lunes, 11 de mayo de 2020

Fotos amarillas


Hoy nos ha cedido un entrañable relato Nina Peña.




La veo venir de lejos. Me ha avisado que llega en cinco minutos y me asomo a la calle con la sensación de estar espiando su llegada, consciente de la incomodidad que produce ser observada de lejos, mientras caminas, con las manos en los lados y paso lento. Expuesta al escrutinio voraz de los balcones. A mi propia mirada.

El sol del mediodía me hiere las pupilas al apartar una cortina tras la cual ver la calle vacía. Desde un tejado se oyen las voces vecinales que hablan a gritos, igual que hace un rato se oían las voces de los niños que salían. El mundo parece haberse dividido en turnos, en edades, en riesgos. En franjas de tiempo. Pleno en nuestras manos y vacío en la cotidianeidad de los actos. En rendijas de luz que se van moviendo a medida que el sol avanza en el cielo.

La veo venir y adivino su gesto serio ya de lejos. Está concentrada en cada paso que da. Cuando se acerque me sonreirá, dirá mi nombre y me preguntará cómo estoy. Me contará sus paseos, me enumerará las distancias recorridas, las esquinas dobladas, los encuentros fortuitos que alivian la soledad durante esa hora. Hablará de mi sobrino que, la mañana antes, al verla, salió corriendo abrazarla y tuvieron que frenarle. Me contará de la voz de mis sobrinas desde el otro lado del teléfono. Tan dulces, tan niñas.

Hablaremos de números, de etapas, de nosotras, de nosotros. No hablaremos de mi padre ni de lo duro que se ha hecho estar encerrada sin él, sin la compañía que la ha cobijado durante casi cincuenta años. Ni siquiera hablaremos de él para ver todo lo que está ocurriendo desde su perspectiva, siempre voraz, de la realidad. Hay temas que no se pueden tocar a viva voz en medio de una calle, sino en la intimidad de una conversación cara a cara, frente a un café y un pañuelo.

Será un momento fugaz de paseo interrumpido para tener un mínimo de contacto con la familia. Un instante antes de proseguir con el itinerario marcado al albur de la gente: ir por donde menos personas vayan.

Luego la veré irse, caminando despacio, diciendo adiós con la mano. Volviéndose para echar al aire un beso de despedida con el que decir adiós a mi hija que también se asoma para verla, sin importar que la mascarilla entorpezca el gesto. De lejos su figura se irá difuminando poco a poco entre los coches aparcados y los salientes de los balcones que la van tapando a medida que se aleja.

De lejos es una mujer más mayor que la que veo cuando la tengo delante, cuando la miro a los ojos y hablo con ella. De lejos mi madre comienza a tener la edad que tiene realmente y no la que le da mi propio pensamiento de hija. Su caminar lento, sus pasos vacilantes, con ese miedo a caer que la acompaña siempre y que hace que le guste cogerme del brazo cuando paseamos juntas. De lejos es la mujer desconocida con la que muchos se cruzan mirando su mascarilla y sus zapatillas deportivas color rosa, regalo de mi hermana en los últimos Reyes, tan llamativas como si fuera una runner.

De lejos es ya una desconocida que gira una esquina y que se lleva con ella el recuerdo de días mejores. De días felices. De días de mayo cuando me levantaba para ir a clase con ramos de rosas. De tardes de frío debajo de una mantita viendo la televisión. De mañanas soleadas de playa y canciones de verano, cuando ella era joven y yo niña. Aquellos sabores y olores de otro tiempo, regresan con ella durante un segundo y se desvanecen en lo etéreo, como pequeñas motas de polvo brillando entre un rayo de sol. Dejando, únicamente, un rastro tan familiar como inaprensible.

Llegará el día en que todos los recuerdos serán fotos amarillas en un álbum de papel que nadie verá. Escondido en lo recóndito de un tiempo y de un lugar que, seguramente, habrá dejado de existir. Somos tenues, leves, como el polen de esta primavera, como dientes de león. Somos un suspiro en el tiempo. Un segundo de eones. Una fugacidad intensa, como el resplandor del relámpago. Mientras, vivimos. Aunque no seamos conscientes de nuestra fragilidad, de nuestra escasa importancia, de nuestro irrisorio valor. Vivimos. Como si fuéramos indispensables, únicos, rotundos.

Mientras la veo llegar, sé que nuestra fugacidad es lo trascendental y que, lo que quedará de nosotros, solo será la leve memoria del amor que damos y los gestos que hacemos a quienes nos suceden, heredados desde lo más lejano e inmemorial. Como una repetición de gestos y sentimientos haciendo eco por las vías sanguíneas. Impregnados en nuestro ADN, igual que el color de los ojos o del cabello.

Sin embargo estamos aquí, ahora, y este es el tiempo que nos ha tocado vivir.

Mira hacia arriba y me asomo al balcón. Deja de mirar el suelo y de fijarse en sus pasos para verme asomada. Ya sonríe. No ha adivinado que está conmigo desde hace mucho, desde que la he visto venir de lejos, girando una esquina de repente. Incluso antes. Llega hasta mi altura y desde aquí huelo su perfume, arrastrado por el viento de una primavera robada.

–Hola, mamá




1 comentario:

  1. Muy bellas palabras para una que siempre marca tu vida. Mientras está, y cuando la pierdes. Algunos, tal vez siendo aún unos niños. A otros, ya mayores, con muchas obligaciones, poco tiempo. Una voz que resuena al otro lado del teléfono. Y fotos, que aprietas contra tu pecho para que te llegue el consuelo que te daban sus abrazos.

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