Sinopsis
Sir Percyval Huxtable es un
caballero que se esfuerza con toda su alma por aparentar ser indolente e
insufrible, pero su alma se estremece cada vez que alguien necesita su ayuda.
Lo que no se espera es que Prudence Prynne, una mujer alejada de la buena
sociedad tras cometer el mayor pecado que puede cometer una joven de buena
familia, le pida lo último que él está dispuesto a conceder: su mano.
Prudence tiene argumentos y una
personalidad difíciles de ignorar y Percy se verá pronto ante un dilema:
aceptar en matrimonio a una dama sin honor o dejar que pierda todo lo que posee
a manos de un hombre al que desprecia.
Dramatis personae
-Sir Percival Huxtable: un caballero
indolente con un insospechado sentido del honor
-Prudence Prynne: una dama sin
honor
-Lydia Prynne: su inocente prima
-John Prynne: un caballero con poca
vergüenza
-Wilkins: un hombre poco
recomendable
-Roderick P.: un abogado preocupado
UNA DAMA SIN HONOR
CAPÍTULO 1: LA CARTA
Percyval
Huxtable estaba repanchingado en su sillón favorito en el club, fingiendo leer
el Times, aunque sus conocidos sabían que era su momento favorito para
descabezar un sueño, cuando comenzaron los acontecimientos que cambiarían su
vida para siempre.
Por
supuesto, él no lo sabía. Y, de saberlo, no sabemos si habría actuado como lo
hizo. Pero el caso es que lo hizo, así que da igual hacer cábalas sobre qué
habría ocurrido si Percy no hubiera estado en el club, o si hubiera decidido no
intervenir o, quién sabe, ya estuviera dormido.
La
cuestión es que Percyval Huxtable estaba intentando dormir, pero no podía,
porque unas voces y unas risitas insidiosas se lo impedían. Durante unos
instantes pensó que una algarabía así era indigna de caballeros ingleses y que,
por tanto, alguien debería intervenir para que cesara de inmediato. Ni por un
momento se le pasó por la cabeza se planteó que ese alguien tuviera que ser él.
Al fin y al cabo, estaban en uno de los clubes de caballeros más prestigiosos
de Londres, y, por ende, del mundo. Pagaba una cuota astronómica para que el
personal se asegurase de que los miembros se encontrasen siempre en una
atmósfera civilizada.
Solo
por eso, era de lo más inconveniente que se escucharan esas risas estúpidas y
escandalosas, y más a una hora tan inapropiada como la de después de comer.
—Escuchad,
amigos, esta es mi parte favorita: todavía pienso con ardor en el tacto de
tus labios y tus manos en mi cuerpo. Estoy deseando volver a sentirte en mi…
Percy
abrió un ojo y lo clavó en el que había hablado.
Reconoció
a Wilkins incluso de espaldas. Vestía tan a la moda como era deseable y llevaba
tanta pomada en el cabello que sus ondas parecían esculpidas más que peinadas.
Ahora había bajado la voz y susurraba para deleite de sus compinches, que reían
como hienas.
Dejó
el Times a un lado con disgusto. De todas formas, ni lo iba a leer ni lo iba a
poder usar como tapadera. Al parecer, ninguno de los que rodeaban a Wilkins se
había dado cuenta de que él estaba ahí, a apenas un par de metros de distancia.
O quizás sí se habían dado cuenta y les importaba un ardite reírse así de una
dama en público.
—¿Volviste
a verla, Wilkins? —preguntó uno de los caballeros—. Aunque, si no la quieres
para ti, puedes compartirla. Una palomita así de ardiente no se ve todos los
días…
Percy
apretó la mandíbula al escuchar la voz de John Prynne, un antiguo compañero de
Oxford. Durante un tiempo habían mantenido una cierta amistad, pero John había
demostrado tener tan pocos escrúpulos como decencia. Le gustaba demasiado el
juego y derrochaba el dinero, sin importarle si era el suyo o el de sus amigos
o conocidos. Además, gracias a su atractivo, rompía los corazones de las
mujeres, sin importarle su clase o ascendencia, si estaban solteras o casadas.
—A
lo mejor quieres esperar a que acabe la carta para saber de quién es, Johnny…
—respondió Wilkins antes de soltar una carcajada impúdica que hizo que todos
los demás lo coreasen.
Después
de eso, levantó dicha carta en un gesto ostensivo.
John
Prynne trató de alcanzarla, pero Wilkins, mucho más alto y ágil que él, la puso
fuera de su alcance.
