lunes, 18 de mayo de 2020

«El experimento» de Mayte Uceda


Hoy nos ha cedido un relato Mayte Uceda. Si queréis conocer mejor a esta escritora y su obra, solo tenéis que entrar en su página https://mayteuceda.blogspot.com/




Al principio fue solo un débil ruido procedente del tejado, un ligero arrastrar sobre las tejas de hormigón que podía significar cualquier cosa; un pájaro, un gato, la rama de un árbol…, incluso el sueño de la razón que, como en la obra de Goya, producía monstruos imaginarios.

Pero no era nada de eso. Era ella, la criatura de la que habían hablado los informativos esa misma mañana. Según dijeron, se trataba de un perro agresivo que se había escapado de la perrera municipal. ¿Un perro? Esa era una descripción demasiado amable para definir aquello.

Hacía tiempo que corrían rumores en la ciudad sobre un experimento que se llevaba a cabo en el refugio de animales para tratar la agresividad canina, aunque, en realidad, no había evidencia alguna de que eso fuera cierto. Y, si la había, se mantenía en estricto secreto.

   No, esa cosa no era un perro. Tal vez lo hubiera sido en algún momento de su vida, pero de él ya no quedaba nada; ni sus garras ni su hocico ni su extraordinaria envergadura se correspondían con la imagen de un perro, ni siquiera con la representación de un ejemplar de los más grandes.

¿Y qué demonios había en sus ojos? Eran dos hendiduras de sangre y muerte, tan brillantes que parecían capaces de incendiar el mundo.

Vi a la criatura, eso es cierto. Y ojalá no la hubiera visto nunca porque desde entonces me deshago en violentas sacudidas de terror.  Sé que viene a por mí. Y también sé que quiere matarme, como si su cerebro me hubiera marcado como a su presa favorita desde que nuestras miradas se cruzaron en el jardín.

Ocurrió hace unas horas. Ya había oscurecido del todo y yo acababa de aparcar el coche delante de mi casa. Me extrañó el desacostumbrado silencio que me acompañó mientras caminaba hacia la entrada; siempre solía detenerme unos segundos a escuchar los grillos y, sobre todo, la sinfonía de un mirlo cantarín al que no le abrumaba la noche. Pero en esa ocasión solo me llegó la ilusión acústica de mi propia sangre atropellada en las venas, sin duda arrumbada por un mal presentimiento.

Encajé la llave en la cerradura y abrí la puerta al tiempo que un ruido inesperado procedente del jardín me apremió a girarme. Entonces distinguí claramente un par de puntos rojos brillando en el arbusto de la entrada, como si me hubiera dejado olvidadas en el jardín dos pequeñas luces de navidad.
Di un paso hacia el arbusto y me ajusté las gafas en la nariz para observar mejor lo que brillaba entre las hojas. No fue hasta que la criatura salió de su escondite que pude apreciar su espantosa apariencia.
Me quedé paralizado, observando ese par de ojos de pupilas fragmentadas, rojos y rasgados como ranuras de rubí.
La criatura avanzó hacia mí agazapada como un lince, muy despacio, midiendo cada paso con sus garras desproporcionadas, afiladas, dantescas, apoyada sobre sus patas traseras. En comparación con el cuerpo, la cabeza era pequeña y triangular, parecida a la de una serpiente de grandes dimensiones, y las orejas negras y puntiagudas se asemejaban a las de un perro de presa. Su pelaje era oscuro y espeso y, en ese momento, aquella cosa calibraba la mejor manera de abalanzarse sobre mí.
La más efectiva.

Sujeté con fuerza el teléfono que, por suerte, llevaba en la mano izquierda, y cuando intuí que el ataque era inminente, encendí el botón de la linterna para deslumbrarla.

La criatura gimió, con un sonido gutural que me heló la sangre, medio humano, medio animal, y me bastó ese lapsus de tiempo para conseguir atravesar la puerta y cerrar tras de mí.

Y ahora me encuentro a oscuras encerrado en mi dormitorio, escuchando el arrastre de sus patas mientras ella busca la forma de entrar en casa. Persigo con la mirada sus devaneos por el tejado, lamentando la torpeza de haber dejado caer el teléfono antes de cruzar la puerta. 

Estoy solo y no puedo comunicarme con el exterior.

Si salgo, estoy muerto.

Si me quedo...

Sé que acabará entrando. En sus ojos pude ver un rastro agudo de inteligencia asomado al instinto asesino que proyectaba su cuerpo contrahecho.
Nadie vendrá a ayudarme, porque nadie sabe que necesito ayuda.

Nadie… Nunca me pareció tan vacío y terrible el significado de esa palabra.

La criatura se desliza por el tejado. Cada vez la siento más cerca, como si entre los dos se hubiera creado una conexión irracional que solo los dos podemos comprender. Yo la presiento y ella me presiente a mí.

Sabe dónde me escondo.

Ya la intuyo cerca de la ventana del dormitorio. El miedo no me deja pensar, el sonido de sus garras en la madera me bloquea la mente y me paraliza los músculos.

De repente, el ruido cesa; percibo ese silencio como un preludio del final, porque sé que sigue ahí y que no va a marcharse hasta que consiga cazarme.

¿A qué espera?

Tras largos segundos de quietud, los nervios me traicionan.

—¡Vamos! —le grito en la penumbra, deseando que, para bien o para mal, todo acabe pronto.

Sujeto en la mano la lámpara de la mesilla de noche.

La luz no le gusta.

Tal vez tenga una oportunidad.

—¡Vamos! —vuelvo a gritar, armándome de coraje.

Entonces descubro el brillo de sus ojos asomando al otro lado del cristal; rojos, líquidos, fluidos de sangre. Se aferra a la madera de la ventana con las cuatro patas y con los garfios de sus garras resquebraja el cristal. El sonido me produce una arcada. Paladeo en la boca el sabor amargo de la bilis cuando los cristales quedan desparramados por el suelo.

Está dentro.

Dios mío...

La figura horripilante avanza hacia mí con su mirada demoniaca. Yo estoy de pie, llorando y temblando frente a la ventana, esperando el momento propicio para encender la lámpara. Reprimo el impulso de gritar y de huir de allí, pero ninguna de las dos cosas me serviría de nada.

Cuando la tengo delante, a solo unos centímetros, no puedo moverme. Ni siquiera soy capaz de encender la lámpara. Su mirada me inmoviliza. También puedo sentir cómo me controla la mente.

En medio del delirio de terror, convertido en piedra, solo soy capaz de escuchar mi respiración entrecortada y un gorgoteo extraño en el fondo de su garganta.

Siento un terrible dolor en la cabeza cuando la criatura manipula mis recuerdos para traerlos al presente. 

Una vez tuve un perro. Se llamaba Kayla, una hembra de dóberman, dócil y preciosa, que me acompañaba a todas partes. Puedo verla saltando junto a mí, durmiendo a mi lado, lamiendo mi mano... Fue hace mucho tiempo, tal vez seis años. Un día desapareció sin dejar rastro. La busqué por todas partes, con desesperación, pero jamás volví a verla. Su pérdida me entristeció tanto que nunca quise tener otro perro.

La criatura deja de mirarme y sale de mi mente. Poco a poco su cuerpo de extremidades deformes se va encogiendo y replegando sobre sí mismo hasta quedar acurrucado a mis pies, como si de pronto fuera un animal viejo y cansado que regresa a casa después de una larga lucha.

Aún sin salir de mi asombro, dejo caer la lámpara y me arrodillo en el suelo.

—Kayla…




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