— ¡Jesús! Pasa el plato de jamón, que los demás también lo
queremos probar.
—Sí, hombre, a ti te lo voy a dar. ¿Quién lo ha cortado?
Haber colaborado como hemos hecho los demás.
— ¿Tú? ¿Tú has colaborado? Habrá sido para servirte el
jamón.
— ¿Te parece poco?
—Qué cabrón —soltó Andrés, su cuñado, mientras Javi, uno de
los pequeños de la familia con solo seis años, le reía la gracia.
—No sufráis, que hay jamón para todos —terció Teresa dejando
dos platos más sobre la mesa.
—Dejad ya de sacar comida y venid a sentaros —dijo Lucía,
una de las nueras.
—Enseguida. Vosotros id comiendo.
—Es que es muy injusto, ¿a que sí, tía? —saltó Nuria—. ¿Por
qué tienen que ser siempre las mujeres las que sirvan la mesa y las que cocinen
mientras los hombres se quedan sentados?
—Pues no veo yo que tú te muevas mucho —dijo Jesús que,
además de cuñado de Andrés, era el padre de Nuria.
—Ya —dijo Nuria risueña—, pero lo hago por eso: para no
perpetuar los roles. ¿A que sí, abuela? ¿A que tú me entiendes?
— ¿Y por qué a Carlos y a Vero no les decís nada? —preguntó
Nuria señalando a su primo y a su hermana menor.
—Eso, echad una mano —dijo Jesús.
Los primos estaban con el móvil, pasándose fotos e
intercambiando likes.
—Venga, vamos a ayudar —propuso Carlos—. ¿Qué hay que hacer,
abuela?
—No hay que hacer nada. Sentaos a la mesa y empezad a comer.
— ¿Ves? —dijo Vero mirando a su padre.
—Pero si aún falta Raúl.
—Raúl llegará tarde. Como si no lo conociéramos. Vosotros
comed, que ya comeremos los demás.
El timbre sonó y Pilar apresuró a los nietos.
—Mira, si antes hablamos… Anda, id a abrir, que seguro que
es vuestro tío.
Los dos echaron a correr pasillo adelante. Ganó Vero.
—¡¡Tío!!
— ¡Sobrina!
—El que faltaba —dijo Jesús cuando Raúl y su penúltima
pareja entraron en el salón—. Lo que te gusta hacerte de rogar.
—Yo a destiempo, ya me conoces.
De los tres hijos de Pilar, Raúl era el menor y el único que
no le había dado nietos y, quizá por eso mismo, el favorito de los sobrinos y
el que más caso les hacía.
— ¿Cómo andamos, Francisca? —dijo acercándose a la anciana
que, silenciosa y encogida, presidía la mesa.
— ¿Por qué la llamas así? —protestó Teresa—. Es tu abuela.
—Pero si a ella le gusta, ¿verdad, abuela? —rectificó Raúl
un poco arrepentido. Ese día se juntaban veinte personas en casa de su madre.
Todos familiares directos. No quería que ya, tan pronto, empezaran a saltar las
chispas.
Le dio un beso y Francisca se fijó en él. Su rostro arrugado
se iluminó con una sonrisa.
—Raulito…
Raúl rio, como si aún fuese el niño al que su abuela le
perdonaba las trastadas. Francisca tenía noventa años, todavía conservaba la
lucidez, pero había ido perdiendo energía mes tras mes. Se quedaba ausente con
frecuencia, cuando se levantaba tenía miedo de caerse, confundía los tiempos y
a veces le ocurría que no sabía si era la hora de acostarse o acababa de
levantarse.
En parte por eso, Pilar había insistido tanto en aquella
reunión. La familia había ido creciendo. Era complicado juntarlos a todos.
