El Guadalquivir calla y habla. Según le conviene, sus aguas
callan silencios que aúllan lágrimas y dolores. Los de una preciosa gitana, por
ejemplo. Llegó a sus orillas una noche de luna llena, se arrodilló y lloró su
amargura.
Había conocido a un payo. Guapo hasta decir basta. Ojos
negros, seco como un sarmiento, pelo ahogado en gomina. Sobre todo, aquellos
ojos, que incendiaban las entrañas. Las de la gitana, que cayó rendida a su
asedio. Flores, besos, caricias, palabras con sabor a miel… Sonidos que la
enamoraron hasta perder la cabeza. Días de luces de colores, de sol brillando
en un cielo despejado.
Pero Sevilla es Sevilla. Los amoríos llegaron a oídos de sus
hermanos. El sol dejó de brillar y el cielo se cubrió de nubes pardas.
—En esta santa casa nunca entrará un payo. Tú serás para el
Serafín.
La gitana conocía al tal Serafín desde niño, y ya entonces
sus familias lo dispusieron todo. Destinados a casarse. La gitana, con Serafín,
feo hasta decir basta, con poca gracia y menos dulzura. Lo contrario que el
payo. Y la gitana se rebeló y también se enfrentó a los hermanos. Sólo se
casaría con él, con el payo, el único hombre al que quería; al que siguió
viendo a escondidas. Encuentros peligrosos a la luz de la luna en bocacalles
oscuras y callejones estrechos.
Llegó el día que se juraron amor eterno. Fuera de casa, para
la gitana el paraíso eran los brazos del payo y su universo, dejarse llevar por
sus caricias, recibir su boca como quien saboreaba la mayor de las ambrosías.
En casa estaba el infierno. Voces, gritos y alguna que otra bofetada de sabor
agrio. Lo quería, y nadie podría evitar que se casara con él. Los hermanos
rieron. ¿Nadie? «¡Qué ilusa eres, niña!», le chillaron.
—En esta santa casa nunca entrará un payo. Tú serás para el
Serafín.
A la noche siguiente, a la hora convenida, acudió al lugar
convenido, donde aguardaba su payo. Ella oyó gritos en la distancia, pasos
acelerados y un grito agónico que sonó a muerte. Tendido en el suelo encontró
al único hombre que quería y por cuyo vientre la vida se le escapaba. A la vera
del payo, con una navaja en la mano manchada de sangre, uno de sus hermanos.
—En esta santa casa nunca entrará un payo. Tú serás para el
Serafín.
El Guadalquivir escuchó en silencio el lamento de la gitana,
arrodillada junto a la corriente. Después sus aguas hablaron a la gitana. «Mira
la luna llena. Cierra los ojos. ¿Lo ves? Te espera allí. Da un paso y te
llevaré hasta él». La gitana se secó las lágrimas y sonrió. Su cuerpo se
adentró en las aguas frías —«no temas, pronto dejarás de sentirlas», le aseguró
el río— hasta cubrirla por completo.
Al alba del día siguiente se encontró el cuerpo sin vida de
una gitana hermosa en una de las orillas del río.
Sonreía.
Se fue con su payo.
Porque nunca sería del Serafín.
Víctor Fernández
Correas
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