Desde
su asiento, invisible al parecer para los demás, Percy observaba la escena,
molesto sin saber muy bien el motivo. Esos hombres le caían mal. De hecho, le
caían terriblemente mal. Además, no le gustaba que Wilkins se burlase de una
antigua amante leyendo su carta delante de sus amigotes. Tampoco le agradaba
que le ofreciera a esa mujer a un hombre sin escrúpulos como John Prynne,
aunque fuera una capaz de escribir esas cosas.
—Sigue,
pues. Estoy deseando saber quién es la fierecilla que se ha atrevido a poner
por escrito todo eso. En persona tiene que ser como la pólvora —dijo John, con
ese tono de sátiro que tantas veces había sufrido Percy en sus tiempos
universitarios y aun después, hasta que sus caminos se separaron.
Wilkins
no se hizo de rogar. Alisó el papel, que parecía de buena calidad, y se aclaró
la garganta para deleite de sus compinches.
—Amado
mío…
—La
tenías bien atrapada, ¿eh, truhan?
—¿Quieres
saber más o qué, maldito seas? Amado mío… Me prometiste que me enseñarías
muchas cosas y me dijiste que no debía ser impaciente, pero… —Wilkins
volvió a callar ante los silbidos y las risas de sus amigos. Había hecho una
pausa y los miraba como un actor o un poeta a su público, deseoso de atención.
Volvió a levantar la carta y abrió la boca, listo para leer—: Oh, no sabes
cómo deseo volver a verte y…
Para
entonces, Percy ya había decidido que tenía bastante, de modo que abandonó su
mullida butaca, se alisó el chaleco y la levita y se acercó al grupo, que
estaba tan atento a las palabras de Wilkins que ni siquiera notó su presencia
justo tras ellos.
—Me
temo que va a tener usted que entregarme esa carta, señor Wilkins.
Wilkins,
que había seguido leyendo, pareció durante unos instantes ajeno a sus palabras,
hasta que vio la mano de Percy justo ante sus ojos. Entonces, resiguió su mano,
su brazo, pasando por su hombro hasta llegar a su rostro, donde se detuvo,
estupefacto.
—Lárgate,
Huxtable. ¿No ves que nos estamos divirtiendo?
El
coro de loros que rodeaba a Wilkins rio su chiste, aunque había perdido algo de
brillo.
—Deja
que Percy se una a nosotros. Seguro que le viene bien un poco de diversión.
Hace siglos que ha olvidado de lo que se siente.
Percy
se encogió al notar la palmada de John en la espalda, pero ignoró el comentario
y siguió con la mano extendida hacia Wilkins.
—La
carta, señor Wilkins, por favor. Comprenderá usted que no es digno de
caballeros leer la correspondencia privada a viva voz, y más cuando se trata de
damas. —Pudo ver cómo las mejillas de Wilkins enrojecían, aunque estuvo seguro
de que no por vergüenza—. Démela, o me temo que tendré que retarlo a duelo.
Wilkins
arrugó la carta en un puño y la guardó dentro de uno de sus bolsillos. Levantó
la barbilla y lo miró con gesto petulante.
—Los
duelos son ilegales. ¿Va a saltarse la ley un tipo como tú por una mujer a la
que ni siquiera conoces?
Percy
se preguntó cómo se había metido en aquello.
Solo
había ido al club a echarse una siesta, como cada día, porque en su casa era
imposible, con los niños de su hermano correteando por todas partes. Podría
haberse hecho el dormido, podría haberse quedado callado, como habrían hecho la
mayoría de los hombres… Pero él, a saber por qué, se había levantado y había
retado a duelo a ese idiota por una mujer desconocida.
Se
encogió de hombros y esbozó una sonrisa torcida.
—En
efecto, voy a hacerlo. Aunque también podría usted entregarme esa carta y
disculparse… Estaría comportándose como un caballero y todo acabaría bien y sin
problemas para los presentes.
Pudo
ver cómo la duda corría por el semblante de Wilkins. De no haber estado rodeado
de amigos, todos y cada uno tan estúpidos como él, habría cedido, pero no podía
hacerlo y quedar como un cobarde delante de ellos y de John Prynne.
Y
así fue cómo Percyval Huxtable fue a su club a echar la siesta y se encontró
retando a duelo a un idiota.
Y
también fue así como comenzó esta historia en la que un caballero aburrido
pensaba que salvaba a una dama, pero resultó que ella también lo salvaba a él.
* *
*
Prudence
Prynne se ajustó los anteojos para contemplar mejor el grabado que acababa de
recibir desde Francia. Había apartado con desdén la nota en la que se le
advertía que no era apta para todos los ojos, en especial los de una dama joven
e inexperta y blablablá… Ella era joven, aunque cada vez menos, al menos a los
ojos de la sociedad, aunque lo de inexperta…
Apartó
ese pensamiento y volvió a centrarse en la lámina. Mostraba el aparato
reproductor masculino en toda su gloriosa belleza. Había visto dibujos antes,
pero jamás ninguno con tanto detalle. Era magnífico, aunque no comprendía el
porqué de las advertencias a las damas. Al contrario, todas las mujeres, y
también los hombres, deberían formarse todo lo posible.