Cuando unos no habían salido un fin de semana, otros tenían examen o habían
quedado con los amigos. La excusa había sido el cumpleaños de Pilar, pero era
lo de menos. Lo importante era que estuvieran todos juntos. Además de sus hijos
y nietos, también estaba la familia de su hermana Carmen. Tenían otros dos
hermanos que se fueron de jóvenes a Alemania. Durante algunos años regresaron
con relativa frecuencia y traían con ellos a sus hijos. Pero ahora esos hijos,
igual que los de Pilar, tenían su propia familia y nada los unía al país de sus
padres.
— ¡Tío! —exclamó Nuria abrazando mimosa a Raúl cuando se
sentó a su lado, mientras Ana, su pareja, se acercaba a la cocina a ver si
necesitaban ayuda.
Pilar apareció repartiendo platos de langostinos a la
plancha.
—Venga, que esto se enfría.
—Ay, no, pobrecitos —dijo Nuria poniendo la mano en el plato
para que no le sirvieran.
—Pero si no es carne —insistió Pilar.
—Que no es eso. Son animales igual. No entiendes, abu.
—Déjala, abuela, que está tonta —dijo Vero—. Dámelos a mí.
— ¿Ahora también eres vegana? —preguntó Raúl con voz llena
de asombro.
—Feminista, vegana y perroflauta. El lote completo
—sentenció su tío Andrés.
—Vegana cuando quiere —dijo su padre—, porque el jamón bien
que lo comes.
—Es que está tan rico… Intento ser fuerte, pero es muy
difícil —se justificó Nuria.
— ¿Le pongo unos langostinos, madre? —preguntó Pilar a
Francisca.
Francisca puso gesto de desconcierto. Pilar repitió la
pregunta.
—Échaselos —dijo Carmen—. Yo se los pelo.
Su hija comenzó a pelarle los langostinos y Francisca se
fijó en toda la gente que estaba sentada a la mesa. Eran muchos. Normalmente
estaban ellas dos solas y su yerno, Carmen venía algunas tardes, también los
niños. Bueno, los niños, ya eran hombres, como Raulito. Pero no sabía quién era
aquel otro que hablaba tan fuerte, ni la mujer con un bebé en brazos, ni el
pequeño que jugaba con unos muñecos mientras su madre —tenía que ser su madre—,
una chica rubia, muy mona y muy fina, le partía una tortilla francesa y se la
daba a trocitos. También reconocía a Teresa, a Juanjo, el hijo mayor de Carmen,
y tras un instante de vacilación, identificó a la chica del pelo largo y el
vestido muy corto. Era Nuria, la primera en nacer de los nietos de Pilar, la
hija mayor de Jesús. Tan guapa, tan lista. Su bisnieta.
—De verdad que me interesa —decía Raúl conciliador—. Quiero
entenderos. Piensa que venimos de una época que fue revolucionaria en cuanto a
la integración de la mujer. Hubo avances en todos los campos, en el trabajo, en
la política, en la universidad. Yo creía que ahora lo teníais más fácil y, sin
embargo, hay más malestar que nunca. Toda esta radicalización, tanto hablar de
visibilidad…
—Esta qué te va a explicar. Si solo se les da bien quejarse
—dijo Andrés—. Pues no tenéis que espabilar ni nada, que le digan a tu abuela
Francisca lo que es el feminismo. ¿Eh, abuela? ¿Usted qué piensa?
Francisca miró a aquel hombre que hablaba tan alto. Ya caía,
era el marido de Teresa. Lo mismo por eso su nieta siempre andaba de mal humor
y rara era la vez que no acababa discutiendo con la madre.
—Claro que se ha avanzado, pero no podemos conformarnos con
esperar a que las cosas se solucionen solas porque no va a pasar —dijo Nuria,
ignorando a su tío Andrés y centrándose en Raúl—. ¿Cómo va a ser radicalidad
reivindicar una auténtica igualdad? ¿Cómo no va a haber malestar si no puedo
salir de noche sin tener miedo de que me maten o me violen?
