lunes, 9 de marzo de 2020

DEJA QUE HABLEN de Marisa Sicilia






— ¡Jesús! Pasa el plato de jamón, que los demás también lo queremos probar.
—Sí, hombre, a ti te lo voy a dar. ¿Quién lo ha cortado? Haber colaborado como hemos hecho los demás.
— ¿Tú? ¿Tú has colaborado? Habrá sido para servirte el jamón.
— ¿Te parece poco?
—Qué cabrón —soltó Andrés, su cuñado, mientras Javi, uno de los pequeños de la familia con solo seis años, le reía la gracia.
—No sufráis, que hay jamón para todos —terció Teresa dejando dos platos más sobre la mesa.
—Dejad ya de sacar comida y venid a sentaros —dijo Lucía, una de las nueras.
—Enseguida. Vosotros id comiendo.
—Es que es muy injusto, ¿a que sí, tía? —saltó Nuria—. ¿Por qué tienen que ser siempre las mujeres las que sirvan la mesa y las que cocinen mientras los hombres se quedan sentados?
—Pues no veo yo que tú te muevas mucho —dijo Jesús que, además de cuñado de Andrés, era el padre de Nuria.
—Ya —dijo Nuria risueña—, pero lo hago por eso: para no perpetuar los roles. ¿A que sí, abuela? ¿A que tú me entiendes?

—Dejad a la niña que bastante tiene con estudiar —respondió Pilar, la abuela, haciendo hueco en la mesa para una bandeja de hojaldres rellenos de gambas.
— ¿Y por qué a Carlos y a Vero no les decís nada? —preguntó Nuria señalando a su primo y a su hermana menor.
—Eso, echad una mano —dijo Jesús.

Los primos estaban con el móvil, pasándose fotos e intercambiando likes.

—Venga, vamos a ayudar —propuso Carlos—. ¿Qué hay que hacer, abuela?
—No hay que hacer nada. Sentaos a la mesa y empezad a comer.
— ¿Ves? —dijo Vero mirando a su padre.
—Pero si aún falta Raúl.
—Raúl llegará tarde. Como si no lo conociéramos. Vosotros comed, que ya comeremos los demás.

El timbre sonó y Pilar apresuró a los nietos.

—Mira, si antes hablamos… Anda, id a abrir, que seguro que es vuestro tío.
Los dos echaron a correr pasillo adelante. Ganó Vero.
—¡¡Tío!!
— ¡Sobrina!
—El que faltaba —dijo Jesús cuando Raúl y su penúltima pareja entraron en el salón—. Lo que te gusta hacerte de rogar.
—Yo a destiempo, ya me conoces.

De los tres hijos de Pilar, Raúl era el menor y el único que no le había dado nietos y, quizá por eso mismo, el favorito de los sobrinos y el que más caso les hacía.

— ¿Cómo andamos, Francisca? —dijo acercándose a la anciana que, silenciosa y encogida, presidía la mesa.
— ¿Por qué la llamas así? —protestó Teresa—. Es tu abuela.
—Pero si a ella le gusta, ¿verdad, abuela? —rectificó Raúl un poco arrepentido. Ese día se juntaban veinte personas en casa de su madre. Todos familiares directos. No quería que ya, tan pronto, empezaran a saltar las chispas.

Le dio un beso y Francisca se fijó en él. Su rostro arrugado se iluminó con una sonrisa.

—Raulito…

Raúl rio, como si aún fuese el niño al que su abuela le perdonaba las trastadas. Francisca tenía noventa años, todavía conservaba la lucidez, pero había ido perdiendo energía mes tras mes. Se quedaba ausente con frecuencia, cuando se levantaba tenía miedo de caerse, confundía los tiempos y a veces le ocurría que no sabía si era la hora de acostarse o acababa de levantarse.

En parte por eso, Pilar había insistido tanto en aquella reunión. La familia había ido creciendo. Era complicado juntarlos a todos. Cuando unos no habían salido un fin de semana, otros tenían examen o habían quedado con los amigos. La excusa había sido el cumpleaños de Pilar, pero era lo de menos. Lo importante era que estuvieran todos juntos. Además de sus hijos y nietos, también estaba la familia de su hermana Carmen. Tenían otros dos hermanos que se fueron de jóvenes a Alemania. Durante algunos años regresaron con relativa frecuencia y traían con ellos a sus hijos. Pero ahora esos hijos, igual que los de Pilar, tenían su propia familia y nada los unía al país de sus padres.

