jueves, 12 de septiembre de 2024

«Misterio para tres» de Arwen Grey


Sinopsis:

Un hombre despierta un día sin saber que su vida ha cambiado. ¿Quién le iba a decir a Anselmo, arquitecto jubilado, que se iba a ver inmerso en una trama llena de intrigas y muerte? Por suerte, contará con la ayuda inesperada de Adela y Alfredito para resolver este Misterio para tres o... Morir...

(Dibujo y diseño de cubierta Álvaro Alvarado Paunero)



CAPÍTULO 1: EL RELOJ

La primera pista fue un reloj, aunque luego Anselmo lo olvidó.

Ese reloj fue, durante años, una auténtica pesadilla, y marcó su vida, incluso mientras no lo escuchaba porque no se encontraba en casa.

Ay, el dichoso reloj de cuco de la vecina del 4ºB, doña Adelaida, que vivía justo debajo, sonaba con una cantinela casi hipnótica.

Cuando sonaban los cuartos de hora, el reloj emitía un soniquete tal que din don din don.

Cuando llegaba la media hora, se añadían unas cuantas notas, quedando din don din don, din don din don.

A las menos cuarto, todavía llegaban unas notas más: din don din don, din don din don, din don din don…

Hasta que, al fin, en las horas en punto, la melodía se completaba: din don din don, din don din don, din don din don, din don din don. Además, para rematar el asunto, un pajarito pequeño, fabricado con plumas pintadas, emitía un sonido estridente y desafinado y cantaba un cucú, cucú por cada hora, para desesperación de los vecinos, y de Anselmo en particular.

Y así día y noche, día y noche, año tras año.


Anselmo, que había escogido el pequeño ático por su luz, su ventilación, su silencio… ay, su silencio, no tenía otra queja del edificio.

No estaba necesariamente en el centro, pero tampoco lo necesitaba. Ahora que se había jubilado en el estudio de arquitectura y ya no tenía un horario que cumplir más allá que porque era un viejo maniático de sus rutinas, se daba cuenta de lo que antes no notaba.

Quizás era que antes, cuando se metía en sus planos, sus medidas y sus quehaceres, no notaba el guirigay de los niños del tercero cuando bajaban como una manada salvaje por las escaleras, la esposa del portero cuando limpiaba las escaleras, cubo arriba cubo abajo, canturreando sus coplas, las músicas y voces diversas que salían de detrás de las puertas de los vecinos.

Y, sobre todo, el maldito reloj.

Alguna vez había estado a punto de tocar a la puerta de doña Adelaida y decirle que odiaba su reloj, pero ¿cómo iba a hacer eso? Él, que nunca había dicho una palabra más alta que otra. Él, que probablemente también la molestaba con sus Puccini, sus Verdi y sus Wagner a toda potencia.

—Toca convivir —se decía cada día, aunque notaba la mandíbula rígida cada vez que escuchaba el cuco y los din don din don cada cuarto de hora, tan puntual como la muerte.


Una mañana despertó con una sensación extraña.

Desayunó y se duchó con el runrún de que se perdía algo.

Pasó el día y salió a pasear, aunque hacía demasiado calor para salir, solo para quitarse la impresión de que ocurría algo, algo que se le escapaba entre los dedos y era muy tonto y no se daba cuenta de ello.

Intentó leer sin poder concentrarse, y eso que era un ensayo de lo más interesante sobre la Bauhaus.

Al final apagó la luz y se tapó con la sábana, porque era de los que eran incapaces de dormir sin nada que le tapase, por mucho calor que hiciera. Incluso en sueños, algo le inquietaba, hasta que de pronto se incorporó, despejado de golpe, con la sensación de que lo que le rondaba se había resuelto.

—¡El puto reloj! —exclamó, aunque él no era de los que soltaban tacos así como así.

El reloj, el puto reloj, no había sonado en todo el día.

Quizás desde antes.

Con una sonrisa, Anselmo volvió a tumbarse, feliz como una perdiz.

El silencio, el auténtico silencio es algo que la gente no valora de una manera suficiente. Él permaneció despierto unos minutos precisamente en ello, disfrutando del silencio… hasta que algo empezó a inmiscuirse en su adorada paz.