—Pero siempre va a haber delincuentes, canallas, violadores,
asesinos… Eso no vais a cambiarlo ni vosotras ni nadie, está en la naturaleza
humana.
—A lo mejor no, pero para empezar no estaría mal que la
sociedad dejara de culparnos a nosotras y no a los auténticos responsables.
—Mira, en eso te doy la razón —dijo Julia, la chica que
tenía cogido en brazos al bebé—. Y donde aún hay un montón de trabajo que hacer
es respecto a la conciliación familiar, que mucho llenarse la boca, pero aquí
las únicas que conciliamos somos nosotras.
— ¿Y qué quieres que haga si cada vez que aviso que voy a
faltar me ponen mala cara? Y si dices que es por tu hijo es aún peor. Tengo que
estar inventando excusas.
—Pues imagina nosotras. Gracias a que en el curro somos dos
compañeras y nos echamos un cable la una a la otra, pero tengo montones de
amigas que no han visto más salida que dejar de trabajar y otras muchas que no
se atreven a quedarse embarazadas o que lo van dejando, dejando…
—Pero es que tanto cambio, tanto cambio… Los niños tienen
que tener un hogar —dijo Tomás, el marido de Pilar—. No como ahora que ya no se
sabe quién es el padre, quién es la madre…
—Tú come y calla —dijo Pilar pensando en Sofía, que estaba
sentada en una esquina de la mesa y era la nueva pareja de su sobrino David.
Sofía tenía dos hijos de un matrimonio anterior que no habían venido porque
pasaban el fin de semana con su padre.
—Me callaré si me da la gana —protestó Tomás.
—Es que también hay que cambiar eso —dijo Nuria—. El
concepto de familia. No hay un único modelo de familia, como no hay una única
clase de amor. Hay que superar ideas preconcebidas y hacerlo desde el respeto.
—Me parece muy bien, pero a mí no me traigas más chicos a
casa hasta que llegue el definitivo —dijo su padre—, porque anda que el de la
semana pasada…
—Marcos es solo un amigo, papá, ya te lo he dicho. Además es
gay.
—Pero como dices que hay tantos tipos de amor… Ya no sabe
uno qué pensar.
— ¿No quiere más, madre? —dijo Pilar—. ¿Le traigo mejor un
poco de sopa?
Francisca dijo que sí con la cabeza y al poco rato ya tenía
el plato delante. Empezó a comer despacio. La mano le temblaba, pero si no
llenaba mucho la cuchara conseguía no derramarlo. Dejó de prestar atención a
las voces. La aturullaban, tanto ruido, tanta gente. Le gustaba oír a Nuria.
Pilar le contaba cosas de ella. Que iba a la universidad, que había empezado a
estudiar Derecho. Una bisnieta suya en la universidad. Si lo supieran en
Villafranca…
Francisca había nacido en un pueblo de la Mancha, se crio
entre viñedos y olivares. Tuvo una niñez dura, en plena posguerra, con el padre
muerto, la madre y ella solas. Con catorce años se puso a servir. Fregaba los
suelos de rodillas con un cepillo, una bayeta y un cubo. Cuando tenía la edad
de Nuria, se casó con Sebastián, su primer y único novio. Estuvieron dos años
hablándose, uno de ellos por carta porque a Sebastián le llamaron a quintas y
le destinaron a Melilla. Le escribía unas pocas líneas con letra torpe que
Francisca tardaba días en descifrar porque apenas sabía leer. Fue en el 46 y
llegó intacta a la noche de bodas tras resistir todos los intentos de avance de
él, tanto por las buenas como por las malas, porque sabía que si cedía ya no la
respetaría.
—El mito del amor romántico es otra manipulación para
condicionarnos y limitarnos —decía Nuria—. ¿Por qué una ruptura tiene que verse
como un fracaso? ¿Por qué hay que aspirar a estar con la misma pareja toda la
vida? Estaré si estoy a gusto, si los dos estamos a gusto, pero si no, adiós
muy buenas. Y si estoy bien con dos personas a la vez, ¿dónde está el problema?
