Por un error al enviar el documento a la redacción de la revista, este relato se ha publicado incompleto. A continuación podéis leerlo tal y como salió de la pluma de la autora.
Aroma de mar
El último día, la última aspiración con olor a mar, el último turquesa abrazando el oro de la arena. Mi descapotable totalmente al descubierto, con la canción Tan cañí de Alhoeverah, sonando a toda pastilla, (más hortera no se podía ser), pero necesitaba ese toque aflamencado para poder seguir conduciendo de regreso a casa. Iba tan despacio que a veces otros conductores expresaban a base de pitadas eternas, que me sacaban de mi ensoñación, su cabreo. Y claro está, también me ofrecían clásicos como: «¡Vas pisando huevos! ¡Mujer tenías que ser! ¡Con lo guapa que eres y lo mal que conduces!». Yo los miraba desafiante detrás de mis gafas oscuras y les lanzaba un beso rojo, que los dejaba ojipláticos, después me adelantaban y adiós muy buenas.
Nadie me podía impedir deleitarme con la vista de las últimas olas rizando los recuerdos de aquellos días de verano, que, por esperados, se convertían en un espacio breve, casi inexistente.
La canción sonaba una y otra vez, con ella reviví un bailecito que me marqué la última noche con el tipo que me había robado el corazón aquel verano, Alfredo. Pero bueno, tenía su teléfono, él también vivía en la ciudad, quién sabe…
Me llamase o no, ya nadie me quitaba lo bailao.
Después de cinco horas y media de viaje, llegué a Madrid. Aún estaba medio vacío, sin mucho tráfico, lo cual me hizo disfrutar de un paseo lento por La Castellana. Hacía rato que no llevaba la música puesta, y me pareció oportuno hacer una entrada triunfal, totalmente hortera, con la cancioncita, entre otras cosas para evitar empezar a llorar de nostalgia.
Llegué al garaje, Antonio me saludo riéndose al verme aparecer con la música a todo volumen.
—¡Señorita Marcela! Ya está usted de vuelta. Cómo se nota su ausencia.
—Yo siempre tan discreta, ¿verdad?
Ambos reímos. Entré a mi plaza y le di las llaves para que subiera el equipaje.
Mientras esperaba el ascensor, vi llegar a Martina y a su hija.
—¡Hola, Marcela! ¿De vuelta de vacaciones?
—¿Qué tal Martina? ¡Hola, Marta! Sí, acabo de llegar en este mismo instante. ¿Llevas libros en esa bolsa?
—Sí, justo llegamos de hacer las compras del material escolar para el inicio de curso.
—Me recuerda mis años de estudiante. Ese aroma a libro nuevo, a lápices, cuadernos… ¡Qué recuerdos!
—¿No te parece, Marcela, que el año comienza en septiembre?
—Sí, el año comienza en septiembre y termina en el mar. Bueno llegué. Nos vemos.
—Claro que sí, Marcela. A ver qué tal se nos da este curso.
Sonreí y salí del ascensor con un pellizquito en el corazón. Abrí la puerta y entré en casa. Agradecí la suave penumbra, que me permitía no ser consciente de que el verano había terminado para mí.
El teléfono sonó. Comprobé que era Alfredo. No esperaba su llamada tan pronto, pero con ella, la estancia se inundó del aroma del mar.
Ángeles Colmenar Toribio
Publicado en el número 54 Pasar Página
Excelente.
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