— ¡Tío! —exclamó Nuria abrazando mimosa a Raúl cuando se sentó a su lado, mientras Ana, su pareja, se acercaba a la cocina a ver si necesitaban ayuda.

Pilar apareció repartiendo platos de langostinos a la plancha.

—Venga, que esto se enfría.
—Ay, no, pobrecitos —dijo Nuria poniendo la mano en el plato para que no le sirvieran.
—Pero si no es carne —insistió Pilar.
—Que no es eso. Son animales igual. No entiendes, abu.
—Déjala, abuela, que está tonta —dijo Vero—. Dámelos a mí.
— ¿Ahora también eres vegana? —preguntó Raúl con voz llena de asombro.
—Feminista, vegana y perroflauta. El lote completo —sentenció su tío Andrés.
—Vegana cuando quiere —dijo su padre—, porque el jamón bien que lo comes.
—Es que está tan rico… Intento ser fuerte, pero es muy difícil —se justificó Nuria.
— ¿Le pongo unos langostinos, madre? —preguntó Pilar a Francisca.

Francisca puso gesto de desconcierto. Pilar repitió la pregunta.

—Échaselos —dijo Carmen—. Yo se los pelo.

Su hija comenzó a pelarle los langostinos y Francisca se fijó en toda la gente que estaba sentada a la mesa. Eran muchos. Normalmente estaban ellas dos solas y su yerno, Carmen venía algunas tardes, también los niños. Bueno, los niños, ya eran hombres, como Raulito. Pero no sabía quién era aquel otro que hablaba tan fuerte, ni la mujer con un bebé en brazos, ni el pequeño que jugaba con unos muñecos mientras su madre —tenía que ser su madre—, una chica rubia, muy mona y muy fina, le partía una tortilla francesa y se la daba a trocitos. También reconocía a Teresa, a Juanjo, el hijo mayor de Carmen, y tras un instante de vacilación, identificó a la chica del pelo largo y el vestido muy corto. Era Nuria, la primera en nacer de los nietos de Pilar, la hija mayor de Jesús. Tan guapa, tan lista. Su bisnieta.

—De verdad que me interesa —decía Raúl conciliador—. Quiero entenderos. Piensa que venimos de una época que fue revolucionaria en cuanto a la integración de la mujer. Hubo avances en todos los campos, en el trabajo, en la política, en la universidad. Yo creía que ahora lo teníais más fácil y, sin embargo, hay más malestar que nunca. Toda esta radicalización, tanto hablar de visibilidad…
—Esta qué te va a explicar. Si solo se les da bien quejarse —dijo Andrés—. Pues no tenéis que espabilar ni nada, que le digan a tu abuela Francisca lo que es el feminismo. ¿Eh, abuela? ¿Usted qué piensa?

Francisca miró a aquel hombre que hablaba tan alto. Ya caía, era el marido de Teresa. Lo mismo por eso su nieta siempre andaba de mal humor y rara era la vez que no acababa discutiendo con la madre.

—Claro que se ha avanzado, pero no podemos conformarnos con esperar a que las cosas se solucionen solas porque no va a pasar —dijo Nuria, ignorando a su tío Andrés y centrándose en Raúl—. ¿Cómo va a ser radicalidad reivindicar una auténtica igualdad? ¿Cómo no va a haber malestar si no puedo salir de noche sin tener miedo de que me maten o me violen?
—Pero siempre va a haber delincuentes, canallas, violadores, asesinos… Eso no vais a cambiarlo ni vosotras ni nadie, está en la naturaleza humana.
—A lo mejor no, pero para empezar no estaría mal que la sociedad dejara de culparnos a nosotras y no a los auténticos responsables.
—Mira, en eso te doy la razón —dijo Julia, la chica que tenía cogido en brazos al bebé—. Y donde aún hay un montón de trabajo que hacer es respecto a la conciliación familiar, que mucho llenarse la boca, pero aquí las únicas que conciliamos somos nosotras.
— ¿Y qué quieres que haga si cada vez que aviso que voy a faltar me ponen mala cara? Y si dices que es por tu hijo es aún peor. Tengo que estar inventando excusas.
—Pues imagina nosotras. Gracias a que en el curro somos dos compañeras y nos echamos un cable la una a la otra, pero tengo montones de amigas que no han visto más salida que dejar de trabajar y otras muchas que no se atreven a quedarse embarazadas o que lo van dejando, dejando…
—Pero es que tanto cambio, tanto cambio… Los niños tienen que tener un hogar —dijo Tomás, el marido de Pilar—. No como ahora que ya no se sabe quién es el padre, quién es la madre…
—Tú come y calla —dijo Pilar pensando en Sofía, que estaba sentada en una esquina de la mesa y era la nueva pareja de su sobrino David. Sofía tenía dos hijos de un matrimonio anterior que no habían venido porque pasaban el fin de semana con su padre.
—Me callaré si me da la gana —protestó Tomás.
—Es que también hay que cambiar eso —dijo Nuria—. El concepto de familia. No hay un único modelo de familia, como no hay una única clase de amor. Hay que superar ideas preconcebidas y hacerlo desde el respeto.
—Me parece muy bien, pero a mí no me traigas más chicos a casa hasta que llegue el definitivo —dijo su padre—, porque anda que el de la semana pasada…
—Marcos es solo un amigo, papá, ya te lo he dicho. Además es gay.
—Pero como dices que hay tantos tipos de amor… Ya no sabe uno qué pensar.
— ¿No quiere más, madre? —dijo Pilar—. ¿Le traigo mejor un poco de sopa?

