vida. Si en mí se había despertado esa emoción poderosa que me llenaba de dicha una vez, ¿por qué no se podía repetir? No debía idealizar esa primera emoción, por mucho que me costara aceptar que había llegado tarde a alcanzar mi sueño. Volví a parar en el escaparate y vi que de nuevo estaba en él el abrigo, pero con un cartel que decía “vendido”. Miré dentro de la tienda y descubrí que la misma mujer que hizo sonar las campanillas había vuelto.
Me marché.
Un rato después, en la cafetería, alguien me habló, obligándome a detener el remolino que trazaba la cuchara en un café que ya no necesitaba más vueltas.
—Perdona, eres la chica que se para todos los días delante de la tienda, ¿verdad?
Miré al dependiente y tuve que hacer malabares para no tirar la taza. Tenía su sonrisa frente a mí, sin un cristal de por medio, y en la mano llevaba una gran bolsa con el logotipo de la tienda. La levantó y me la mostró.
—Te lo cambio por un café —me dijo.
En alguna parte siempre existe alguien que es capaz de adivinarte. Hugo, así averigüé que se llamaba, adivinó que hacía tres meses que me había enamorado de un abrigo de precio inalcanzable. Como él se había enamorado de mí; así lo sentí en su mirada.
Después de ese café empezó otra historia, pero esa es mucho más larga de contar.





Mayte Esteban
Publicado en la Revista Pasar Página

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