—Eso, libertad… Cachondeo —dijo Andrés.
—Pues lo que han hecho los hombres toda la vida —dijo
Carmen, que en los años ochenta se enteró de que su marido tenía una querida.
Se divorció para escándalo de la familia y los amigos que le decían que
aguantase por sus hijos. Sus hijos ya eran hombres y su marido terminó
casándose con la otra. Carmen se había quedado sola todo aquel tiempo. Bueno,
sola no, tenía a Pilar que había respetado su decisión. Por aquel entonces,
Francisca y Sebastián vivían en el pueblo y solo se veían durante los veranos.
—Di que sí —dijo Julia—. Tú aprovecha y diviértete que ya
tendrás tiempo de cenar siempre el mismo postre.
—Tendrás tú queja —dijo su marido.
—Ay, hijo. Como cuando teníamos veinte años no es.
—Espera a que volvamos a casa y me lo cuentas.
—Eso, Juanjo, deja alto el pabellón.
En sus noventa años de vida nunca había hablado Francisca de
lo que sucedía en la cama entre un hombre y una mujer. Antes no se estilaba y
ahora no había nadie para oírla. Podía habérselo contado a Pilar, pero le daba
reparo y bastante trabajo tenía ya con los nietos y el marido y el que le daba
ella misma para andar entreteniéndola con cuentos más viejos que Calleja.
Cinco hijos había tenido sin que aquello le diera ni frío ni calor. La noche de bodas, después de tanta espera y tanto ruego, terminó en diez minutos. Después, en los primeros tiempos de casados, le pusieron un poco más de intención. Sebastián la perseguía en cuanto entraba por la puerta. Ella le esquivaba y se hacía la entretenida con la cena, con la plancha o la costura. Al final se dejaba convencer entre risas. Era la mejor parte, aquel juego del sí pero no. Luego todo volvía a acabar sin que le diera tiempo a enterarse y Francisca se quedaba con ese algo insatisfecho, despierta y desvelada, mientras Sebastián se echaba a un lado y al rato ya roncaba.
Después vinieron los hijos y se le quitaron del todo las
ganas, pero él insistía, insistía… Si hubiese sido como hoy en día, con la
píldora, las cosas que aprendías con la televisión, tanto como se sabía, pero
por aquel tiempo Francisca solo podía pensar que por un rato de gusto —de gusto
para él— luego tenía que estar nueve meses con el vientre hinchado, partirse en
dos para dar a luz y penar todos los días por sacar a las criaturas adelante.
Cuántas noches sin dormir por las calenturas, cuántos pañales que lavar, la
leche que se le cortó cuando Pilar tenía cuatro meses, Miguelín, que murió de
meningitis a los dos añitos, Carmen, que nació prematura y era igual que un gatito
y tuvieron que criarla entre algodones y las vecinas iban a verla y decían que
para que se quedara como un vegetal mejor que se la llevara Dios…
—Es igual que la dependencia. Todas las horas que las
mujeres dedican a cuidar de personas mayores, de los discapacitados… ¿Quién lo
haría si ellas no se ocuparan? ¿Por qué no tiene ningún reconocimiento a la
hora de cotizar en la Seguridad Social? Porque tradicionalmente el trabajo de
la mujer no se valora.
—También hay hombres que cuidan —dijo Raúl.
—No compares. ¿Cuántos hombres? ¿Uno por cada diez mujeres?
¿Dos por cada cincuenta? Ni eso.
—No tengo las estadísticas.
—Búscalo en Google —dijo Andrés—. Pon feminazis, a ver qué
te aparece.
—La abuela Pilar, por ejemplo —insistió Nuria—. Si ella no
se ocupara de la abuela Francisca, el Estado tendría que pagarle una
residencia. ¿O la iban a dejar tirada en la calle con noventa años?
