Esas últimas
navidades no había podido poner el belén por miedo a que los más pequeñajos se
atragantaran con alguna de las figuritas o quisieran comerse el musgo. Pero el
Árbol de los Deseos no faltaba nunca. Lo había heredado de su madre, y su madre
de su abuela; era todo un símbolo familiar. Cada año lo sacaba de su caja y
abría sus ramas hasta que parecían brazos dispuestos a dar cobijo. Nada más: ni
bolas ni cintas ni muñequitos ni estrellas; un árbol desnudo al que había que
vestir poco a poco con los sueños de cada miembro de la familia y los amigos.
El ritual era
sencillo: todo el que lo deseaba cogía un cartoncito, escribía su deseo, lo
colgaba en una rama y encendía una vela azul a los pies del Niño Jesús que
había en un pequeño Misterio dispuesto al lado del viejo árbol artificial.
Artificial, pero con historia y alma.
A ella no le
gustaban los bombones, pero cada Navidad compraba una caja, segura de que
terminaría vacía y de nuevo le serviría para guardar los anhelos de todos los
que habían pasado por casa durante las fiestas. Ese día, como cada ocho de
enero, era el momento de recoger los deseos y meterlos en su caja. En el desván
debía de haber ya docenas de ellas repletas de sueños cumplidos. En casa decían
que el árbol, más que de los deseos, debería llamarse de los milagros, porque con
todos los que habían colgado sus deseos había sido más que generoso.
Recordó cuando
su hijo mayor, hacía ya doce años, pidió que le aprobaran la última asignatura
de la carrera, y se lo concedió; o cuando una de sus nueras escribió su deseo
de que un familiar superara una grave enfermedad, y se lo concedió. También
concedió trabajos a parados, la casa a quien la necesitaba, hubo
reconciliaciones familiares… El veterano árbol había concedido todos los deseos.
Todos menos uno: que su hija Sara consiguiera ser madre. Tal vez porque nadie
se había decidido a colgarlo de sus ramas. Hacía una década que lo deseaba más
que nada en el mundo, pero el médico le había dicho que nunca podría tener
hijos por un problema de salud, así que ningún miembro de la familia se atrevía
a pedirle al Árbol de los Deseos que Sara se quedara embarazada, como asumiendo
que simplemente era un imposible.
Ese año ella
lo había pedido. Fue casi un impulso, una tontería, pero lo hizo. Estaba
arreglando el salón, se quedó mirando el árbol cargado de sueños escritos en
pequeñas cartulinas doradas y plateadas y pensó que tal vez su hija Sara nunca
se había quedado embarazada porque nadie se lo había pedido al milagroso árbol.
Escribió su deseo en secreto, como si estuviese cometiendo un pecado: «Deseo
que mi hija Sara sea madre». Luego lo colgó en la parte de atrás, de cara a la
pared, escondido, donde nadie pudiera verlo, y encendió una vela azul a los
pies del recién nacido, como mandaba el ritual.
Suspiró una
vez más y, antes de guardarlos en su caja de bombones, uno a uno los fue
cogiendo del árbol y los leyó para sí. «Deseo que mi empresa me traslade a mi
ciudad»; «Deseo salud y prosperidad para toda mi familia»; «Deseo aprobar este
año la selectividad»; «Deseo que mi hermano encuentre trabajo»; «Deseo que mi
amiga halle la felicidad y la paz»; «Deseo que mi tía salga bien de su operación
de cadera»; «Deseo…». Sonrió al ver la tierna letra de uno de sus nietos: «Querido
arbo, quiero que mama y papa siempe sean felises». «Qué familia más linda tengo», pensó.
A punto de
bajarle los brazos al árbol para que cupiera en su caja, sonó el teléfono.
––Hola, hija
––dijo cuando descolgó al ver en la pantalla de su móvil la foto de Sara––.
¿Qué haces llamándome antes de irte a trabajar? ¿Va todo bien?
––Sí, creo que
sí.
–– ¿Cómo que
crees que sí? Dime, ¿qué pasa?
––No te lo vas
a creer… Acabo de hacerme unas pruebas de embarazo y…
–– ¡Dios mío,
estás embarazada! –– exclamó la madre sin poder contener la emoción––. Pero…
¿estás segura?
––Me la he
hecho tres veces, ¡tres! En todas, dos rayitas; eso es que estoy embarazada,
¿no?
––Madre mía,
madre mía… Claro, sí, sí, es positivo. Pero si tú no podías…
––Ya lo sé,
pero lo estoy, mamá, voy a ser madre. No me lo puedo creer, estoy tan nerviosa
e ilusionada…
––Felicidades,
cariño, lo has conseguido.
––Tengo que
irme a trabajar, nos vemos después.
––Claro, luego
lo celebraremos como se merece. Ay, qué emoción, verás cuando se lo diga a tu
padre. Hasta luego, hija.
––Hasta luego,
mamá.
Con lágrimas
en los ojos y temblando de emoción decidió guardar el árbol en su caja. Pero al
bajar una de sus ramas se dio cuenta de que aún colgaba, muy escondida, una
tarjeta. Antes de meterla en la caja de bombones leyó: «Deseo que mi hija Sara
sea madre».
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