Lo
conocí hace algo más de tres años y no fue, precisamente, en el lugar más
romántico del mundo. Pero era el mío. Mi mundo. O al menos, el que yo habitaba
cada tarde desde el día en que decidí ponerme la tristeza por montera para
pasearla por lugares ajenos a mi propio hogar, a ver si así le daba el aire y mutaba
esa tez agria que me estaba haciendo la vida imposible; primero, por la maldita
sensación de soledad que el nido vacío provoca, y segundo, por una viudedad
prematura que me dejó el eco de mi propia voz por compañera, hora tras hora,
día tras día, a la espera de las visitas fugaces que a mis hijos quisiera
concederles su estrés.
Cuando me hablaron de aquel lugar de ocio para la «tercera
edad», el estómago me dio un vuelco. Perdí la mirada para evocar su fachada,
que tantas veces había recorrido ágil como una pluma camino al colegio, a la
compra, al centro de salud situado a escasos metros. Apenas me daba tiempo a
mirar por sus ventanas para alcanzar a ver manos temblorosas en partidas de
dominó; o para escuchar a través de ellas la música que servía de fondo a las
clases de gimnasia o el parloteo de las mujeres que, entradas en años,
mostraban con orgullo las fotos de quienes —apuesto— debían de ser sus nietos. Nunca
pensé que me llegaría el momento. Como si la vejez me estuviera vedada. Como si
la vida hubiera apartado los ojos para hacer una excepción conmigo.
A pesar de todo, acepté. Los días en casa pasaban en
exceso lentos, las horas eran demasiado largas y mis actividades rutinarias no
alcanzaban a cubrirlas todas como para no sentir la soledad y el hastío como
losas pesadas de soportar. Así es que hice acopio de realidad y acabé incluyendo
en mi cartera aquel carné que me permitía apuntarme a clases de maquillaje,
costura o inglés básico —por si el milagro de conocer Londres aún era posible—,
a la biblioteca, hasta a cursos de redes sociales para mantener contacto con
quienes estaban lejos, impedidos por una distancia que a nuestra edad se había
vuelto especialmente inquebrantable. En mi carné no figuraba Carlos, la persona
de la que he comenzado hablando; aunque para mí resultó ser la«opción estrella»,
destinada sin saberlo a darle esplendor a mi vida.
Mi amistad con Carlos fue ganando intimidad sin
apenas darnos cuenta. Su rostro emanaba dulzura a pesar de sus marcadas facciones
surcadas de arrugas. Me hacía nadar en sus ojos claros cuando me hablaba, con
su mirada limpia y calmada, al tiempo que me imbuía de su conversación
literaria, cuajada de libros. Para mi regocijo, mi pasión por la lectura —mermada
por las cataratas— fue a darse de bruces con aquel pozo literario investido de
profesor de lengua al que empecé a admirar. Nuestros cafés disfrutaban de charlas
interminables, nos acogían rincones cómplices de palabras dulces, de tímidos
roces de adolescentes, y en cada paseo los árboles celebraban nuestra
complicidad con un aplauso de hojas derramadas sobre nosotros. Ni un solo día
dejamos de vernos durante tres años, con la excepción de las semanas de gripe y
algunos otros copados por alguna obligación mayor.Hasta sufrir aquel maldito
accidente, una caída tonta al trastabillar en un peldaño de la escalera. Me di
en la rodilla un golpe descomunal y me rompí la cadera. Tuvieron que operarme.
Y aquello no habría tenido mayor relevancia si no fuera porque no me dejaron
bien. El éxito de la rehabilitación se redujo a la mitad en un tiempo doble y
la silla de ruedas, que venía utilizando hasta entonces, exigió un papel
protagonista pasando a ser considerada tan compañera en casa como mi voz. Hablarle
de tú a la vejez me producía un cierto espasmo; pero acusar la directa mirada
de la dependencia me terminaba de congelar.