¿Por qué no sonaba el reloj?

Anselmo rezongó y se tapó bien con la sábana, que olía a lavanda y estaba bien planchada, como a él le gustaba.

—Duérmete, viejo. El reloj se habrá estropeado, o doña Adelaida se habrá olvidado de darle cuerda.

Solo que ella jamás se olvidaba de hacerlo.

Jamás.

Y lo sabía porque ella se lo había dicho en más de una ocasión, como si fuera algo de lo que estar orgullosa.


Cuando Anselmo despertó todavía había silencio, pero ya no se sentía tranquilo.

Había dormido mal, inquieto, y su cama había amanecido como si lo hubiera perseguido una manada de perros salvajes. Le dolía la espalda y estaba cansado e irritado.

Además, el calor se había adueñado del ático y eso lo convertía en un viejo gruñón. Más de lo habitual.

Aunque no tenía nada especial que hacer fuera de casa, a eso de las once, o eso supuso, porque no había din don din don que se lo chivase, salió, con el objetivo de entretenerse y no acabar volviéndose majareta con tanto silencio.

Bajó la escalera hasta el cuarto piso, que era hasta donde llegaba el ascensor y, mientras esperaba a que llegara, miró de reojo hacia la puerta de doña Adelaida. Su cabeza hizo un gesto involuntario para afinar el oído en esa dirección, pero no parecía salir nada de ahí, lo que era bien extraño, porque la buena mujer salía todavía menos que él, que ya era decir.

Por lo que él sabía, había enviudado muy joven y tenía una hija y un nieto que venían a menudo para pasar las tardes con ella y traerle la compra, cocinar y limpiar la casa. La hija era atractiva, madurita, como a él le gustaban, y el hijo tenía pinta de vago o de opositor, aunque le caía bien y era educado. Los dos siempre lo saludaban cuando se cruzaban e intercambiaban los habituales comentarios sobre el tiempo, la salud y lo caro que estaba todo. En definitiva, hablaba más con ellos que con sus propios parientes.

El ascensor llegó y se fue y Anselmo no lo tomó. Había visto algo extraño.

La puerta de doña Adelaida estaba entreabierta.

Aunque él no quería, se lo juró a sí mismo después, se acercó para comprobar que, en efecto, no eran imaginaciones suyas.

Y no, no lo eran. La puerta estaba entreabierta y del interior no salía ni un solo murmullo. Y, sobre todo, ni un solo din don din don.

Ya sabemos lo que dice todo el mundo: ante la duda, llama a emergencias. Pero, si Anselmo (o, para el caso, cualquier protagonista de una película o un libro) lo hubiera hecho, no habría historia. Se acercó y, nada más poner el pie en el felpudo, la puerta crujió y se abrió un poco más, dándole un susto de muerte.

—¡Coño! —exclamó, llevándose una mano al pecho.

Por suerte, no surgió nada pavoroso de allí, solo más oscuridad.

Anselmo, con un instinto de salvador que lo sorprendió a sí mismo, asomó la cabeza e intentó atisbar a su vecina.

—¿Doña Adelaida?

Nadie respondió y Anselmo sintió, durante unos segundos, que podía darse por satisfecho y largarse, pero le vino a la cabeza la mirada amable de la anciana y, sobre todo, la hermosa sonrisa de su hija, y murmuró para sí que, al fin y al cabo, era un caballero y que no tenía nada mejor que hacer.

Se escurrió entre la rendija de la puerta semiabierta y entró al fresco descansillo.

El contraste entre la temperatura de su casa y ese piso era apabullante. Si por él fuera, se mudaría en ese mismo instante. Por supuesto, cambiaría la decoración religiosa, los cuadros tétricos con vírgenes y santos, las fotos de boda anticuadas y los tresillos del siglo pasado, y también las porcelanas con pastores, por no hablar de los muebles con apariencia centenaria.

Y lo primero que quemaría sería el dichoso reloj de cuco. Y se sentaría con una copa de vino para verlo arder y brindar por ello.

—¿Doña Adelaida? Soy Anselmo, su vecino, no se asuste. He venido a ver si se encuentra usted bien.