Francisca dijo que sí con la cabeza y al poco rato ya tenía el plato delante. Empezó a comer despacio. La mano le temblaba, pero si no llenaba mucho la cuchara conseguía no derramarlo. Dejó de prestar atención a las voces. La aturullaban, tanto ruido, tanta gente. Le gustaba oír a Nuria. Pilar le contaba cosas de ella. Que iba a la universidad, que había empezado a estudiar Derecho. Una bisnieta suya en la universidad. Si lo supieran en Villafranca…

Francisca había nacido en un pueblo de la Mancha, se crio entre viñedos y olivares. Tuvo una niñez dura, en plena posguerra, con el padre muerto, la madre y ella solas. Con catorce años se puso a servir. Fregaba los suelos de rodillas con un cepillo, una bayeta y un cubo. Cuando tenía la edad de Nuria, se casó con Sebastián, su primer y único novio. Estuvieron dos años hablándose, uno de ellos por carta porque a Sebastián le llamaron a quintas y le destinaron a Melilla. Le escribía unas pocas líneas con letra torpe que Francisca tardaba días en descifrar porque apenas sabía leer. Fue en el 46 y llegó intacta a la noche de bodas tras resistir todos los intentos de avance de él, tanto por las buenas como por las malas, porque sabía que si cedía ya no la respetaría.

—El mito del amor romántico es otra manipulación para condicionarnos y limitarnos —decía Nuria—. ¿Por qué una ruptura tiene que verse como un fracaso? ¿Por qué hay que aspirar a estar con la misma pareja toda la vida? Estaré si estoy a gusto, si los dos estamos a gusto, pero si no, adiós muy buenas. Y si estoy bien con dos personas a la vez, ¿dónde está el problema?
—Eso, libertad… Cachondeo —dijo Andrés.
—Pues lo que han hecho los hombres toda la vida —dijo Carmen, que en los años ochenta se enteró de que su marido tenía una querida. Se divorció para escándalo de la familia y los amigos que le decían que aguantase por sus hijos. Sus hijos ya eran hombres y su marido terminó casándose con la otra. Carmen se había quedado sola todo aquel tiempo. Bueno, sola no, tenía a Pilar que había respetado su decisión. Por aquel entonces, Francisca y Sebastián vivían en el pueblo y solo se veían durante los veranos.
—Di que sí —dijo Julia—. Tú aprovecha y diviértete que ya tendrás tiempo de cenar siempre el mismo postre.
—Tendrás tú queja —dijo su marido.
—Ay, hijo. Como cuando teníamos veinte años no es.
—Espera a que volvamos a casa y me lo cuentas.
—Eso, Juanjo, deja alto el pabellón.

En sus noventa años de vida nunca había hablado Francisca de lo que sucedía en la cama entre un hombre y una mujer. Antes no se estilaba y ahora no había nadie para oírla. Podía habérselo contado a Pilar, pero le daba reparo y bastante trabajo tenía ya con los nietos y el marido y el que le daba ella misma para andar entreteniéndola con cuentos más viejos que Calleja.

