lunes, 11 de febrero de 2019

Todo llega




Clemente Roibás es un escritor coruñés, periodista deportivo y amante de la literatura noire. Narra emociones humanas que nos traspasan la piel para no olvidarlas. Autor de las novelas Sed de poder, Un halo de esperanza y Deudas de sangre, consigue adentrase en el género negro aportando una visión menos dramática y un estilo audaz que nos acerca al thriller cinematográfico.
Su última publicación es una colección de  28 relatos Relatos inolvidables, pequeñas historias que tardarás en olvidar, editada por la Editorial Leibros.
Por cortesía del autor, os dejo a continuación uno de sus relatos.

TODO LLEGA

Las lágrimas luchaban por abrirse camino en mis ojos, pero yo me resistía. No quería llorar, no quería sentir, no quería recordar. Pero los sentimientos me estaban ganando la batalla. Allí, delante de ella, de su recuerdo, de su memoria… No podía resistirlo. Intentaba aparentar seguridad, todos me observaban, pero era obvio que no lo conseguiría. El cura dejó de hablar y me miró. Quería que dijera unas palabras. ¿Yo?, le pregunté tan sorprendido como desconcertado. Negué con la cabeza, no podía, no debía. Sería el fin de mi lucha, la derrota que todos aventuraban, no, no quería hacerlo. Pero mi niña me miró con esos ojos grandes y hermosos, esa mirada clara, limpia, sincera y con esa sonrisa, preciosa, alentadora, mágica. A ella no podía decirle que no, era lo único que me quedaba, era el testigo vivo de ese amor imperfecto, difícil y complicado, pero también maravilloso, mágico, inolvidable… Asentí con la cabeza aún sabiendo lo que iba a ocurrir. Todos me miraron, aguardaban pacientemente mis palabras. Respiré hondo y durante unos instantes no dije nada. ¿Qué les importaba a ellos mi dolor? ¿Por qué tenía que abrir mi corazón ante esas personas? Lo que Rosa y yo habíamos tenido solo lo sabíamos nosotros… ¿por qué compartirlo con los demás? Pero ella seguía mirándome y sus ojos me lo pedían. Sheila, nuestra niña, el fruto de nuestro amor… A ella no podía decepcionarla, no se lo merecía. La miré y sonreí un breve instante. ¡Qué guapa era! Ya poco quedaba en ella de esa niña alegre y dicharachera que no paraba de hablar y hablar. No, ahora era toda una mujer. Hacía poco que había cumplido quince años y era la viva imagen de su madre. Volví a respirar hondo. Le pedí con la mirada que no me hiciera eso, que me permitiera seguir callado, aguantando mi dolor, soportando mi agonía, destrozándome por dentro… pero no. Sus ojos no admitían réplica, quería oírme decir lo que pensaba, lo que sentía, necesitaba escucharlo aunque sabía perfectamente la magnitud de mis sentimientos. Comencé a hablar, despacio, pensando cada palabra, cada frase, controlando mis emociones. Pero mis ojos se pararon un instante en su foto y me quedé mudo. Allí estaba, mirándome como si nada hubiera ocurrido.
— Papá… papá –oí decir y salí de mi aturdimiento. Entonces, por fin, hablé y ya no paré. Las palabras salían solas, las anécdotas se sucedían y mis elogios no tenían fin. ¿Qué podía decir de ella? Qué era maravillosa, sí, por supuesto, qué era inteligente, amable, cariñosa, hermosa… sí, claro que sí. Qué era mi media naranja, el amor de mi vida, la mujer de mis sueños, la persona más impresionante que he conocido… Las lágrimas aparecieron para no marcharse ya. ¿Qué más podía decir? Qué sin ella no era nadie, qué no sabría vivir sin ella, qué mi vida ya no tenía sentido… claro que sí. ¿Qué más podría decir? Qué me cambiaría por ella, que ojalá hubiera sido yo el que iba en ese coche, qué me sentía culpable de su muerte por no haber querido acompañarla… Sí, todo eso lo dije y más. Las lágrimas me impedían hablar con claridad, pero ya no podía parar, no quería parar. Necesitaba soltar todo lo que llevaba dentro. No era justo, era demasiado buena, demasiado maravillosa, demasiado perfecta… para estar muerta. No debí decirlo en alto, no, esa palabra estaba prohibida en mi cabeza… pero lo hice y entonces mi corazón sintió tanto dolor que me caí de rodillas mientras las lágrimas corrían a mares por mis mejillas.
— No, mi amor, no. Sin ti no quiero vivir, sin ti esta vida no tiene sentido, sin ti… -Sheila corrió a abrazarse a mí y lloramos juntos como no lo habíamos hecho nunca. La gente no sabía que hacer, algunos se acercaron para levantarnos, pero desistieron en el último momento. No, nadie tenía derecho a quitarnos ese momento, ese instante… el dolor era muy fuerte, muy grande, muy profundo, pero a veces hay que soltarlo todo para poder seguir adelante.
— Papá… papá… siempre me tendrás a mí. Siempre estaré contigo, no permitiré que te sientas solo. Por favor… por favor… no te rindas. Hazlo por mí, mamá lo hubiera querido.
— La besé por todo el rostro y la abracé con tanta fuerza que creo que le hice daño, pero no se quejó. No dijo nada. Tan solo me miraba esperando algún tipo de reacción en mí, algo que le diera esperanza, que le indicara que iba a luchar, que no me iba a rendir, que seguiría a su lado… Asentí, sí, asentí con la cabeza. ¡Cómo iba a dejarla sola! ¡Era mi ángel! ¡Era mi niña! ¡Era lo único que me quedaba en este mundo! Se lo prometí, sí, lo hice, y siempre cumplo mis promesas. Permanecimos allí, delante de su lápida largo rato. Los demás ya se había ido hacía rato, el sacerdote también, la lluvia había hecho su aparición y hasta un viento gélido y desapacible se había levantando, pero nos dio igual. Permanecimos allí, abrazados, sin decir nada. No hacía falta, nuestros corazones hablaban por nosotros. Nunca la olvidaríamos, sentiríamos siempre su pérdida, pero tendríamos que aprender a vivir con ello. Ella así lo hubiera querido y desde luego no íbamos a decepcionarla. Han pasado 40 años de todo aquello y me encuentro de nuevo delante de su lápida. Los recuerdos vuelven a mí como si hubieran sucedido ayer. Nada ha cambiado. Mi amor sigue tan fresco como el primer día. Siento que el final está llegando y me preparo para el viaje. Sí, ese viaje que nos unirá nuevamente. Llevo mucho tiempo esperando este momento, anhelándolo, pero no era posible. No, Sheila me necesitaba. Pero ha llegado el momento, lo noto, lo siento. Mi cuerpo me lo está diciendo. Me siento junto a su tumba y me parece verla allí, sentada, frente a mí. Sigue tan guapa como siempre y su sonrisa, ah… su sonrisa sigue siendo fascinante. Le sonrió y alargo la mano para acariciarla. Está cerca, muy cerca.  Sí, ha llegado el momento de volver a estar juntos, de que nuestro amor perdure eternamente. Cierro los ojos y dejo que mi último pensamiento sea para mi pequeña.
— Sheila, cariño. Ha llegado el momento. No te entristezcas, me voy feliz y contento. Te quiero mi niña. Sé feliz y no tengas prisa por reunirte con nosotros. Todo llegara, pero a su tiempo… Adiós, mi pequeña, adiós.
Clemente Roibás



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