—Le he dicho un montón de veces a tu madre que se venga una temporada
conmigo —dijo Carmen dirigiéndose a Raúl—, pero tiene que ser lo que ella diga.
Ahora, que yo se lo tengo dicho a mis hijos, cuando no pueda valerme por mí
misma me voy a una residencia.
— ¿Qué habláis ahora de residencias? —cortó Pilar entrando con
el asado.
Tuvieron dos hijos más, dos varones, Ramiro y Nicolás. Los
dos se marcharon a Alemania a finales de los sesenta. En el pueblo no había
trabajo, las chicas acabaron tirando para Madrid, primero Pilar y enseguida
Carmen. Sebastián y ella se quedaron en el pueblo. Hasta que él murió con
setenta y cinco años, Francisca no supo lo que era tener dinero propio.
Cualquier gasto, un arreglo en la casa, una ayuda para sus hijas, un regalo
para los nietos, tenía que pedirle el dinero a él. Discutían mucho por eso en
los últimos tiempos. No es que fuera malo, pero se volvió avaro. Eran los
noventa y seguían viviendo como en los cincuenta, comiendo cocido a diario y
cenando pan con un trozo de queso. Cuando le ingresaron la pensión de viudedad
—una miseria porque los jornales del campo cotizaban lo mínimo, pero el primer
dinero del que no tenía que dar cuentas a nadie—, se compró un abrigo porque
llevaba veinte años con el mismo.
No era malo, no, Sebastián. Trabajador, cabal, hombre de su
casa, que no paraba en los bares ni se metía en querellas. Ella le preparaba la
ropa, tenía la comida a punto, le insistía los domingos para que se diese un
baño porque le gustaba poco el agua y se lavaba como los gatos. Tuvieron una
época mala, cuando los niños eran chicos y ella le rehuía porque no quería
volver a quedarse embarazada, le daba la espalda y él estaba de mal humor y
discutían por cualquier cosa. Al final, Francisca cedía y Sebastián estaba unos
días más contento. Traía alguna golosina para los niños, andaba zalamero con
ella, pero a Francisca aquellos mimos le dejaban un regusto amargo.
Luego su suegra enfermó. Una parálisis la dejó en cama. Los
hermanos de Sebastián se habían ido a la ciudad. Solo quedaba ella. Sus suegros
se mudaron a su casa. Hubo que dejarles una habitación. Francisca lavaba y
cambiaba a la madre de su marido, le curaba las heridas, atendía al suegro.
Sebastián dejó de insistirle y se aguantaba si la camisa que pensaba ponerse no
estaba planchada.
Cuidó de ellos hasta que fallecieron. A su madre no. A ella
no hizo falta cuidarla. Murió joven, tanto que no llegó a conocer a su primera
nieta. Andaba mala y no quería ir a los médicos. Francisca se empeñó. Estaba de
siete meses cuando consiguió convencerla, subirla al autocar y llevarla a la
ciudad. Aún se acordaba del gesto del doctor cuando preguntó si no la había
acompañado su marido. Tenía un tumor en el páncreas. A su madre no se lo
contaron. Francisca no tuvo el valor de decírselo, se quedó como atontada,
sujetándose la tripa como si la criatura fuera a escapársele si la soltaba.
Volvieron al pueblo calladas, cogidas de la mano. Murió un mes más tarde.
Francisca siempre pensó que su madre adivinó desde el principio que le quedaba
poco tiempo.
—Pues no lo entiendo, tan modernas que sois para algunas
cosas, ¿por qué no queréis que se legalice la prostitución? Se acabaría con las
mafias, tendrían derecho a pensión, revisiones sanitarias, más controles…Si son
ellas las que lo piden. No sois coherentes. ¿No decís que cada una puede hacer
con su cuerpo lo que quiera?
