
Lo piensa una de las mujeres que baila en la pista amarrada
a los brazos de su marido. Un paso para delante, dos pasos para atrás.
Complicaciones, las justas, que son más de ochenta los que curvan su osamenta y
la de su pareja. Pero lo disfrutan. De cuando en cuando levantan la mirada para
encontrarse, y cada uno ve en la del otro esos reflejos de plata a los que se
refería Trenet; como si no se hubieran dicho lo suficiente que el viaje ha
merecido la pena. El suyo por la vida. Que es lo que les recuerda el cantante
francés antes de concluir la canción.
«Una canción de amor y el mar, que me ha agitado el corazón
de por vida». Con eso se despide Trenet de la concurrencia dejando que su voz
se extinga en el silencio del atardecer, con el rumor de fondo de ese mismo mar
cuyo eterno suicidar contra las rocas se escucha en la lejanía. Fin de la
canción, y un par de segundos de silencio roto por las voces del resto de
ancianos que comparten viaje desde hace cuatro días. Que si ya está bien de
bailes sosos, que si un pasodoble por aquí, que si una de King África para
animar el cotarro. Imserso puro y duro. Aquella pareja vuelve a mirarse.
Sonríen. Después se besan. Un viaje que ya dura sesenta años y del que
desconocen cuántos kilómetros quedan por recorrer. Pero lo que están seguros
tras besarse de nuevo es de que ha merecido la pena. Sólo por ver esos reflejos
de plata en la mirada de cada uno.
Víctor Fernández Correas
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