lunes, 13 de abril de 2020

«El mensaje» de Isabel Martínez Barquero



Tras un largo viaje, regresé a mi casa sobre el mediodía. Estaba agotada tras tantos días fuera, exhausta hasta para tomarme cualquier lata que encontrara por los armarios de la cocina. Prefería dormir y evadirme del mundo por unas horas.

Entraba en las nebulosas del sueño cuando escuché el inoportuno timbre del teléfono. Lo dejé sonar una vez y otra hasta que enmudeció derrotado. Tras unos minutos en los que conseguí volver a relajarme, reaparecieron los tonos insistentes del intempestivo aparato. Me levanté de mala gana, maldiciendo medio dormida, dispuesta a cubrir de atenciones a la voz urgente que me esperaba al otro lado de los cables, a una voz no convocada por mi deseo y que, sin contemplaciones de ningún tipo, inquietaba mi descanso sin misericordia y requería ser escuchada sin dilación.
Era mi madre. Quería que me fuera al pueblo para el fin de semana. Me decía que, allí, no estaría tan sola como en la ciudad.
—Estos aires te sentarán de maravilla —agregó como argumento indiscutible.
Con las mejores palabras, me negué, pues tenía muchas cosas pendientes: faenas pequeñas y sin brillo pero necesarias, quehaceres que se van dejando de un día para otro, menudencias varias donde se impone el llamamiento a la disciplina. Es precisa una fuerte determinación de la voluntad para ejecutar tales minucias y que no nos asfixien.
No sé la causa por la que pudo ocurrir, pero mi madre se enfadó y se despidió muy agraviada. Colgué el auricular y me sentí invadida por una extraña sensación de culpa, sin motivo tal vez, pero el remordimiento me había apresado y me taladraba las entrañas sin misericordia. Los molestos escrúpulos no eran debidos a mis palabras anteriores con mi madre —en todo momento correctas— ni a mi decisión de permanecer en la ciudad tras el largo viaje del que había regresado hacía tan poco. No sé... En ocasiones, los padres nos infunden sentimientos negativos sin razón, y para ello se valen de su posición privilegiada en la escala de nuestros afectos. Si cuando éramos pequeños los chantajeábamos con nuestros llantos para conseguir nuestros propósitos, al hacernos adultos son ellos —sin reconocer que somos seres totalmente libres e independientes— los que nos intentan atraer con ridículos pucheros infantiles.
Para librarme del calor y de la culpa infundada que me había colonizado el ánimo y espantado al sueño, me preparé un baño. Mientras se llenaba la bañera, comprobé que mi reloj se había parado a las cuatro y cinco en punto. Me extrañó, ya que hacía un par de semanas que el relojero le había colocado una pila nueva. En el agua, empecé un monólogo sin ilación, solo por el placer de puntuar. Me atasqué en el momento en que dudaba si correspondía o no punto y aparte. Imaginé que llamara el cobrador de la luz o una pareja de apóstoles de los testigos de Jehová: habría diálogo —por mínimo que fuera— y se eclipsaría lo íntimo del monólogo, pero no cesaría de transcurrir el pensamiento. Concluí que todo este galimatías me daba igual, que no conviene sistematizar en exceso, pues conduce a la pobreza del espíritu, débil maniatado que se aburre entre las reglas que lo encauzan. Como traductora que soy, sé que no existe nada espontáneo ni ordenado de antemano. Todo consiste en palabras, las chispas del pensamiento. Todo es contradicción y círculo sin fin.
El timbre del teléfono me sobresaltó de nuevo y me obligó a salir de la bañera disparada.
—¿Sí, quién es?
—Soy yo, Catalina.
—¿Otra vez tú, mamá?
—¿Cómo que otra vez?
—¡Si hemos hablado hace unos minutos!
—Eso no es cierto, pero escucha, es importante. Tu padre, tu padre... —Y no pudo seguir con la noticia luctuosa porque empezó a llorar.
Petrificada por el dolor, comprendí lo que quería decirme.
—Enseguida salgo para el pueblo, ahora mismo. En menos de dos horas, estoy allí. Y no te apures, mamá, no te agobies. Tómate una tila inmediatamente y llama a algún vecino. Cuando llegue, yo me encargaré de todo —contesté muy nerviosa.
Con dolor, rabia, tristeza y miedo, salí de mi casa con lo imprescindible, lo justo que mi inquietud consiguió meter en un bolso de viaje, aturdida por la tragedia que se había cernido sobre mi familia. En la escalera, verifiqué la parada de mi reloj en las cuatro y cinco de la tarde, el reloj al que tanto cariño le tengo y del que nunca me separo.
Al día siguiente, enterramos a mi padre en el recoleto cementerio del pueblo. Su corazón había enmudecido a las cuatro y cinco en punto de la tarde anterior, la hora que quedó reflejada en el reloj que él me había regalado un año atrás.
Lo que nunca enterraré será la duda sobre quién llamó por teléfono por primera vez mientras dormía la siesta la tarde de su muerte. ¿Quién me rogó que fuera al pueblo bajo la apariencia de la voz de mi madre? Ni como traductora he conseguido descifrar el doble mensaje: el de la parada del reloj y el del duende del teléfono. A veces, me inclino por la idea de que soñé la primera de las conversaciones; pero mi reloj ha sido intensamente revisado, sin que se le halle rotura que justifique su parada a las cuatro y cinco.
(Relato perteneciente al libro Linaje oscuro)





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