Es
muy duro enamorarse de un imposible, más cuando todos los días lo tienes
delante de tus ojos y sabes que, por mucho que te esfuerces, no llegarás a él.
Me
enamoré en el mes de octubre, una mañana cuando salía del trabajo para tomar mi
almuerzo. En los escasos doscientos metros que separan la cafetería de mi
oficina hay una tienda de ropa. No es una franquicia, es una de esas pocas
tiendas que resisten al progreso, ofreciendo un muestrario de prendas que se
aleja un poco del uniforme que nos hacen vestir las grandes marcas. Siempre que
cambian el escaparate, me paro un rato a mirarlo y me pregunto de dónde vendrán
sus blusas, sus abrigos, los pantalones y las faldas, los vestidos y los
complementos que no están en ninguna otra parte de la ciudad.
Como
decía, el dos de octubre, exactamente a las doce y cuarto, me enamoré.
Pasaba
por delante cuando vi que detrás del cristal había movimiento. Un escaparate es
algo estático, como una foto fija, un anuncio gigante de lo que contiene la
tienda, pero ese día no era así. El hijo del dueño, que debe tener
aproximadamente mi edad, caminaba descalzo por el estrecho espacio publicitario
mientras colocaba la ropa en los maniquíes. No pude evitar quedarme mirando la
delicadeza con la que dejó una bufanda, un gorro y unos guantes que parecían
querer escaparse de la maleta antigua que reposaba en un rincón. Tampoco se me
pasó por alto aquel resto de la poda de otoño que simulaba un árbol con las
hojas caídas —algunas de las cuales estaban en el suelo— del que colgaban como
descuidados pendientes y collares. Cuando estaba a punto de marcharme, recogió
de una banqueta un abrigo que yo no había visto y comenzó a ponérselo al
maniquí central. Desde ese momento, no pude moverme. Cuando terminó de
abrocharle los botones, fue acariciando la tela para alisarla y sus manos se pararon
en la cintura del muñeco mientras sonreía, supongo que orgulloso de su
creación. De la manga del abrigo colgaba una etiqueta con el precio a la que dio
la vuelta para que se viera, concluyendo su trabajo.
Entonces
se volvió para salir de allí y nuestras miradas se encontraron. Estoy segura de
que no se dio cuenta del torrente de sensaciones que lo que había hecho
provocaron en mí, pero tuvo que notar que enrojecí hasta las orejas. Logré que
mi cuerpo volviera a responder a las órdenes de mi cerebro, pero mi corazón
estuvo un rato latiendo rebelde. Desconsolado por mi triste manera de hacer el
ridículo —¿no había podido sonreír sin más y alejarme de allí?— y por la
certeza de que lo bonito de la vida siempre ha sido para mí inalcanzable.
Me
marché enamorada. Eso lo supe en cuanto volví a pasar por delante del
escaparate y no fui capaz de conseguir que mi corazón siguiera la secuencia
correcta de latidos.
Por
la noche, en mi cama, no podía dejar de pensar en aquel hipnótico lugar. En ese
tiempo en el que el sueño aún no te ha vencido, encontré una esperanza para mí.
Requería de tiempo, constancia, paciencia y suerte, pero ahí estaba.
Seguí
pasando cada día frente al escaparate y, en todos ellos, mi mirada acababa
tropezando alguna vez con el hijo del dueño. Su sonrisa cruzándose con mis ojos
era la contraseña para marcharme y, por la acera, me seguían como una estela la
alegría, el deseo y la esperanza. Lo iba a conseguir.
Enero
llegó y, con él, el frío que se había unido a la fiesta del invierno.
Arrebujada en mi vieja cazadora, protegida porun gorro y una bufanda, pasé por
delante de la tienda como cada mañana. El hijo del dueño estaba dentrodel
escaparate, pues había llegado la temporada de rebajas. Agachado al lado de la
maleta, ponía unos cartelitos al lado de cada prenda con sus descuentos. Me
quedé un momento más, curiosa por saber qué harían las matemáticas con aquel
escaparate del que conocía cada detalle de memoria, tranquila porque él estaba
de espaldas y no era capaz de ver que lo observaba.
Ambos
nos giramos cuando sonaron las
campanillas de la tienda y entró una mujer. Fue directa a hablar con él y le
obligó a dejar su tarea para atenderla. Al salir del escaparate se dio la
vuelta para ponerse sus zapatos y me sonrió cuando agarraba el maniquí que
vestía el abrigo y lo metía dentro de la tienda. La mujer le habló y él la
saludó con dos besos y una de esas sonrisas que me dedicaba cada día.
Sentí
que algo se secaba dentro de mí y, en cada paso a la cafetería, podía escuchar
un crujido: eran mis ilusiones haciéndose pedazos. Unas campanillas habían dado
el pistoletazo de salida para que se quebrasen, como las ramas frágiles de un
árbol que ha perdido hace mucho la savia que le da la vida. Había esperado, había
tenido paciencia, pero acababa de presenciar que de poco me había servido.
No
regresé de vuelta al trabajo por el mismo camino.
Sin
embargo, al día siguiente, volví a pasar frente a la tienda. Sé que el tiempo
se encarga de borrar la tristeza si le das opción y yo a ella no la quería como
compañera de mi vida. Si en mí se había despertado esa emoción poderosa que me
llenaba de dicha una vez, ¿por qué no se podía repetir? No debía idealizar esa primera
emoción, por mucho que me costara aceptar que había llegado tarde a alcanzar mi
sueño. Volví a parar en el escaparate y vi que de nuevo estaba en él el abrigo,
pero con un cartel que decía “vendido”. Miré dentro de la tienda y descubrí que
la misma mujer que hizo sonar las campanillas había vuelto.
Me
marché.
Un
rato después, en la cafetería, alguien me habló, obligándome a detener el
remolino que trazaba la cuchara en un café que ya no necesitaba más vueltas.
—Perdona,
eres la chica que se para todos los días delante de la tienda, ¿verdad?
Miré
al dependiente y tuve que hacer malabares para no tirar la taza. Tenía su
sonrisa frente a mí, sin un cristal de por medio, y en la mano llevaba una gran
bolsa con el logotipo de la tienda. La levantó y me la mostró.
—Te
lo cambio por un café —me dijo.
En
alguna parte siempre existe alguien que es capaz de adivinarte. Hugo, así
averigüé que se llamaba, adivinó que hacía tres meses que me había enamorado de
un abrigo de precio inalcanzable. Como él se había enamorado
de mí; así lo sentí en su mirada.
Después
de ese café empezó otra historia, pero esa es mucho más larga de contar.
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