Cinco hijos había tenido sin que aquello le diera ni frío ni calor. La noche de bodas, después de tanta espera y tanto ruego, terminó en diez minutos. Después, en los primeros tiempos de casados, le pusieron un poco más de intención. Sebastián la perseguía en cuanto entraba por la puerta. Ella le esquivaba y se hacía la entretenida con la cena, con la plancha o la costura. Al final se dejaba convencer entre risas. Era la mejor parte, aquel juego del sí pero no. Luego todo volvía a acabar sin que le diera tiempo a enterarse y Francisca se quedaba con ese algo insatisfecho, despierta y desvelada, mientras Sebastián se echaba a un lado y al rato ya roncaba.
Después vinieron los hijos y se le quitaron del todo las ganas, pero él insistía, insistía… Si hubiese sido como hoy en día, con la píldora, las cosas que aprendías con la televisión, tanto como se sabía, pero por aquel tiempo Francisca solo podía pensar que por un rato de gusto —de gusto para él— luego tenía que estar nueve meses con el vientre hinchado, partirse en dos para dar a luz y penar todos los días por sacar a las criaturas adelante. Cuántas noches sin dormir por las calenturas, cuántos pañales que lavar, la leche que se le cortó cuando Pilar tenía cuatro meses, Miguelín, que murió de meningitis a los dos añitos, Carmen, que nació prematura y era igual que un gatito y tuvieron que criarla entre algodones y las vecinas iban a verla y decían que para que se quedara como un vegetal mejor que se la llevara Dios…

—Es igual que la dependencia. Todas las horas que las mujeres dedican a cuidar de personas mayores, de los discapacitados… ¿Quién lo haría si ellas no se ocuparan? ¿Por qué no tiene ningún reconocimiento a la hora de cotizar en la Seguridad Social? Porque tradicionalmente el trabajo de la mujer no se valora.
—También hay hombres que cuidan —dijo Raúl.
—No compares. ¿Cuántos hombres? ¿Uno por cada diez mujeres? ¿Dos por cada cincuenta? Ni eso.
—No tengo las estadísticas.
—Búscalo en Google —dijo Andrés—. Pon feminazis, a ver qué te aparece.
—La abuela Pilar, por ejemplo —insistió Nuria—. Si ella no se ocupara de la abuela Francisca, el Estado tendría que pagarle una residencia. ¿O la iban a dejar tirada en la calle con noventa años?
—Le he dicho un montón de veces a tu madre que se venga una temporada conmigo —dijo Carmen dirigiéndose a Raúl—, pero tiene que ser lo que ella diga. Ahora, que yo se lo tengo dicho a mis hijos, cuando no pueda valerme por mí misma me voy a una residencia.
— ¿Qué habláis ahora de residencias? —cortó Pilar entrando con el asado.

Tuvieron dos hijos más, dos varones, Ramiro y Nicolás. Los dos se marcharon a Alemania a finales de los sesenta. En el pueblo no había trabajo, las chicas acabaron tirando para Madrid, primero Pilar y enseguida Carmen. Sebastián y ella se quedaron en el pueblo. Hasta que él murió con setenta y cinco años, Francisca no supo lo que era tener dinero propio. Cualquier gasto, un arreglo en la casa, una ayuda para sus hijas, un regalo para los nietos, tenía que pedirle el dinero a él. Discutían mucho por eso en los últimos tiempos. No es que fuera malo, pero se volvió avaro. Eran los noventa y seguían viviendo como en los cincuenta, comiendo cocido a diario y cenando pan con un trozo de queso. Cuando le ingresaron la pensión de viudedad —una miseria porque los jornales del campo cotizaban lo mínimo, pero el primer dinero del que no tenía que dar cuentas a nadie—, se compró un abrigo porque llevaba veinte años con el mismo.

No era malo, no, Sebastián. Trabajador, cabal, hombre de su casa, que no paraba en los bares ni se metía en querellas. Ella le preparaba la ropa, tenía la comida a punto, le insistía los domingos para que se diese un baño porque le gustaba poco el agua y se lavaba como los gatos. Tuvieron una época mala, cuando los niños eran chicos y ella le rehuía porque no quería volver a quedarse embarazada, le daba la espalda y él estaba de mal humor y discutían por cualquier cosa. Al final, Francisca cedía y Sebastián estaba unos días más contento. Traía alguna golosina para los niños, andaba zalamero con ella, pero a Francisca aquellos mimos le dejaban un regusto amargo.