Ella
tenía la suerte de poseer una cierta fortuna y una biblioteca a su alcance
donde poder contemplar y estudiar cuanto desease, y sin interrupciones. Era
mejor no pensar en que esa calma no había sido del todo deseada en algún
momento, aunque ahora se había acostumbrado y no la cambiaría por nada.
—Acaba
de llegar una nueva carta del abogado.
Prudence
tapó el grabado para que Lydia no lo viera. Su prima no era tan abierta de
mente como ella, por muy partidaria de la educación que fuera. Las dos habían
abierto una pequeña escuela para las niñas del pueblo y daban clases cada día,
no solo de escritura, lectura, literatura inglesa, francés y bordado, que era
lo que ellas habían estudiado con su institutriz, sino que trataban de abarcar
todos los conocimientos que poseían, aunque fueran pocos: música, astronomía,
economía, política e incluso deportes. Aunque los padres de las chiquillas se
habían mostrado algo reacios al principio, las madres habían accedido con gusto
a enviar a las niñas, sobre todo al saber que, además de clases, las Prynne les
daban el almuerzo.
—¿Y
qué dice esta vez? Espera, no me lo digas: señorita Prynne, cásese o lo perderá
todo —dijo con voz grave y ostentosa.
Lydia
rio y se sentó a su lado en el banco acolchado, aunque en realidad era
demasiado pequeño para las dos.
Con
los anteojos, Prudence veía a Lydia demasiado cerca y un poco deforme, con los
ojos azules tal vez un poco demasiado juntos y la nariz muy grande, la boca muy
pequeña y, en definitiva, aspecto de duende. Y, aun así, tendría más
posibilidades de casarse que ella.
—Ha
dicho eso, más o menos —concedió Lydia, tratando de parecer optimista, aunque
había pocos motivos para serlo—. Y también ha dicho algo más… Creo que no
debería haber abierto la carta. Iba dirigida a ti.
Prudence
se quitó los anteojos para ver a Lydia bajar la mirada, sonrojada. Fuera lo que
fuera que había dicho el dichoso abogado, tenía que haber sido muy estúpido
para que Lydia no fuera capaz de mirarla a la cara.
Tomó
la carta que su prima le tendía y la leyó con creciente incredulidad.
Se
levantó de la banqueta, sin saber muy bien si sentirse indignada o triste. Tuvo
que releerla para comprender lo que decía.
Querida
señorita Prynne,
Espero
que se encuentre usted bien.
El
motivo por el que me dirijo a usted es para recordarle que el tiempo apremia
para solucionar sus asuntos. Sé que no está usted abierta a la solución más
evidente, pero le ruego que vuelva a pensárselo o poco podremos hacer antes de
que todo esté perdido.
Sin
embargo, hay otro asunto que me gustaría tratar con usted, y me temo que se
trata de algo grave. Recientemente se ha presentado en mi oficina un caballero
que asegura que tuvo con usted cierta… intimidad. Exigió una cantidad de dinero
a cambio de su silencio. Cuando le pedí pruebas de lo que decía, lo vi vacilar
y salió huyendo. Al hacerlo, vi que cojeaba.
Me
tomé la libertad de averiguar quién era y supe que se había visto envuelto
recientemente en un duelo. No fue difícil averiguar cuál era la causa de tal
hecho y quién su contrincante: el rival del caballero del que hablamos lo retó
a duelo por defender del honor de la dama autora de cierta carta. Y venció.
Señora
mía, sé que es usted reticente al matrimonio, pero en apenas seis meses perderá
usted todo lo que posee si no pasa por la vicaría. Y, por desgracia, pasará a
las manos de su primo John.
Le
adjunto las señas de sir Percival Huxtable, el hombre que retó a duelo al
caballero que difamó a cierta dama autora de cierta carta. Tal vez tenga usted
algo que proponerle.
Atentamente,
Suyo,
Roderick
P. abogado
Prudence
apartó la carta de Roderick P. abogado y suspiró. La lectura había sido sin
duda confusa y había muchas lagunas en los acontecimientos, sin embargo, lo
esencial estaba claro: tenía que casarse y el tiempo apremiaba. Lo demás poco
importaba.
Volvió
a leer el nombre del hombre que había retado a duelo a Phillip Wilkins, al
parecer para defender su honor. Percival. Percy. Era un nombre bonito para un
marido. Si es que él aceptaba como esposa a una mujer sin honor, claro.
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