lunes, 22 de junio de 2020

35987


Hoy, primer lunes de verano, os dejamos este precioso relato publicado en el número 10 de nuestra revista.
Ahora, casi dos años después, Víctor Fernández Correas ha decidido recopilar algunos de sus relatos en un libro, La vieja calle donde el eco dijo, que podréis encontrar en Amazon https://amzn.to/2YUVebp


35987. Al fin lo había encontrado. Cinco cifras que, impresas en el décimo de lotería que sostenía con la mano derecha, podrían significar infinidad de sueños. Sonriente, lo guardó en la cartera y abandonó el despacho donde, después de recorrer cerca de una docena similar a ese y de preguntar en bares, restaurantes y lugares donde quedase todavía algún décimo de lotería, había encontrado el que buscaba. Un antojo de su abuelo. Un hombre seco, de rostro afable y media sonrisa cuya acuosa mirada en los últimos años nunca se apartaba del horizonte. Y si lo hacía, lo que solía coincidir con las pocas veces que hablaba, abría aún más la boca para sonreír mostrando los pocos dientes que le quedaban. De él sabía Daniel, que era la persona encargada de comprar el dichoso décimo, que lo pasó mal en su juventud; que vivió las dos guerras, la civil y la europea; que vivió mucho tiempo fuera de España; y que cuando regresó se limitó a vivir sin más ansia que el futuro para ver crecer a sus hijos y nietos. ¿La lotería? Una visión, dijo tener.

Al llegar a casa, Daniel mostró el décimo a su abuelo, y en su mirada de océano atisbó un brillo especial; quizás era su manera de mostrar alegría por haber encontrado el décimo. Durante los tres días siguientes, los que faltaban para el sorteo en el que todo el país depositaba sus esperanzas de empezar una nueva vida, intentó en vano extraerle el porqué de esos cinco números. Lo más cerca que estuvo fue cuando, mirándole fijamente, el abuelo musitó la palabra esperanza, que repitió cuatro o cinco veces más hasta, como de costumbre, quedar sumido en su estado habitual de melancolía y consciente ausencia.

La noche anterior al sorteo, Daniel entró en la habitación para desear buenas noches a su abuelo. Le tenía en alta estima. De niño solía colmarle de regalos; era el nieto preferido. Y mientras mantuvo la razón siguió considerándole como tal. Le encontró despierto, con la mirada clavada en el techo. Le besó en la frente y alargó la mano para apagar la lámpara de la mesita de noche. Antes de hacerlo, el abuelo clavó su intensa y azul mirada en los ojos de Daniel y volvió a repetir esa palabra, esperanza, que era lo único que acertaba a decir. Daniel sonrió y apagó la luz cerrando tras de sí la puerta.

A la mañana siguiente, el desayuno se le atragantó. A él y a toda su familia. Apenas salieron las primeras pedreas cuando el mayor premio llenó de gritos el salón en el que se celebraba el sorteo. Las cinco cifras, las que cantaron los niños acompañadas del consiguiente premio económico. Un dineral. Miraron la televisión, en cuya pantalla apareció impreso el número. Ese 35987. El de su abuelo. Se sucedieron los abrazos, los lloros, los gritos de felicidad. En ese instante, el único que reparó en su abuelo fue Daniel, y en su habitación entró para transmitirle la noticia. Encendió la luz y allí le encontró, desnudo, tendido en la cama, con la mirada acuosa mirando hacia el infinito horizonte y la media sonrisa dibujada en sus labios. Para Daniel, la impresión fue brutal. No sólo era consciente de que su abuelo estaba muerto, sino que también era la primera vez que lo veía desnudo. E iba a salir de la habitación para informar a la familia de la triste noticia en un día de inmensa alegría cuando, cerca de la muñeca, tatuado con una tinta que ya había perdido buena parte de su intensidad, atisbó cinco cifras que formaban un número junto a varias letras. Las cinco cifras de la esperanza, como venía repitiendo en las últimas semanas; quizás cuando, consciente de la cercanía del último paso, quiso expulsar de su cuerpo todos los fantasmas que le persiguieron en vida. Como esas cinco cifras y las letras que las acompañaban. El recuerdo de un campo de concentración del que nadie en su familia tenía constancia porque él así lo quiso. Porque eso significaba la esperanza, el deseo de vivir sin mirar al pasado. El último regalo que quiso brindar a su familia.
Víctor Fernández Correas

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