Hoy nos ha cedido un relato Mayte Uceda. Si queréis conocer mejor a esta escritora y su obra, solo tenéis que entrar en su página https://mayteuceda.blogspot.com/
Al principio fue solo un débil ruido procedente del tejado,
un ligero arrastrar sobre las tejas de hormigón que podía significar cualquier
cosa; un pájaro, un gato, la rama de un árbol…, incluso el sueño de la razón
que, como en la obra de Goya, producía monstruos imaginarios.
Pero no era nada de eso. Era ella, la criatura de la que
habían hablado los informativos esa misma mañana. Según dijeron, se trataba de
un perro agresivo que se había escapado de la perrera municipal. ¿Un perro? Esa
era una descripción demasiado amable para definir aquello.
Hacía tiempo que corrían rumores en la ciudad sobre un
experimento que se llevaba a cabo en el refugio de animales para tratar la
agresividad canina, aunque, en realidad, no había evidencia alguna de que eso
fuera cierto. Y, si la había, se mantenía en estricto secreto.
No, esa cosa no era
un perro. Tal vez lo hubiera sido en algún momento de su vida, pero de él ya no
quedaba nada; ni sus garras ni su hocico ni su extraordinaria envergadura se
correspondían con la imagen de un perro, ni siquiera con la representación de
un ejemplar de los más grandes.
¿Y qué demonios había en sus ojos? Eran dos hendiduras de
sangre y muerte, tan brillantes que parecían capaces de incendiar el mundo.
Vi a la criatura, eso es cierto. Y ojalá no la hubiera visto
nunca porque desde entonces me deshago en violentas sacudidas de terror. Sé que viene a por mí. Y también sé que
quiere matarme, como si su cerebro me hubiera marcado como a su presa favorita
desde que nuestras miradas se cruzaron en el jardín.
Ocurrió hace unas horas. Ya había oscurecido del todo y yo
acababa de aparcar el coche delante de mi casa. Me extrañó el desacostumbrado
silencio que me acompañó mientras caminaba hacia la entrada; siempre solía
detenerme unos segundos a escuchar los grillos y, sobre todo, la sinfonía de un
mirlo cantarín al que no le abrumaba la noche. Pero en esa ocasión solo me
llegó la ilusión acústica de mi propia sangre atropellada en las venas, sin
duda arrumbada por un mal presentimiento.
Encajé la llave en la cerradura y abrí la puerta al tiempo
que un ruido inesperado procedente del jardín me apremió a girarme. Entonces
distinguí claramente un par de puntos rojos brillando en el arbusto de la
entrada, como si me hubiera dejado olvidadas en el jardín dos pequeñas luces de
navidad.
Di un paso hacia el arbusto y me ajusté las gafas en la
nariz para observar mejor lo que brillaba entre las hojas. No fue hasta que la
criatura salió de su escondite que pude apreciar su espantosa apariencia.
Me quedé paralizado, observando ese par de ojos de pupilas
fragmentadas, rojos y rasgados como ranuras de rubí.
La criatura avanzó hacia mí agazapada como un lince, muy
despacio, midiendo cada paso con sus garras desproporcionadas, afiladas,
dantescas, apoyada sobre sus patas traseras. En comparación con el cuerpo, la
cabeza era pequeña y triangular, parecida a la de una serpiente de grandes
dimensiones, y las orejas negras y puntiagudas se asemejaban a las de un perro
de presa. Su pelaje era oscuro y espeso y, en ese momento, aquella cosa
calibraba la mejor manera de abalanzarse sobre mí.
La más efectiva.
Sujeté con fuerza el teléfono que, por suerte, llevaba en la
mano izquierda, y cuando intuí que el ataque era inminente, encendí el botón de
la linterna para deslumbrarla.
La criatura gimió, con un sonido gutural que me heló la
sangre, medio humano, medio animal, y me bastó ese lapsus de tiempo para
conseguir atravesar la puerta y cerrar tras de mí.
Y ahora me encuentro a oscuras encerrado en mi dormitorio,
escuchando el arrastre de sus patas mientras ella busca la forma de entrar en
casa. Persigo con la mirada sus devaneos por el tejado, lamentando la torpeza
de haber dejado caer el teléfono antes de cruzar la puerta.
Estoy solo y no puedo comunicarme con el exterior.
Si salgo, estoy muerto.
Si me quedo...
Sé que acabará entrando. En sus ojos pude ver un rastro
agudo de inteligencia asomado al instinto asesino que proyectaba su cuerpo
contrahecho.
Nadie vendrá a ayudarme, porque nadie sabe que necesito
ayuda.
Nadie… Nunca me pareció tan vacío y terrible el significado
de esa palabra.
La criatura se desliza por el tejado. Cada vez la siento más
cerca, como si entre los dos se hubiera creado una conexión irracional que solo
los dos podemos comprender. Yo la presiento y ella me presiente a mí.
Sabe dónde me escondo.
Ya la intuyo cerca de la ventana del dormitorio. El miedo no
me deja pensar, el sonido de sus garras en la madera me bloquea la mente y me
paraliza los músculos.
De repente, el ruido cesa; percibo ese silencio como un
preludio del final, porque sé que sigue ahí y que no va a marcharse hasta que
consiga cazarme.
¿A qué espera?
Tras largos segundos de quietud, los nervios me traicionan.
—¡Vamos! —le grito en la penumbra, deseando que, para bien o
para mal, todo acabe pronto.
Sujeto en la mano la lámpara de la mesilla de noche.
La luz no le gusta.
Tal vez tenga una oportunidad.
—¡Vamos! —vuelvo a gritar, armándome de coraje.
Entonces descubro el brillo de sus ojos asomando al otro lado
del cristal; rojos, líquidos, fluidos de sangre. Se aferra a la madera de la
ventana con las cuatro patas y con los garfios de sus garras resquebraja el
cristal. El sonido me produce una arcada. Paladeo en la boca el sabor amargo de
la bilis cuando los cristales quedan desparramados por el suelo.
Está dentro.
Dios mío...
La figura horripilante avanza hacia mí con su mirada
demoniaca. Yo estoy de pie, llorando y temblando frente a la ventana, esperando
el momento propicio para encender la lámpara. Reprimo el impulso de gritar y de
huir de allí, pero ninguna de las dos cosas me serviría de nada.
Cuando la tengo delante, a solo unos centímetros, no puedo
moverme. Ni siquiera soy capaz de encender la lámpara. Su mirada me inmoviliza.
También puedo sentir cómo me controla la mente.
En medio del delirio de terror, convertido en piedra, solo
soy capaz de escuchar mi respiración entrecortada y un gorgoteo extraño en el
fondo de su garganta.
Siento un terrible dolor en la cabeza cuando la criatura
manipula mis recuerdos para traerlos al presente.
Una vez tuve un perro.
Se llamaba Kayla, una hembra de dóberman, dócil y preciosa, que me acompañaba a
todas partes. Puedo verla saltando junto a mí, durmiendo a mi lado, lamiendo mi
mano... Fue hace mucho tiempo, tal vez seis años. Un día desapareció sin dejar
rastro. La busqué por todas partes, con desesperación, pero jamás volví a
verla. Su pérdida me entristeció tanto que nunca quise tener otro perro.
La criatura deja de mirarme y sale de mi mente. Poco a poco
su cuerpo de extremidades deformes se va encogiendo y replegando sobre sí mismo
hasta quedar acurrucado a mis pies, como si de pronto fuera un animal viejo y
cansado que regresa a casa después de una larga lucha.
Aún sin salir de mi asombro, dejo caer la lámpara y me
arrodillo en el suelo.
—Kayla…
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