— ¡Pero es que no es así! —clamó Nuria—. La legalización no
acabaría con las mafias, seguiría existiendo explotación. No hay libertad para
elegir, se trata de pobreza. ¿Quién ejerce la prostitución? Mujeres del este,
africanas, latinoamericanas…
—Putas emigrantes que nos quitan el trabajo —dijo Andrés
volviendo a hacerse el gracioso.
—No es un trabajo, es una degradación. No puede haber una
ley que permita humillar a otro ser humano a cambio de dinero.
—Díselo a mi jefe —terció Juanjo.
— ¡Y al mío! —se unió David.
Las risas corrieron por la mesa, pero Nuria no rio. Era
joven, se exaltaba, le dolía, se ponía en el lugar de esas mujeres y no podía
controlar la náusea.
—Vale, legalicémoslo —dijo Nuria alzando la voz—, que sea
una profesión y cualquiera pueda ejercerla, que les digan a las niñas en las
escuelas que de mayores pueden ser prostitutas, que es un oficio tan bueno como
cualquier otro. ¿Qué os parecería si os dijera que en lugar de estudiar Derecho
me voy a hacer prostituta?
Andrés respondió primero.
—Si fueras mi hija te metía una hostia…
—Bueno, ya está bien —saltó Teresa volviéndose a su marido,
mientras Carlos, el hijo de ambos, miraba al plato y pensaba en el momento en
el que les dijera que era homosexual y, como otras veces, decidió que ese día
podía esperar.
—Nuria, hija, ¿podríamos hablar de otra cosa? —dijo su
padre.
—Si es que siempre tienes que liarla —recriminó el abuelo
Tomás a Raúl—. Parece que disfrutas sacándola de quicio.
—Pero si solo estábamos charlando. Sois vosotros que no
sabéis mantener una conversación.
—Anda que estarás orgullosa de que tu abuela te oiga hablar
así. Como lo hagas igual cuando seas abogada… Te auguro un carrerón.
— ¡Dejad a la niña en paz! —exclamó Pilar.
—Escuchad… —comenzó Francisca, aunque apenas se la oyó.
Tenía la voz atrofiada por la falta de uso.
—Callad, que la abuela quiere decir algo —pidió Carmen.
—Eso, escucha a los mayores —dijo Andrés—. ¿Usted qué dice,
abuela? En sus tiempos no pasaban estas cosas, ¿verdad que no?
No sabía cómo empezar. Nunca había aprendido a usar las
palabras. Creció en una época en la que te enseñaban —te obligaban— a callar.
Nunca habló con su madre, apenas con su marido, poco más con sus hijas. No de
las cosas importantes. Se callaban. Se lo guardaban para ellas.
—A mi padre lo mataron en la guerra —empezó con la voz
cascada y baja—. Yo tenía ocho años y mi madre se quedó sola conmigo y con mis
dos hermanos. El mediano murió en el 37 y al chico se lo llevó una hermana de
mi abuela que no podía tener hijos y lo crío como si fuera suyo. Mi madre iba a
espigar, a la vendimia, a recoger aceituna, a rebuscar cebollas. Había días que
solo teníamos bellotas para comer y otras ni eso, ni un mendrugo de pan porque
le daban lo peor del racionamiento, las judías llenas de gusanos y el pan
mohoso. Teníamos que limpiarlas y coger las que se podían comer y quedaba un
puñado como esto —dijo Francisca mostrando la mano cerrada y temblorosa.
— ¿Has oído, Javi? —interrumpió su padre—. Judías con
gusanos para cenar. ¿Qué te parece?
Javi, que para comer tenía que estar jugando con los muñecos
de Spiderman o si no no comía, puso cara de asco. Andrés también iba a decir
algo, pero las otras voces fueron más fuertes.
—Callaos ya. Dejad que hable la abuela.
—Pasamos mucha hambre y mucha miseria, mucha necesidad. Una
mañana me levanté y no había comida, como no la había habido el día antes. Mi
madre estaba sentada al lado del puchero, pero no había nada dentro, las pajas
estaban apagadas. Yo lo sabía, pero de todos modos me senté a la mesa,
esperando que ella trajera algo…
La voz de la abuela se quebró. Estaba a punto de echarse a
llorar.