Siguió avanzando con cautela por el descansillo. Echó un ojo a la cocina, pequeña pero bien acondicionada, aunque anticuada. Estaba vacía, aunque había platos limpios puestos a secar en la encimera. Pasó por el salón, donde siempre había estado el enorme reloj de cuco. Sin embargo, no lo vio. Supuso que la anciana lo había cambiado de lugar y por ello ya no lo escuchaba.

Siguió avanzando.

Vio también un dormitorio con dos camitas gemelas, donde imaginaba que se quedaban la hija de doña Adelaida y a su hijo cuando venían para cuidarla, a veces días seguidos. De hecho, vio ropa de ella doblada en una silla y una camiseta con un lema divertido que probablemente pertenecía al chico.

¿Cómo se llamaba ella?

¿Se lo había dicho alguna vez?

De lo que estaba seguro era de que jamás lo había acompañado un hombre, y eso lo alegraba siempre. Podía tener sesenta años, pero no estaba muerto, y eso era una buena señal.

—Céntrate, Anselmo.

Salió del pequeño dormitorio, tratando de no imaginarse a la hija de doña Adelaida en la camita y avanzó hacia el final del descansillo, donde se notaba más calor.

La distribución de ese piso era completamente diferente a la de su ático, lo cual tenía su lógica.

Su mente de arquitecto notó aquello a pesar de que sus hormonas seguían concentradas en la atractiva hija de su vecina y en lo que no podía dejar de imaginar con ella en el dormitorio que acababa de visitar.

Su propio apartamento, construido en el ático, era una pieza apenas separada por tabiques artificiales, pero ese apartamento estaba distribuido en un descansillo en forma de T. Había entrado por el cuello y ahora el pasillo se dividía en dos brazos. A un lado había un baño y al otro estaba lo que solo podía ser el dormitorio principal.

Se asomó primero al cuarto de baño, más que nada porque la puerta estaba abierta y se veía que no había nada.

Por algún motivo, antes de acercarse al otro dormitorio, sacó el teléfono móvil. No porque tuviera miedo, se dijo. Se llamaba prevención.

La puerta estaba entornada y hacía frío. Un frío incongruente, teniendo en cuenta la temperatura que hacía en la calle e incluso la que hacía en el pasillo.

Pronto descubrió la fuente de aquella temperatura. Había un aparato de refrigeración portátil que funcionaba a toda potencia colocada apuntando a la cama.

Y en la cama, cómo no, doña Adelaida.

No hacía fijarse demasiado para notar que no estaba dormida, precisamente.

A pesar de sus sesenta años, Anselmo nunca había visto a un muerto. O a un difunto, o como se dijera.

Cuando llamó a emergencias, se dio cuenta de que hablaba sin parar y que no daba pie con bolo.

—Hay una muerta… una difunta… es mi vecina… soy Anselmo.

Era una suerte que los trabajadores de emergencias estuvieran acostumbrados a tratar con personas en shock y cercanas al desmayo, porque él, sin duda, lo estaba.

Cuando llegaron se lo encontraron junto a doña Adelaida, de pie.

—No quería dejarla sola, pero tampoco quería tocar nada.

Un muchacho que podría ser su nieto, de haberlos tenido, lo acompañó hasta la puerta y le hizo sentarse en las escaleras. Empezó a toquetearle para comprobar su estado y luego lo mandó a su casa a descansar.

Desde su ático, Anselmo escuchó jaleo durante todo el día, pero no se animó a curiosear más.

—La curiosidad mató al gato —murmuró para sí.

Ya había aprendido la lección.

Aunque doña Adelaida le caía muy bien y su hija hacía que cosas olvidadas se le removieran por dentro, se arrepentía de su impulso de entrar en su piso.

¡Quién le mandaba a él andar por ahí descubriendo cadáveres!

Esperó, nervioso, a que alguien, ya fuera médico, o peor todavía, policía o bombero, tocara a su puerta para preguntarle cómo se le había ocurrido entrar así en casa ajena, por mucho que estuviera la puerta abierta. Nadie vino.

Tampoco vino la hija de doña Adelaida, ni, como segunda opción mucho menos apacible, su hijo, a agradecerle el haber encontrado a su madre muerta. De no haberla encontrado, a saber cuándo…

Anselmo decidió cortar ese pensamiento morboso.

