domingo, 21 de octubre de 2018

La Batalla de Trafalgar



Estuve allí hace cosa de un año, A mi espalda, el faro. Delante, el infinito azul, el mar chocando una y otra vez contra las piedras. Soplaba un tanto el levante. Unos minutos de silencio escuchando únicamente al mar y sus lamentos. En la imaginación, cañonazos, gritos, voces, disparos, estallidos; resplandores violentos, la muerte gozando a lo grande.

En el Cabo Trafalgar se respiraba tranquilidad. Hoy hace 213 año no hubo tanta. Y hace unos años quise recordar ese momento así:

Bahía de Cádiz. 5:45 de la mañana. Viento suave y cielo tan oscuro como la boca del mismísimo infierno; todavía no ha roto por el horizonte ese punto de luz que resquebrajará la oscuridad hasta devorarla por completo. Espectáculo que contempla Pierre Villeneuve, vicealmirante francés. Las manos a la espalda. Juguetea con los dedos, nervioso. Hay que salir sí o sí. Que esté convencido o no es otro asunto. Una orden es una orden. Pero hay que salir. Cuestión de mantener la cabeza sobre el cuello.

Pierre Villeneuve echa un vistazo al panorama: el mar lamiendo los costados de decenas de navíos. Lo mejor de lo mejor de las flotas española y francesa. Barcos que crujen, velas que el viento acaricia lo justo, sin demasiada alegría, y portas que ocultan billetes de ida para el otro barrio. Sigue jugueteando con los dedos, pues está con la mosca detrás de la oreja. Salir, salir a la orden de ya, no deja de cavilar. «O sale, o le dan matarile». Eso oyó en boca de un tipo enjuto, con un enorme tajo que recorría su mejilla izquierda y patillas pobladas que le colgaban. Y cara de muy mala hostia. Tras la batalla de Finisterre, que acabó con la flota franco-española, que él dirige, saliendo del asunto como cada cual buenamente pudo, aquélla permanece en Cádiz esperando tiempos mejores. U órdenes. La última, hostigar a los ingleses en el Mediterráneo. En el Atlántico, en las cercanías del Cabo Trafalgar, aguardan Nelson y sus muchachos. El viejo perro inglés permanece agazapado bloqueando la salida de Cádiz. Más listo que el hambre. Si la flota franco-española quiere salir de puerto, se las verá con ellos; porque Nelson ya le dio para el pelo a Villeneuve en donde Cristo pregonó las tres voces, esto es, en Finisterre, meses antes, en pleno verano. Y justo aquel 22 de julio. Un día neblinoso. Asquerosa niebla. Muertos, naves desarboladas... Un desastre.
Hoy, 21 de octubre, quién sabe.

«Le van a dar matarile». Y Villeneuve dale que te dale a juguetear con los dedos. Napoleón, quién si no. «O sales de Cádiz, o te corto los cojones», dicen que le gritó, y con cara de pocas alegrías. Ninguna, recuerda Villeneuve, que teme por su cabeza. Literalmente. La cosa está así: Napoleón tiene a Inglaterra entre ceja y ceja. Invadirla le pone como una moto. El plan, en su opinión, es perfecto: barcos en dirección a las Indias Occidentales y cuando los ingleses piquen, de vuelta para el Canal de la Mancha, donde junto a otros refuerzos pondrá los pies en su sueño húmedo. 160.000 hombres y 2.000 buques de transporte. Como para no mojarse pensando en eso. Pero la cosa se está alargando más de lo que pensaba. Y Villeneuve allí, en Cádiz, negándose a salir. Por eso lo de darle matarile. O se dirige a Cartagena en busca de refuerzos, o él personalmente le dirá cómo ve su futuro. Negro, muy negro. Mientras, a unas cuantas millas de distancia de Cádiz, Nelson lo tiene todo listo. Hará un par de noches que cenó con sus capitanes. Ya sabe cómo será la batalla. Que la habrá. Lo tiene clarinete. Su Toque de Nelson está más que listo. Él, a saco. Para el resto de capitanes, barra libre. Sólo falta que Villeneuve se ponga nervioso.