—No se fatigue, abuela.
—Cuántas penas.
—Para que nos quejemos ahora.
Y el murmullo de voces que poco a poco volvían a lo suyo y
no querían saber nada de calamidades pasadas fue creciendo.
—Mi madre se levantó, cogió la toquilla y se echó a la calle
—dijo Francisca recuperando la fuerza, imponiéndose sobre las otras voces—.
Volvió al cabo de un rato y traía una hogaza entera de pan. Lo puso encima de
la mesa y dijo: «Come, come hasta que te hartes». Me comí más de la mitad,
todavía recuerdo lo bueno que estaba, caliente, recién hecho. Le dije: «¿Tú no
quieres?» deseando que dijera que no, aunque la tripa me dolía de comer tanto y
tan deprisa. Ella dijo: «No puedo. Me da asco».
La abuela Francisca siempre estaba callada, apartada en su
rincón, los más jóvenes se habían acostumbrado a verla como algo querido, pero
poco más que parte integrante de la decoración de la casa de la abuela Pilar.
No entendían por qué de repente se empeñaba en recordarles un pasado que había
quedado atrás hacía mucho, mucho tiempo.
Pero Francisca se entendía.
—Mi madre se hizo puta aquel día para darme de comer. Tuvo
que dejar que el del racionamiento le hiciera las marranadas que le diera la
gana para traer a casa aquella hogaza de pan. Y tuvo que callar y aguantar que
la gente la señalara y hablase a sus espaldas. Y cuando fui moza, los hombres
me buscaban y, como mi madre era una puta, decían que yo lo sería igual y uno
que llamaban el Fino casi me desgració cuando tenía catorce años. Gracias a mi
madre que llegó en ese momento y le atizó con la badila del brasero y le hizo
una brecha en la cabeza y luego él casi la mata, que tuve que llamar yo a los
guardias, y a él le dejaron libre y a mi madre se la llevaron al cuartel y no
la soltaron hasta el día siguiente. Y yo te digo, hija, yo te digo —repitió
Francisca dirigiéndose a Nuria—, que no quiero para vosotras lo que tuvimos que
pasar las demás, que no aguantéis a un hombre porque os haga falta su comida o
su dinero, que estéis con quien queráis, pero que sea por gusto, no por
necesidad ni por miedo. Y que ojalá llegues a mis años y tengas que explicarle
a tus nietas lo que era ese miedo porque eso querrá decir que ellas no lo
conocieron.
La mesa estaba en silencio, la mano de Pilar sujetaba la de
su madre. Francisca estaba muy emocionada, igual que sus hijas y que la misma
Nuria, y también Vero, que perdonó un poco a su hermana que siempre acaparase
toda la atención.
—Vamos a conseguirlo, abuela. Ya verás —dijo Nuria.
—No, yo ya no lo veré. Pero tú sí y vosotras —dijo
dirigiéndose a Vero y a la chiquitina, Cristina, que dormía en brazos de Julia.
—Vamos a brindar por eso —dijo Raúl para recuperar la
iniciativa. Estaba acostumbrado a ser quien llevara la voz cantante en las
reuniones familiares, pero aquel día la situación se le había ido de las manos.
No sabía si le habían dado la comida a su madre o aún estarían a tiempo de
arreglarlo—. Y por la abuela Pilar, que para eso es su cumpleaños.
—No, no. No brindéis solo por mí —dijo Pilar espantando el
nudo de lágrimas que tenía en la garganta—. Brindad por todas, por todas las
mujeres de esta familia.
— ¿Y nosotros qué? —se quejó su marido—. Brindad también por
nosotros.
—A vosotros ya os tocará otro día —dijo Pilar sin ceder.
—Venga, por nosotras —dijo Julia alzando la primera la copa.