Luego su suegra enfermó. Una parálisis la dejó en cama. Los hermanos de Sebastián se habían ido a la ciudad. Solo quedaba ella. Sus suegros se mudaron a su casa. Hubo que dejarles una habitación. Francisca lavaba y cambiaba a la madre de su marido, le curaba las heridas, atendía al suegro. Sebastián dejó de insistirle y se aguantaba si la camisa que pensaba ponerse no estaba planchada.

Cuidó de ellos hasta que fallecieron. A su madre no. A ella no hizo falta cuidarla. Murió joven, tanto que no llegó a conocer a su primera nieta. Andaba mala y no quería ir a los médicos. Francisca se empeñó. Estaba de siete meses cuando consiguió convencerla, subirla al autocar y llevarla a la ciudad. Aún se acordaba del gesto del doctor cuando preguntó si no la había acompañado su marido. Tenía un tumor en el páncreas. A su madre no se lo contaron. Francisca no tuvo el valor de decírselo, se quedó como atontada, sujetándose la tripa como si la criatura fuera a escapársele si la soltaba. Volvieron al pueblo calladas, cogidas de la mano. Murió un mes más tarde. Francisca siempre pensó que su madre adivinó desde el principio que le quedaba poco tiempo.

—Pues no lo entiendo, tan modernas que sois para algunas cosas, ¿por qué no queréis que se legalice la prostitución? Se acabaría con las mafias, tendrían derecho a pensión, revisiones sanitarias, más controles…Si son ellas las que lo piden. No sois coherentes. ¿No decís que cada una puede hacer con su cuerpo lo que quiera?
— ¡Pero es que no es así! —clamó Nuria—. La legalización no acabaría con las mafias, seguiría existiendo explotación. No hay libertad para elegir, se trata de pobreza. ¿Quién ejerce la prostitución? Mujeres del este, africanas, latinoamericanas…
—Putas emigrantes que nos quitan el trabajo —dijo Andrés volviendo a hacerse el gracioso.
—No es un trabajo, es una degradación. No puede haber una ley que permita humillar a otro ser humano a cambio de dinero.
—Díselo a mi jefe —terció Juanjo.
— ¡Y al mío! —se unió David.
Las risas corrieron por la mesa, pero Nuria no rio. Era joven, se exaltaba, le dolía, se ponía en el lugar de esas mujeres y no podía controlar la náusea.
—Vale, legalicémoslo —dijo Nuria alzando la voz—, que sea una profesión y cualquiera pueda ejercerla, que les digan a las niñas en las escuelas que de mayores pueden ser prostitutas, que es un oficio tan bueno como cualquier otro. ¿Qué os parecería si os dijera que en lugar de estudiar Derecho me voy a hacer prostituta?
Andrés respondió primero.
—Si fueras mi hija te metía una hostia…
—Bueno, ya está bien —saltó Teresa volviéndose a su marido, mientras Carlos, el hijo de ambos, miraba al plato y pensaba en el momento en el que les dijera que era homosexual y, como otras veces, decidió que ese día podía esperar.
—Nuria, hija, ¿podríamos hablar de otra cosa? —dijo su padre.
—Si es que siempre tienes que liarla —recriminó el abuelo Tomás a Raúl—. Parece que disfrutas sacándola de quicio.
—Pero si solo estábamos charlando. Sois vosotros que no sabéis mantener una conversación.
—Anda que estarás orgullosa de que tu abuela te oiga hablar así. Como lo hagas igual cuando seas abogada… Te auguro un carrerón.
— ¡Dejad a la niña en paz! —exclamó Pilar.
—Escuchad… —comenzó Francisca, aunque apenas se la oyó. Tenía la voz atrofiada por la falta de uso.

—Callad, que la abuela quiere decir algo —pidió Carmen.
—Eso, escucha a los mayores —dijo Andrés—. ¿Usted qué dice, abuela? En sus tiempos no pasaban estas cosas, ¿verdad que no?

No sabía cómo empezar. Nunca había aprendido a usar las palabras. Creció en una época en la que te enseñaban —te obligaban— a callar. Nunca habló con su madre, apenas con su marido, poco más con sus hijas. No de las cosas importantes. Se callaban. Se lo guardaban para ellas.

