lunes, 2 de marzo de 2020

Siempre le gustó Chopin...


Siempre le gustó Chopin, el aire melancólico de sus composiciones; los dedos del pianista deslizándose por las teclas como si acariciara algo que le deleitara. Esas teclas, la carrocería de un Bentley, una mejilla húmeda tras deslizarse por ella una lágrima fugaz. Todo eso era capaz de transmitir el pianista —ojos cerrados, expresión plácida— que obsequiaba a la concurrencia reunida en el local con los compases del Nocturno número 2 op.9. En el local al que acababa de entrar el tipo que escrutaba cada gesto, cada movimiento del pianista, no cabía un alma más. Lo mejor de cada casa estaba allí. Ellas, arregladas sin dejar ningún detalle al albur de la improvisación: trajes exquisitos, los labios pintados con ese punto justo de brillantez, la raya de los ojos perfilada con suavidad. Ellos, elegantes, incluso discretos, con el pañuelo asomando lo justo por el bolsillo superior de la chaqueta y las corbatas con su nudo inglés impecable. A ojos del tipo, un decorado rancio en color sepia.

Había pedido un wiski solo mientras escrutaba el panorama. Estaba de paso en la ciudad. Un viaje de negocios, una operación bien saldada, un buen pellizco de dinero para sus socios y para él —una empresa de intercambios comerciales. Sus jefes ponían la pasta y la gestión. Él, la cara bonita y sus modales–. Y la vio. Un estallido de luz resquebrajando la oscuridad. Rubia, pelo recogido y vestido negro ajustado. Sostenía la copa de lo que bebiera —por la forma de la copa sospechó que champaña— riendo las confidencias de un fulano alto y pelo entrado en canas. Pero al fulano le saludó otro tipo de parecida fisonomía y de atuendo casi tan perfecto como el suyo, ocasión que ella, de manera fugaz, aprovechó para echar un vistazo a su alrededor. Un vistazo que, de normal, hubiera abarcado los 180º que podía escudriñar desde su posición, acabó en los 45, quizás 60º; en el punto de la barra donde se encontraba el tipo que venía observándola desde que reparó en ella. Una sonrisa ella, una inclinación de cabeza él, nueva sonrisa de ella, nueva inclinación de cabeza él.

Él se dirigió al camarero y le pidió otro wiski, y también una copa de champaña. Del que bebe esa señorita de vestido negro. Seguro que la conoce. A que sí. Conoce la marca, ¿verdad? Una copa, por favor. Yo se la llevo, no se preocupe, le dijo con la misma suavidad no exenta de seguridad con la que derribaba resistencias en una negociación antes de cerrar un trato.

–Si me sostiene la copa, le puedo encender el cigarrillo —le sugirió él a modo de saludo cuando la vio sacarlo de su bolso–. Luego, si le apetece, se lo puede fumar en la terraza –prosiguió con la mirada puesta en el lugar al que se refirió, a una decena de pasos de distancia de ellos— mientras compartimos esta copa. ¿Qué le parece el atrevimiento?

Una chispa brillante asomó en la mirada de la mujer que el tipo interpretó como una respuesta afirmativa a su propuesta. Sin mediar palabra, se dirigieron a la terraza, abierta al mar que lamía la falda del promontorio sobre el que estaba construido el mejor local de la ciudad.

—Eres… —dejó caer ella.

–Soy, sí.


Hasta allí se oían los ecos del pianista acariciando las teclas del piano. El reflejo de la luna se esparcía con calma por la superficie de un mar plácido. Una noche perfecta para conocerse dos desconocidos y hacer de ella un motivo que recordar para siempre.

Nocturno número 2 op.9. https://youtu.be/9E6b3swbnWg

Víctor Fernández Correas









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