Y Villenueve se va por la patilla. Hará un par de días que también celebró un consejo a bordo de su nave ‘Bucentaure’. Hay que salir, lo manda el emperador. Lo que diga Napoleón. Los tenientes españoles Gravina y Álava y los brigadieres Churruca y Galiano se llevaron las manos a la cabeza. «La estación está avanzada y tendremos vendaval duro», «si tenemos que dar batalla mejor que permanezcamos fondeados en Cádiz», «no disponemos de los recursos necesarios para plantar cara a los ingleses»… Y Villeneuve, por uno me entra y por otro me sale. 33 navíos —18 franceses y 15 españoles— y cerca de 27.000 hombres serán suficientes —cree— esta vez. Horatio Nelson cuenta con menos: 27 navíos y cuatro fragatas que transportan a 18.000 hombres. 10.000 menos, pero infinitamente mejor preparados y disciplinados que los españoles y franceses. Si hay batalla —Nelson es consciente— le barrerá. Las órdenes de Napoleón son más poderosas. Villeneuve las teme. De vuelta a París, que Rosilly ya está en camino para sustituirle. Gracias por los servicios prestados y que tenga suerte. Su puesto, su prestigio. Eso por encima de todo.

Las escaramuzas de los días anteriores son el preludio de lo que va a ocurrir hoy. Ha oído decir en boca de un marinero que en la Iglesia del Carmen de Cádiz ya no cabe ni un alma más. Como presentirán sus ciudadanos que será la escabechina, que hasta se han organizado tandas para entrar a rezar.

A las 7:45 de la mañana, los navíos ingleses comienzan a virar, se disponen para la batalla. Horas de cautela, de incertidumbre. De miedo. A las 11:45, el ‘San Agustín’, navío de la flota franco-española, suelta un cañonazo; el Monarca asesta otro; y el ‘Royal Sovereing’, y también el ‘Santa Ana’ y el ‘Victory’ —nave que comanda Nelson—, así como desde el ‘Fogueux’... Balas rasgando velas por aquí, seccionando brazos, cabezas o piernas por allá, astillas que saltan como esquirlas seccionando todo cuerpo que encuentran a su paso. Sangre, humo, un intenso olor a pólvora. Los españoles tardan tres minutos de media en preparar el cañón, cargarlo y disparar; los ingleses lo hacen en la mitad de tiempo, si acaso. Varios barcos se abordan, otros se despanzurran a cañonazo limpio. El ‘Santísima Trinidad’, estandarte de la escuadra franco-española, que empezó causando estragos y sembrando el terror entre los barcos ingleses con sus 140 cañones, ahora recibe fuego como para incendiar la Antártida y que de ella sólo quede como recuerdo una tierra baldía. La sangre riega las cubiertas de los navíos. De nada sirve el serrín esparcido para absorberla.

Uno tras otro, los barcos españoles y franceses se rinden, se hunden, vuelan por los aires. Los menos regresan a Cádiz. Alguno, incluso, intacto, sin haber tomado parte en la batalla. Sus tripulaciones suspiran viendo el percal. Una buena ofrenda a la Virgen del Carmen, como poco.

Cuatro horas después aún resuenan cañonazos solitarios, pero la batalla ya está perdida para la tropa franco-española. Villeneuve ni siquiera sabrá hasta más tarde que Nelson ya es historia. A él le da lo mismo, pues ha sido apresado. Pasará un año en Inglaterra y luego le soltarán. A su vuelta a Francia encontrarán su cuerpo cosido a puñaladas en un hotel de Rennes. Dicen que Napoleón se acordó de él en cuanto puso nuevamente los pies en Francia. Es dicen. Churruca y Galiano también murieron en la batalla. Como otros 4.000 más; Gravina lo haría meses después. Los ingleses sostienen que sólo 449 de los suyos se dejaron la vida en las cercanías del Cabo Trafalgar. Y barcos perdidos, tampoco demasiados como para llevarse las manos a la cabeza por el desastre. A sabiendas de que los muertos son muchos más de los que aseguran haber contado y también los barcos hundidos o destruidos por la flota franco-española. Ellos siempre han sabido contar mejor la historia.

¿Y Napoleón? Lo de invadir Inglaterra, mejor dejarlo para otra ocasión, concluyó. ¿Por qué no Rusia? Eso también le ponía, y mucho.


Hoy se cumplen 213 años de la batalla de Trafalgar. Por si os interesa saberlo.





Víctor Fernández Correas


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