Las noticias de ancianos encontrados muertos, solos y abandonados, siempre le dejaban una sensación incómoda en el cuerpo. Él solo tenía una hermana y un par de sobrinos, algún primo por ahí, en algún lugar, y con todos tenía poca relación. De hecho, no descartaba haber entrado en casa de doña Adelaida por una especie de compañerismo de lobo solitario.

El caso es que al final, ya muy tarde, se acostó. Aunque no tenía sueño y estaba ansioso, se quedó dormido pronto.

Cuando despertó, muy tarde al día siguiente, nadie había venido y él ya se había olvidado del reloj de doña Adelaida.


CAPÍTULO 2: NUEVOS VECINOS


El funeral de doña Adelaida se celebró unos días después, y Anselmo se sintió obligado a acudir, aunque apenas había tenido relación con ella.

Desde su lugar en la iglesia, más bien atrás, pudo ver a la afligida hija de la anciana fallecida, vestida de negro, llorosa y triste. A su lado, su hijo atendía con una amabilidad sorprendente a los que se acercaban a darles el pésame, ya que su madre no parecía en condiciones de hacerlo.

También Anselmo se acercó a dar sus condolencias. Ninguno de los dos pareció reconocerlo.

Adela ni siquiera lo miró, aunque no pudo culparla por ello, teniendo en cuenta que el ataúd de su madre estaba ahí, a apenas unos metros de distancia. Anselmo no sabía que todavía se celebraban funerales con los muertos de cuerpo presente. Daba repelús. Y más repelús todavía cuando uno mismo había encontrado el cadáver. El muchacho, aunque no era tan joven como había pensado —debía de tener al menos treinta años, o más— le agradeció su presencia y le tendió una mano firme antes de despacharlo para hacer lo mismo con el siguiente de la cola.

Se dijo que no debería sentirse mal por su indiferencia.

Al fin y al cabo, ninguno de los dos sabía quién era ni sabía lo que había hecho.

Salió de la iglesia con mal cuerpo y la sensación de que no debería haber ido.

En la entrada se cruzó con el portero del edificio.

—Una pena. Era una dama encantadora.

Anselmo miró hacia la puerta de la iglesia por la que acababa de salir.

No recordaba el nombre del portero y se sintió incómodo por ello. Debería recordar el nombre del hombre que se encargaba del mantenimiento del edificio en el que llevaba viviendo tantos años. Era casi desleal no hacerlo.

—Una pena, sí —respondió.

—Me pregunto qué harán los herederos con la propiedad.

Anselmo seguía preguntándose por el nombre del portero, aunque también le llamaba la atención su forma de expresarse.

Se fijó en él con más atención de la que le había dedicado antes. El portero era un tipo relativamente joven, más que él, en todo caso. Tal vez rondase los cincuenta años, aunque quizás tuviera alguno menos. Tenía una mata de pelo oscuro apenas salpicado de canas y un peinado bastante anticuado. Y bigote, un bigote como de actor de cine antiguo. Se parecía un poco a Clark Gable, solo que sin sus orejas de elefante.

Llevaba un traje negro que lo hacía parecer un enterrador o un empleado de pompas fúnebres.

Todo eso, junto con su forma algo redicha de hablar, lo hacían parecer extraño.

Ahora lo miraba como si esperase una respuesta por su parte, aunque Anselmo no tenía ni idea de qué iban a hacer la hija de doña Adelaida y su nieto con el piso vacío.

—Yo también —dijo al cabo de unos minutos, visto que no dejaba de mirarlo con sus ojos inquisitivos como puntos negros.

El portero le puso una mano en el hombro y suspiró con apariencia realmente compungida.

—La echaremos tanto, pero tanto, de menos.

Anselmo pensó que exageraba un poco, pero bajó la cabeza también y asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, probablemente ese hombre sabía que él había encontrado el cadáver, porque estaba ahí, ahora lo recordaba, cuando llegó la ambulancia.

Sintió deseos de irse, y más aún al ver que la gente empezaba a salir de la iglesia, señal de que todo aquello había acabado. En cualquier momento sacarían el féretro camino al cementerio, y no le apetecía volver a verlo.

