Hoy nos ha cedido un entrañable relato Nina Peña.
La veo venir de lejos. Me ha avisado que llega en cinco
minutos y me asomo a la calle con la sensación de estar espiando su llegada,
consciente de la incomodidad que produce ser observada de lejos, mientras
caminas, con las manos en los lados y paso lento. Expuesta al escrutinio voraz
de los balcones. A mi propia mirada.
El sol del mediodía me hiere las pupilas al apartar una
cortina tras la cual ver la calle vacía. Desde un tejado se oyen las voces
vecinales que hablan a gritos, igual que hace un rato se oían las voces de los
niños que salían. El mundo parece haberse dividido en turnos, en edades, en
riesgos. En franjas de tiempo. Pleno en nuestras manos y vacío en la
cotidianeidad de los actos. En rendijas de luz que se van moviendo a medida que
el sol avanza en el cielo.
La veo venir y adivino su gesto serio ya de lejos. Está
concentrada en cada paso que da. Cuando se acerque me sonreirá, dirá mi nombre
y me preguntará cómo estoy. Me contará sus paseos, me enumerará las distancias
recorridas, las esquinas dobladas, los encuentros fortuitos que alivian la
soledad durante esa hora. Hablará de mi sobrino que, la mañana antes, al verla,
salió corriendo abrazarla y tuvieron que frenarle. Me contará de la voz de mis
sobrinas desde el otro lado del teléfono. Tan dulces, tan niñas.
Hablaremos de números, de etapas, de nosotras, de nosotros.
No hablaremos de mi padre ni de lo duro que se ha hecho estar encerrada sin él,
sin la compañía que la ha cobijado durante casi cincuenta años. Ni siquiera hablaremos
de él para ver todo lo que está ocurriendo desde su perspectiva, siempre voraz,
de la realidad. Hay temas que no se pueden tocar a viva voz en medio de una
calle, sino en la intimidad de una conversación cara a cara, frente a un café y
un pañuelo.
Será un momento fugaz de paseo interrumpido para tener un
mínimo de contacto con la familia. Un instante antes de proseguir con el
itinerario marcado al albur de la gente: ir por donde menos personas vayan.
Luego la veré irse, caminando despacio, diciendo adiós con
la mano. Volviéndose para echar al aire un beso de despedida con el que decir
adiós a mi hija que también se asoma para verla, sin importar que la mascarilla
entorpezca el gesto. De lejos su figura se irá difuminando poco a poco entre
los coches aparcados y los salientes de los balcones que la van tapando a
medida que se aleja.
De lejos es una mujer más mayor que la que veo cuando la
tengo delante, cuando la miro a los ojos y hablo con ella. De lejos mi madre
comienza a tener la edad que tiene realmente y no la que le da mi propio
pensamiento de hija. Su caminar lento, sus pasos vacilantes, con ese miedo a
caer que la acompaña siempre y que hace que le guste cogerme del brazo cuando
paseamos juntas. De lejos es la mujer desconocida con la que muchos se cruzan
mirando su mascarilla y sus zapatillas deportivas color rosa, regalo de mi
hermana en los últimos Reyes, tan llamativas como si fuera una runner.
De lejos es ya una desconocida que gira una esquina y que se
lleva con ella el recuerdo de días mejores. De días felices. De días de mayo
cuando me levantaba para ir a clase con ramos de rosas. De tardes de frío
debajo de una mantita viendo la televisión. De mañanas soleadas de playa y
canciones de verano, cuando ella era joven y yo niña. Aquellos sabores y olores
de otro tiempo, regresan con ella durante un segundo y se desvanecen en lo
etéreo, como pequeñas motas de polvo brillando entre un rayo de sol. Dejando,
únicamente, un rastro tan familiar como inaprensible.
Llegará el día en que todos los recuerdos serán fotos
amarillas en un álbum de papel que nadie verá. Escondido en lo recóndito de un
tiempo y de un lugar que, seguramente, habrá dejado de existir. Somos tenues,
leves, como el polen de esta primavera, como dientes de león. Somos un suspiro en
el tiempo. Un segundo de eones. Una fugacidad intensa, como el resplandor del
relámpago. Mientras, vivimos. Aunque no seamos conscientes de nuestra
fragilidad, de nuestra escasa importancia, de nuestro irrisorio valor. Vivimos.
Como si fuéramos indispensables, únicos, rotundos.
Mientras la veo llegar, sé que nuestra fugacidad es lo
trascendental y que, lo que quedará de nosotros, solo será la leve memoria del
amor que damos y los gestos que hacemos a quienes nos suceden, heredados desde
lo más lejano e inmemorial. Como una repetición de gestos y sentimientos
haciendo eco por las vías sanguíneas. Impregnados en nuestro ADN, igual que el
color de los ojos o del cabello.
Sin embargo estamos aquí, ahora, y este es el tiempo que nos
ha tocado vivir.
Mira hacia arriba y me asomo al balcón. Deja de mirar el
suelo y de fijarse en sus pasos para verme asomada. Ya sonríe. No ha adivinado
que está conmigo desde hace mucho, desde que la he visto venir de lejos,
girando una esquina de repente. Incluso antes. Llega hasta mi altura y desde
aquí huelo su perfume, arrastrado por el viento de una primavera robada.
–Hola, mamá
Muy bellas palabras para una que siempre marca tu vida. Mientras está, y cuando la pierdes. Algunos, tal vez siendo aún unos niños. A otros, ya mayores, con muchas obligaciones, poco tiempo. Una voz que resuena al otro lado del teléfono. Y fotos, que aprietas contra tu pecho para que te llegue el consuelo que te daban sus abrazos.
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