Se oyeron más protestas, preguntas de si se podía brindar
con Coca Cola, alguien descorchó una botella de cava y el estruendo y los
gritos de susto sobresaltaron al bebé que se despertó.
—Por las mujeres empoderadas —dijo Raúl.
— ¡Por nosotras! —dijeron ellas a coro.
Hubo risas, besos, abrazos… Vero y Carlos trajeron la tarta
de cumpleaños, Pilar sopló las velas y llovieron los regalos. El suelo quedó
lleno de papel de colores y lazos, sobre la mesa aparecieron un bolso, dos
pañuelos, un perfume, un robot aspirador… El salón se fue despejando. Los hijos
de Carmen se marcharon pronto, Andrés había cogido por banda a su cuñado Jesús
y le explicaba lo bien que marchaba su nuevo negocio, Teresa salió al balcón a
fumar tranquila un cigarrillo, las nueras de Pilar se ponían al día en la
cocina y Raúl animaba a Vero y Carlos a dejarse de tanta red social y les
proponía llevárselos ese verano a Roma si prometían olvidar el móvil en casa.
En una esquina del salón, Nuria conversaba con su bisabuela.
Francisca hablaba en voz baja desde su sillón junto a la ventana y Nuria
asentía con las pupilas brillantes y liquidas.
En la mesa, Carmen y Pilar tomaban un café mientras dejaban que
el lavavajillas se encargase de los cubiertos y los platos, ignorando los
ronquidos ocasionales de Tomás, que dormía la siesta en el sofá.
— ¿Tú sabías lo de la abuela?
—Qué va, madre nunca me dijo nada. ¿Y tú?
—A mí tampoco, pero algo había oído —reconoció Carmen.
— ¿Y eso?
—Me lo contó Benito, el marido de Asunción, la prima de
madre, que en Villafranca lo sabía todo el pueblo y que las mozas no se
juntaban con madre para que no les echaran la misma fama.
— ¿Y me lo cuentas ahora?
— ¿Y cuándo querías que te lo dijese? Menudo plato de gusto
enterarte que tu abuela era puta. Además, Benito siempre fue un correveidile y
un liante. Le pregunté a Asunción y me dijo que no sabía nada de eso, que ella
nunca le había vuelto la cara a madre.
Pilar calló. Ellas no se habían criado en Villafranca.
Cuando sus padres se casaron, se fueron a vivir al pueblo de Sebastián. Las
pocas veces que vino de visita algún miembro de su familia, su madre lo recibió
y lo atendió con toda la dignidad que permitían los escasos medios de entonces.
Pero, si hacía memoria, le parecía recordar el gesto serio y el golpe seco con
el que se cerró la puerta cuando la prima de su madre vino a verlas.
—Tenías que habérmelo dicho. Me habría gustado saberlo —dijo
Pilar.
—Eso lo dices ahora, porque si hubieses estado en mi lugar,
con Benito rebozándomelo y la prima Asunción sin decir una palabra… Menuda
vergüenza.
—La habríamos defendido.
— ¿Y de qué habría servido? Eran otros tiempos. Esto que te
digo pasó… Date cuenta, era Juanjo pequeño y David no había nacido.
Pilar no insistió. Había sido un día largo con los
preparativos de la comida, tanta gente metida en un piso de ochenta metros, y
eran setenta años los que cumplía. La gente joven no quería complicaciones,
Teresa y lo mismo sus nueras le habían dicho que por qué no lo celebraban en un
restaurante, que para qué tanto jaleo, pero ella estaba contenta por cómo había
ido todo, feliz de tenerlos allí.
Nuria seguía escuchando a su abuela y Carmen se picó. Su
madre había sido siempre tan reservada…
— ¿Qué le estará contando?
Pilar se volvió hacia ellas y experimentó una fuerte
emoción, mezcla de amor y orgullo por las dos, por la madre y por la nieta.
—No lo sé, pero deja que hablen.
Marisa Sicilia
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