Dio un paso atrás y notó que la mano del portero caía de su hombro como un objeto pesado.

—Tengo que irme. Una cita, ya sabe…

—Yo me quedaré a despedir a doña Adelaida. Era tan generosa conmigo siempre.

Anselmo asintió y se escabulló con un alivio casi obsceno. A lo lejos vio a Adela y a su hijo entrando en un coche gris, seguro que camino al cementerio.



Adela se sonó la nariz y firmó donde le señaló el notario.

Hacía solo dos meses, la noticia de que era la dueña de un piso la habría hecho saltar de alegría. Y, si no pensaba en los detalles horribles, seguía siendo una buena noticia.

Su marido se había liado con una chica más joven, que se había quedado embarazada y le había dicho que lo mejor era que él se quedara con el piso, su madre había muerto de repente, aunque hasta hacía unas semanas parecía estar la mar de sana, su hijo se había quedado en el paro y había vuelto a casa…

Solo que ya no tenía casa.

Por supuesto, podría haberle dicho a Francisco que podía largarse él con su novieta, pero no podía hacerle eso a una embarazada. Así que se había buscado un cuchitril con Alfredito. Con su sueldo en la asesoría podía pagarlo justo y se había planteado pedirle a su madre que los acogiera un tiempo… y entonces ella había muerto. Ni siquiera sabía cómo.

Su médico de cabecera le había asegurado que era de lo más habitual que alguien con las patologías de su madre muriera así, de repente, durmiendo, sin dolor.

—Pero no se había quejado de nada…

El doctor Pacheco había puesto esa cara que ponen los médicos cuando alguien dice algo o hace una pregunta y ellos tienen ganas de mandarlos al infierno, aunque se contienen porque todavía les queda un algo de educación.

—Las afecciones cardiacas no son dolorosas siempre. Ha podido ser un infarto, o un ictus o…

—¿Y no sería mejor ordenar una autopsia para averiguar de qué ha muerto?

El doctor no se molestó en poner la misma expresión esta vez. Ahora la miró con esa cara que decía que él era doctor y ella no, que no debía cuestionar sus decisiones.

Se levantó y la dejó allí, sentada, mirando hacia arriba, con los ojos llorosos.

—Puedo recetarte algo para dormir, si quieres.

Adela no había aceptado los somníferos, pero tampoco había acabado de comprender la actitud del doctor Pacheco. ¿Cómo podía quedarse tan ancho con eso de que podía ser un infarto o un ictus? ¿Acaso daba igual de qué se moría la gente? Sin embargo, había salido del ambulatorio, frustrada, y no había hecho nada y tampoco le había contado a Alfredito lo que había ocurrido.

Durante el funeral había sido incapaz de sobreponerse a la sensación de que había algo que no encajaba. Tuvo la suerte de que su hijo tomara el mando y se encargase de todo.

—Vamos, mamá.

Adela levantó la mirada y miró a Alfredito, que se había levantado y le tendía la mano.

Había olvidado que estaban en la oficina del notario y que el tiempo para esa gente era oro. Ahora era la propietaria del que había sido el piso de su madre, del piso donde había muerto.

No había vuelto allí desde que había ido a escoger el vestido para vestirla en su funeral. Y ahora no tenía otro remedio que instalarse allí, porque no podía permitirse alquilar el cuchitril donde vivían durante mucho más tiempo.



Alfredo sacó a su madre de la oficina del notario y la metió en el autobús que los dejaría en casa de su abuela.

No. En su casa, se corrigió.

El edificio no estaba mal, aunque tenía sus añitos, igual que los vecinos.

A su lado, su madre parecía un poco ida. Aunque no hablaba de ello, sabía que pensaba que había algo raro en la muerte de la abuela. Pobre mamá. Había tenido una mala racha digna de una maldición gitana. Primero el capullo de su padre tirándose a una chavala que podía ser su hija y encargando un bebé del que probablemente se encargaría igual de mal que había hecho con él, y luego lo de la yaya yéndose de repente.

Y no iba a decir que fuera raro… pero normal, lo que se decía normal… tampoco era.

Todavía recordaba el frío que hacía en la casa cuando les habían llamado.

