«Allá por el siglo XI el príncipe
Abdalà Oudai, musulmán, ocupante del castillo de Maldà, se enamoró locamente de
la joven Adalés, cristiana y para su desgracia hermana de un tal Bremon,
vizconde de Cardona y ocupante del castillo de Cardona. Adalés también se
enamoró del príncipe moro. ¿Cómo ocurrió? Muy fácil: en una fiestecilla que
Bremon organizó invitando al príncipe Abdalà. ¿Extraño? No. Al parecer era una
de esas épocas en que había una «supuesta» coexistencia pacífica entre moros y
cristianos. Lo dice la leyenda.
Pero una cosa era una fiestecilla de vez en
cuando y otra que contrajeran matrimonio. Eso era impensable —la coexistencia
pacífica no daba para tanto—, y como los jóvenes enamorados lo sabían
decidieron verse a escondidas con la esperanza de que algún día esos
matrimonios fueran aceptados. Fe tenían un rato.
Pasó el tiempo, aumentaron sus encuentros y bajaron la
guardia por lo que los sorprendieron en pleno encuentro apasionado. Adalés
subía a la torre, hacía señales de humo y unos minutos después Abdalà aparecía
dispuesto a colmarla de amor. Así eran sus encuentros semanales.
Su hermano, Bremon, que fue el que los sorprendió,
enfureció. Abdalà se le escapó pero la hermana no. La condenó a vivir en una
celda situada en la misma torre donde tenían lugar sus encuentros. Una celda
diminuta que no recibía más luz que la que penetraba por un agujero cuadrado
atravesado por dos barras de hierro. Al parecer no fue suficiente para el
malvado hermano porque al castigo añadió una dieta de pan y agua que le llegaba
de la mano de un sirviente mudo y ciego —para rematar la incomunicación—.
¿Qué pasó? Sencillo. Abdalés murió al cabo de un año. Lo
normal en estos casos. La incomunicación, la desnutrición y la pena se la
llevaron. Pero antes de marchar dejó un regalito en la puerta de madera de su
celda; una cruz tallada con sus uñas en señal de su fe. Lo que no se ha
interpretado aún es el tipo de fe a la que quería hacer referencia.
¡Ay! Bremon… El día que decide visitar a su hermana para
liberarla de su condena y se la encuentra muerta…»
Pero no acaba ahí. Dicen que el alma de estos dos
incomprendidos aún sigue vagando por la torre del castillo, más conocida en la
actualidad como «la torre de la Minyona».
Y la parte más morbosilla se sitúa en el parador de turismo
que alberga hoy parte del castillo. Concretamente en el ala oeste de la séptima
planta, habitación 712. Son muchos los que se han alojado allí, atraídos por la
belleza del castillo, los que afirman haber sentido su presencia a través de
fenómenos que no tienen explicación. El parador ha decidido cerrarla debido a
las quejas y solo la abre a petición de aquellos que no tienen manía alguna.
Los más osados.
Maite Ruíz Sarmiento
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