Colette
Se peinaba a lo garçon,
recuerda Martín, como la viajera que quiso enseñarle a besar a Joaquín Sabina
en la gare de Austerlitz de París.
Sabina no recordaba su nombre, o quizás lo olvidaba con intención. Esas cosas
de los artistas. Él, sin embargo, nunca lo hará. Se llamaba Colette y se
peinaba a lo garcón, con aquel
principio del cuello que llenó de besos en más de una noche sin más compañía
que una sábana con la que arroparse para combatir el relente de la madrugada.
También fue en París, y cuando se despidieron lo hicieron sin saber que nunca
más se volverían a ver. Desde entonces se siente como un capitán que desafía al
oleaje sin timón ni timonel; sabiendo que el cascarón de nuez que es su corazón
navega camino de los sueños tan ligero de equipaje como el del canalla de
Sabina.
Martín se lleva a los labios la taza de café y piensa en
cómo será Colette ahora, qué aspecto tendrá, qué será de su vida. De aquello
han pasado ya diez años, y todavía la sigue recordando; el resorte de una
canción, esos Peces de ciudad del
maestro Sabina, que le acompañan en el amanecer de un nuevo día sonando a
través del altavoz de la radio de la cocina. Estará casada, tendrá hijos,
conservará el mismo corte de pelo, a lo garçon.
Se acordará de mí. Decenas de preguntas navegan por su cabeza como aquel velero
que es su corazón, y que quedó varado en pleno mar de la incomprensión cuando
se cercioró de que era imposible buscar a Colette en las mujeres que amó a
continuación. Colette sólo había una, y le había tendido su número de teléfono.
Quiero saber de ti, le pidió al despedirse. El número se perdió. Aún no sabe
cómo ni cuándo pero sí dónde, en aquella estación de Austerlitz donde le
esperaba un tren para devolverle a Madrid aún con el calor y el sabor de los
labios de Colette como compañeros de viaje. Se caería del bolsillo al sacar la
cartera, se le traspapelaría. Se perdió.
Martín apura el café y apaga la radio. Sonríe. Colette, la
Colette que se peinaba a lo garçon.
La ve en esa foto que tiene enmarcada en el salón en la estantería de un
armario. Posan con la girola de Notre Dame a sus espaldas. Ríen. Con esa
sonrisa impregnada en su rostro se marcha a trabajar, como todos los días. Es
su sustento, el alimento de una ilusión, el carburante que le mantiene con la
esperanza de volver a desafiar el oleaje en su compañía. Quizás algún día,
cuando regrese a París.
Peces de ciudad de Joaquín Sabina
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