—A mi padre lo mataron en la guerra —empezó con la voz cascada y baja—. Yo tenía ocho años y mi madre se quedó sola conmigo y con mis dos hermanos. El mediano murió en el 37 y al chico se lo llevó una hermana de mi abuela que no podía tener hijos y lo crío como si fuera suyo. Mi madre iba a espigar, a la vendimia, a recoger aceituna, a rebuscar cebollas. Había días que solo teníamos bellotas para comer y otras ni eso, ni un mendrugo de pan porque le daban lo peor del racionamiento, las judías llenas de gusanos y el pan mohoso. Teníamos que limpiarlas y coger las que se podían comer y quedaba un puñado como esto —dijo Francisca mostrando la mano cerrada y temblorosa.
— ¿Has oído, Javi? —interrumpió su padre—. Judías con gusanos para cenar. ¿Qué te parece?
Javi, que para comer tenía que estar jugando con los muñecos de Spiderman o si no no comía, puso cara de asco. Andrés también iba a decir algo, pero las otras voces fueron más fuertes.
—Callaos ya. Dejad que hable la abuela.
—Pasamos mucha hambre y mucha miseria, mucha necesidad. Una mañana me levanté y no había comida, como no la había habido el día antes. Mi madre estaba sentada al lado del puchero, pero no había nada dentro, las pajas estaban apagadas. Yo lo sabía, pero de todos modos me senté a la mesa, esperando que ella trajera algo…

La voz de la abuela se quebró. Estaba a punto de echarse a llorar.

—No se fatigue, abuela.
—Cuántas penas.
—Para que nos quejemos ahora.

Y el murmullo de voces que poco a poco volvían a lo suyo y no querían saber nada de calamidades pasadas fue creciendo.

—Mi madre se levantó, cogió la toquilla y se echó a la calle —dijo Francisca recuperando la fuerza, imponiéndose sobre las otras voces—. Volvió al cabo de un rato y traía una hogaza entera de pan. Lo puso encima de la mesa y dijo: «Come, come hasta que te hartes». Me comí más de la mitad, todavía recuerdo lo bueno que estaba, caliente, recién hecho. Le dije: «¿Tú no quieres?» deseando que dijera que no, aunque la tripa me dolía de comer tanto y tan deprisa. Ella dijo: «No puedo. Me da asco».

La abuela Francisca siempre estaba callada, apartada en su rincón, los más jóvenes se habían acostumbrado a verla como algo querido, pero poco más que parte integrante de la decoración de la casa de la abuela Pilar. No entendían por qué de repente se empeñaba en recordarles un pasado que había quedado atrás hacía mucho, mucho tiempo.
Pero Francisca se entendía.

—Mi madre se hizo puta aquel día para darme de comer. Tuvo que dejar que el del racionamiento le hiciera las marranadas que le diera la gana para traer a casa aquella hogaza de pan. Y tuvo que callar y aguantar que la gente la señalara y hablase a sus espaldas. Y cuando fui moza, los hombres me buscaban y, como mi madre era una puta, decían que yo lo sería igual y uno que llamaban el Fino casi me desgració cuando tenía catorce años. Gracias a mi madre que llegó en ese momento y le atizó con la badila del brasero y le hizo una brecha en la cabeza y luego él casi la mata, que tuve que llamar yo a los guardias, y a él le dejaron libre y a mi madre se la llevaron al cuartel y no la soltaron hasta el día siguiente. Y yo te digo, hija, yo te digo —repitió Francisca dirigiéndose a Nuria—, que no quiero para vosotras lo que tuvimos que pasar las demás, que no aguantéis a un hombre porque os haga falta su comida o su dinero, que estéis con quien queráis, pero que sea por gusto, no por necesidad ni por miedo. Y que ojalá llegues a mis años y tengas que explicarle a tus nietas lo que era ese miedo porque eso querrá decir que ellas no lo conocieron.

La mesa estaba en silencio, la mano de Pilar sujetaba la de su madre. Francisca estaba muy emocionada, igual que sus hijas y que la misma Nuria, y también Vero, que perdonó un poco a su hermana que siempre acaparase toda la atención.

—Vamos a conseguirlo, abuela. Ya verás —dijo Nuria.
—No, yo ya no lo veré. Pero tú sí y vosotras —dijo dirigiéndose a Vero y a la chiquitina, Cristina, que dormía en brazos de Julia.
—Vamos a brindar por eso —dijo Raúl para recuperar la iniciativa. Estaba acostumbrado a ser quien llevara la voz cantante en las reuniones familiares, pero aquel día la situación se le había ido de las manos. No sabía si le habían dado la comida a su madre o aún estarían a tiempo de arreglarlo—. Y por la abuela Pilar, que para eso es su cumpleaños.