¿Qué hacía un aparato de refrigeración a toda potencia en el dormitorio de la abuela? Sobre todo cuando la yaya usaba chaquetas de lana hasta en verano y siempre le recomendaba que se abrigara bien. Ella jamás habría comprado algo así y dudaba que hasta supiera que esos aparatos existían.

Cuando llegaron al edificio que se convertiría en su nuevo hogar, al menos hasta que encontrara un trabajo, se quedaron allí, en la puerta, como si esperasen una señal.

—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué nos ha traído nuestro querido transporte público? Sus cosas ya han llegado y las hemos cargado hasta su nuevo hogar.

El tipo salió a saber de dónde, con las manos unidas ante el estómago, un bigotillo repelente y un uniforme marrón como salido de una película de Berlanga.

De hecho, parecía que los estuviera esperando, agazapado.

Alfredo, que lo había visto rondando por allí otras veces, estuvo tentado de despacharlo. No era que despreciase al hombre en sí, pero pensaba que el hecho de ser portero no lo obligaba a ser tan pelota.

—Muchas gracias, Juan Antonio —dijo su madre, tendiéndole una mano y sonriéndole—, No sé lo que haría sin usted.

El tal Juan Antonio agachó la cabeza y Alfredo pensó que iba a besarle la mano a su madre, pero no lo hizo, por suerte. Aquello habría sido demasiado.

—Haría lo que fuera por la hija de doña Adelaida. Era un encanto de dama y siempre fue muy generosa conmigo.

Alfredo había oído eso antes o, si no había sido eso, habían sido unas palabras muy similares. No dudaba que su yaya hubiera sido generosa con el portero, pero le resultaba raro que él se sintiera obligado hacia sus descendientes. Al fin y al cabo, ¿cuánto le pagaban?

Su madre no cuestionó sus palabras. La pobre mujer estaba tan agotada por lo que le estaba ocurriendo que cualquier cosa le parecía de lo más normal. Le habría parecido normal que un marciano le pusiera la alfombra roja.

Pasaron al vestíbulo y montaron en el ascensor que traqueteaba como unas maracas. Alfredo siempre pensaba que subir andando era más seguro y rápido, pero el portero les había abierto la puerta y precedido, así que no quiso hacerle el feo.

—Espero que haya quedado todo a su gusto, señorita Adela.

Alfredo enarcó una ceja.

Si se abría el diccionario en la definición de «pelota» debía de salir la cara del tal Juan Antonio. Por cierto, ¿por qué se había tomado la molestia de colocar sus cosas y de acompañarlos hasta arriba?

En cuanto el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, decidió que era suficiente por ese día.

—Gracias, Juan Antonio. Que tenga usted un buen día, Juan Antonio.

Lo que fuera a decir el portero murió en sus labios.

Después de aquello, era evidente que seguir adelante sería demasiado extraño.

Alfredo se sintió victorioso cuando lo vio desaparecer escaleras abajo.

—Has sido un maleducado —dijo Adela mientras buscaba las llaves en el bolso—. Solo pretendía ser amable.

—Demasiado amable para mi gusto.

Adela se giró hacia él y lo miró con gesto cansado.

—Sé que no te gusta la gente, pero haz un esfuerzo por mí, ¿vale?

Alfredo le dio un beso en la frente. Quiso explicarle que no era que no le gustara la gente, sino más bien que era él quien no gustaba a los demás.

En todo caso, gracias a ella tenía un hogar donde quedarse, así que haría un esfuerzo por ella, aunque le supusiera ser amable con gente como ese portero extraño y metomentodo.

—Bienvenidos a nuestra nueva vida, supongo.

La casa de la yaya estaba prácticamente igual. Solo había algunas cosas suyas por aquí y por allá, pero el conjunto era una mezcla rarísima y horrible que les costaría arreglar si querían quedarse allí.

Alfredo dio una vuelta para ver qué habían hecho el portero y los encargados de trasladar sus cosas, pero no encontró grandes cambios. Avanzó hasta el que había sido el dormitorio de la abuela, adonde no había regresado desde el día de su muerte. Allí nada había cambiado, excepto que no había ni rastro del aparato de refrigeración.

Arwen Grey







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