Mis hijos decidieron turnarse. A tempranas horas de
la mañana venían a casa y me ayudaban a levantarme antes de irse a trabajar,
después de asearme a cuatro manos con más pena que dignidad. Lo demás intentaba
hacerlo sola, pero sortear barreras me costaba un mundo; lo más insignificante
podía llevarme horas y un despliegue inmenso de habilidad. La mayoría de las
tardes contaba con Carlos. Unas veces, desarrollaba en casa sus actividades de
ocio; otras tantas, empujaba la silla como un mocetón fornido hasta llegar al
parque o a cualquier otro lugar donde poder quemar el tiempo de la forma más
amena posible.
No vino sin embargo un martes en que mis hijos se
presentaron en casa para tomar café, tras un anuncio hecho oficial. Me
encontraron arrebujada en la silla, al calor del brasero, y en la tele una
película que me encantaba rememorar.
—¿Qué estás viendo? —me preguntó mi hija al entrar.
—¿No te acuerdas? —le respondí, bañada en nostalgia.
Olga miró a la pantalla de manera nerviosa, sin
dejar de parlotear. Mi hijo Luis, en silencio y sin preámbulos, sacó unos
dulces, los puso sobre la mesa y se prestó a hacer el café. Una vez servido,
Olga carraspeó. Varias veces. Mirando a Luis. Yo, a pesar del desconcierto que
me producía la situación, devolví la vista a la tele para no perderme el final.
—¿Dirtydancing?
—preguntó mi hijo.
Asentí mientras notaba que Olga clavaba su mirada en
mí.
—Mamá…
—Espera, espera —la interrumpí emocionada—, si ya se
va a acabar. Mira, ahora es cuando llega Patrick Swayze y le dice a ella eso
de…
—Mamá…
—…eso de «no permitiré que nadie te arrincone». —Emulé
la contundencia con la que lo decía—. ¿Te acuerdas de lo que nos emocionamos
cuando lo escuchamos por primera vez? Recuerdo ese día perfectamente, tú estabas…
—¡Mamá! —exclamó mi hija, alzando la voz—. Deja la
película, por favor, esto es importante.
Suavizó el tono, pero mi crispamiento permaneció
intacto. Ignoré la escena, cerré la boca y esperé a que hablara, con una
expectación enorme. Había algo en sus ojos que no me gustaba, me estaban
produciendo angustia. Después de muchas divagaciones y palabras sin sentido, por
fin lo soltó.
—Mamá, esta situación resulta insostenible. Yo
trabajo y Luis también. No sabemos cuánto tiempo tardarás en poder valerte
sola. Y están los niños, sus actividades, sus necesidades, que tú ya sabes por
experiencia que son muchas. Mi marido, su mujer… No podemos abarcar a todo,
pero no queremos abandonarte…
Me retorcí las manos en el regazo, una contra otra.
—¿Qué intentas decirme, Olga? —Ella miró a Luis, en
una clara petición de ayuda.
—Mamá —continuó él—, necesitas que te atiendan más
horas al día. Le hemos estado dando vueltas a la idea de contratar a alguien
que pueda cuidarte, pero tu pensión…, ya sabes, es la justa, y tampoco tienes dinero
ahorrado para poder cubrir ahora esta necesidad.
Tragué saliva y noté el sabor salado de una lágrima
incipiente. Lo que decía era verdad. Mi pensión de viudedad era la mínima que podía
quedarme por el trabajo autónomo de un marido taxista. Yo no generaba ingresos
propios, no había cotizado, quise dedicarme a mis hijos en cuerpo y alma,
renunciando, por y para ellos, a una vida laboral. Y nuestros ahorros se habían
esfumado en costear sus estudios y en regalarles la entrada que les exigía la
inmobiliaria para poder comprar las casas en las que vivían con tanta
comodidad.
—Nosotros tenemos muchos gastos —siguió diciendo
Olga—: la universidad de Blanca, el colegio mayor, las clases de piano, el carné
de conducir… Y otras deudas por pagar, como el coche, la hipoteca...
«...Y el apartamento de la playa al que le has
echado el ojo», no pude evitar pensar.
—Luis está
igual.
Mi hijo era médico y mi hija, abogada. Con tan
buenos sueldos como sus parejas. Con un nivel intelectual tan alto como ganas
de vivir la buena vida. Los dos.