—No, no. No brindéis solo por mí —dijo Pilar espantando el nudo de lágrimas que tenía en la garganta—. Brindad por todas, por todas las mujeres de esta familia.
— ¿Y nosotros qué? —se quejó su marido—. Brindad también por nosotros.
—A vosotros ya os tocará otro día —dijo Pilar sin ceder.
—Venga, por nosotras —dijo Julia alzando la primera la copa.

Se oyeron más protestas, preguntas de si se podía brindar con Coca Cola, alguien descorchó una botella de cava y el estruendo y los gritos de susto sobresaltaron al bebé que se despertó.

—Por las mujeres empoderadas —dijo Raúl.
— ¡Por nosotras! —dijeron ellas a coro.

Hubo risas, besos, abrazos… Vero y Carlos trajeron la tarta de cumpleaños, Pilar sopló las velas y llovieron los regalos. El suelo quedó lleno de papel de colores y lazos, sobre la mesa aparecieron un bolso, dos pañuelos, un perfume, un robot aspirador… El salón se fue despejando. Los hijos de Carmen se marcharon pronto, Andrés había cogido por banda a su cuñado Jesús y le explicaba lo bien que marchaba su nuevo negocio, Teresa salió al balcón a fumar tranquila un cigarrillo, las nueras de Pilar se ponían al día en la cocina y Raúl animaba a Vero y Carlos a dejarse de tanta red social y les proponía llevárselos ese verano a Roma si prometían olvidar el móvil en casa.

En una esquina del salón, Nuria conversaba con su bisabuela. Francisca hablaba en voz baja desde su sillón junto a la ventana y Nuria asentía con las pupilas brillantes y liquidas.

En la mesa, Carmen y Pilar tomaban un café mientras dejaban que el lavavajillas se encargase de los cubiertos y los platos, ignorando los ronquidos ocasionales de Tomás, que dormía la siesta en el sofá.

— ¿Tú sabías lo de la abuela?
—Qué va, madre nunca me dijo nada. ¿Y tú?
—A mí tampoco, pero algo había oído —reconoció Carmen.
— ¿Y eso?
—Me lo contó Benito, el marido de Asunción, la prima de madre, que en Villafranca lo sabía todo el pueblo y que las mozas no se juntaban con madre para que no les echaran la misma fama.
— ¿Y me lo cuentas ahora?
— ¿Y cuándo querías que te lo dijese? Menudo plato de gusto enterarte que tu abuela era puta. Además, Benito siempre fue un correveidile y un liante. Le pregunté a Asunción y me dijo que no sabía nada de eso, que ella nunca le había vuelto la cara a madre.

Pilar calló. Ellas no se habían criado en Villafranca. Cuando sus padres se casaron, se fueron a vivir al pueblo de Sebastián. Las pocas veces que vino de visita algún miembro de su familia, su madre lo recibió y lo atendió con toda la dignidad que permitían los escasos medios de entonces. Pero, si hacía memoria, le parecía recordar el gesto serio y el golpe seco con el que se cerró la puerta cuando la prima de su madre vino a verlas.

—Tenías que habérmelo dicho. Me habría gustado saberlo —dijo Pilar.
—Eso lo dices ahora, porque si hubieses estado en mi lugar, con Benito rebozándomelo y la prima Asunción sin decir una palabra… Menuda vergüenza.
—La habríamos defendido.
— ¿Y de qué habría servido? Eran otros tiempos. Esto que te digo pasó… Date cuenta, era Juanjo pequeño y David no había nacido.

Pilar no insistió. Había sido un día largo con los preparativos de la comida, tanta gente metida en un piso de ochenta metros, y eran setenta años los que cumplía. La gente joven no quería complicaciones, Teresa y lo mismo sus nueras le habían dicho que por qué no lo celebraban en un restaurante, que para qué tanto jaleo, pero ella estaba contenta por cómo había ido todo, feliz de tenerlos allí.

Nuria seguía escuchando a su abuela y Carmen se picó. Su madre había sido siempre tan reservada…

— ¿Qué le estará contando?

Pilar se volvió hacia ellas y experimentó una fuerte emoción, mezcla de amor y orgullo por las dos, por la madre y por la nieta.

—No lo sé, pero deja que hablen.


Marisa Sicilia





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