Olga apuró el café ya frío y cogió aire.
—Mi hermano y yo creemos que lo mejor sería vender
el piso. Nos vendría bien a todos esa ayuda... ¡Sobre todo a ti, mamá, eso resolvería
el problema! —se apresuró a decir, para evitar la desvergüenza.
Agaché la cabeza para que no apreciaran el brillo en
mis ojos, mi dignidad de madre no me permitía exhibir el dolor. Mercadeaban con
lo único que tenía. La herencia de su padre los estaba esperando y mi desgracia
les había brindado la excusa ideal.
—¿Y dónde se supone que voy a vivir? —pregunté con
entereza. Ambos se miraron y el calor se apoderó de sus mejillas—. Espera, no
me lo digas. Creo que ya lo sé.
Hice amago de empujar mi silla y salir de allí, no
podía soportar más. Mi hija dejó caer la mano sobre mi brazo, en un intento de
detenerme.
—Iremos a la residencia a verte siempre que podamos,
mamá, te lo prometo…
No sé si había congoja o no en su voz, pero aunque
así fuera, no hubiera servido para consolarme. La decisión, interesada y
drástica, ya estaba tomada. Por ellos. Solo por ellos. No se dignaron a
preguntarme, en ningún momento, lo que pensaba yo, ni tuvieron en cuenta mis
sentimientos. Yo estaba inválida, pero no muerta. Ni tan siquiera senil.
Cuando se hubieron marchado, miré a mi alrededor con
el pecho oprimido. Me apenaba sobremanera lo que estaría obligada a sacrificar:
mi hogar, mis recuerdos impresos en cada palmo, en cada objeto, en cada
rincón…Me arrebatarían el latido del pasado que me regalaba a diario la amable sensación
de no haberlo perdido todo.Y me separarían de él. De Carlos. El hombre que
había pintado mi corazón de rosa y llenado mi vida con letras de enorme
significado.
Lloramos. Mi amor y yo. Lloramos en silencio,
sentados en un parque, con mi cabeza sobre su hombro. Con un sol tibio que aspiraba
a amortiguar el frío que sentía por dentro. Carlos me acarició el rostro en un
derroche de ternura y me acurrucó en sus brazos. Entonces comenzó a mecerme,
como si iniciara un baile al compás de una melodía imaginada, un baile suave,
como el de las hojas arremolinándose al caer.
Semanas más tarde llegué a una residencia a las
afueras de la ciudad. Con un par de maletas y una caja pequeña repleta de
fotografías. Nada más. Después de echar unas cuantas firmas y acomodarlo todo
en mi habitación, mis hijos me invitaron a tomar asiento juntos en la sala de
estar, ofreciéndome su compañía antes del adiós. Una mesa baja, tres sillones;
Olga a un lado y Luis al otro. En medio, yo, sin poder hablar; la garganta se
me había cerrado. Más aún al ver la película que proyectaban de nuevo en
televisión. She’slike de wind; así me
dijo mi nieta que se llamaba la canción de DirtyDancing
con la que se despiden los protagonistas.Y esa fue la que comenzó a sonar.
Mis lágrimas brotaron imparables, no podía despegar
la vista de la pantalla. Todo se me vino encima, el mundo se desmoronó sobre mi
cabeza. Con el deseo de ver un final feliz, aunque fuera ficticio, esperé a que
Patrick Swayze entrara en escena para rescatar a su amor. Pero no fue él, sino
Carlos. Fue Carlos quien abrió la puerta de aquella sala y permaneció varado
unos segundos bajo el dintel, buscándome con la mirada hasta encontrar mis
pupilas. Entonces avanzó hacia mí con su traje oscuro, los ojos claros, el
cabello gris. Con porte firme, como digno protagonista de nuestra última
escena, me tendió su mano. Y ante la mirada atónita de Luis y Olga dejó escapar
una grave aunque afectada voz:
—No permitiré que tus hijos te arrinconen... ¿Te
quieres casar conmigo?
Relato publicado en la Revista Pasar Página
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