lunes, 4 de marzo de 2019

De miradas que se alejan entre los vagones del metro


de Rafael Herrero Martínez

Volvemos a traer a este blog un relato del autor de El fin de las dulces mentiras, de la que ya hablamos en otra entrada.

Si os apetece leer los dos primeros capítulos de su novela, aquí os dejo el  enlace 





De miradas que se alejan entre los vagones del metro 

El metro paró en la estación de Ciudad Universitaria. Me bajé y caminé lentamente hacia la salida. Estaba muy cansado. Había sido un día duro. Hay clases y alumnos que me consumen toda la energía, otros todo lo contrario, son un estímulo. Estuve a punto de tropezar porque se me habían desatado los cordones de una de las botas. Me agaché para atármelos. Y en ese momento vi, a través de la ventanilla del vagón, a una mujer algo más joven que yo. Nuestras miradas se cruzaron. Enseguida la reconocí… Y sentí un escalofrío. El tren inició su marcha… No fui capaz de reaccionar, de hacerle un gesto con la mano. Y la mujer desapareció de mi vista. El tren se perdió a lo lejos… Alejandra. Era Alejandra, sin ninguna duda. Hacía más de treinta años que no sabía nada de ella… Pero, en ese segundo en el que se cruzaron nuestras miradas… Recordé tantas cosas, tantas imágenes, tantos encuentros, confidencias, risas, discusiones acaloradas al salir del cine… Y también recordé un viejo secreto… Algo que jamás le dije… Que estaba enamorado de ella. Estuve a punto de confesárselo muchas veces, pero me daba miedo perder su amistad. Además, ella tenía novio. Salía con Miguel, y parecía que iba en serio… Y me callé… Amigos. Eso fuimos durante unos años, hasta que perdimos el contacto… Y ahora… En fin… Mi último recuerdo es su mirada. No sé si me habrá reconocido. 
Pasaron los días, y traté de olvidarme de Alejandra, pero no era fácil… Me hubiera gustado hablar con ella, saber cómo le iba… Tomarnos un café, mientras recordamos ese tiempo que se nos escapó… Que se me escapó. No tenía su teléfono, ni se me ocurría la manera de ponerme en contacto con ella… Así que… La vida continúa. 
Han pasado más de treinta años… 
Estoy delante del ordenador, tratando de avanzar con la historia de una pareja que se ama apasionadamente, y que también, día a día, se acercan a su destrucción. Y me doy cuenta de que no dejo de pensar en Alejandra… Y me parece ridículo… Y miro a mi alrededor, y decido que tengo que ordenar el barullo de libros que “okupan” mi habitación. Y me fijo en los múltiples sombreros de paja que están esparcidos por cualquier sitio. Encima de una lámpara de pie que hay al lado de la ventana, cubriendo una bola del mundo… En lo alto de la librería de mi padre. Soy desordenado, pero, a mi manera, dentro del caos estoy cómodo… A veces, claro, ese caos me crea algunos problemas graves, como no encontrar algo que busco y que necesito con urgencia. Y que sé qué tiene que estar en algún sitio. Porque uno de mis mayores problemas es que no tiro nada. Así que, más tarde o más temprano, suelo encontrar eso que busco. 
¿Tendré en algún sitio el teléfono de Alejandra? Y yo qué sé. Quizá en una antigua agenda… Abro los cajones de mi mesa… Pero no hay ninguna agenda. Estoy seguro de que no encontraré esa maldita agenda, y sé que tiene que estar en algún lugar de esta habitación, pero ¿dónde? Veo la mesa donde trabajo llena de papeles, cuadernos, algún periódico atrasado, exámenes que tengo que corregir, libros, bolígrafos, lápices… pósit con frases estupendas: “Sé que nunca seré feliz, pero sé que puedo ser muy alegre”. Es una frase de Marilyn. A Alejandra le fascinaba Marilyn… Decía, que detrás de su mirada se escondía una mujer sensible y frágil… Un escritor es alguien que ha prolongado la infancia… Una frase de Landero, sujetada por una pinza… La infancia… Y miro una preciosa luna en cuarto menguante, con el rostro de una mujer, que lleva los labios pintados de rojo, y que cuelga de una de las vigas de madera del techo. Alejandra, una vez se pintó los labios así. De un color rojo fuerte. Ella que siempre iba sin maquillaje… Estábamos preparando un examen de una asignatura que se nos había atragantado. No recuerdo cuál. Alejandra, fue un momento al baño, y cuando regresó… Me quedé mirándola alelado… ¿Qué tal?, me dijo, mirándome a los ojos. Fue un momento mágico. Yo pensé… Te quiero, estoy enamorado de ti… Pero me quedé callado. Y luego, gasté una broma estúpida, y ella se río, y se quitó el carmín con un pañuelo. Fin del momento mágico.

No encontraré esa agenda. Y es que desde que vivo solo, me he sumergido en la anarquía… Pero es una anarquía, que está apoyada en un orden, que responde a un criterio. Y ese es mi gran problema: el criterio. Un criterio que no es nada estricto, sino más bien todo lo contrario: mudable, caprichoso, inesperado. Cuando quiero guardar alguna cosa, por ejemplo, una agenda, o un maldito número de teléfono, utilizo un criterio para guardarlo, que, en ese momento, me parece muy sensato y razonable… Pero cuando, días más tarde, o ahora, treinta años después, busco ese número, esa agenda… Por algún motivo que escapa a mi voluntad, mi criterio de búsqueda es otro diferente, que también es sensato y razonable, pero que no es el mismo criterio que utilicé para guardar la agenda con el número de Alejandra.
Para no perder los nervios, me digo a mí mismo: ese número de teléfono, ahora, en este momento está ocupando un espacio dentro de esta habitación… Es cuestión de paciencia, y de lógica.
Sigo abriendo cajones, y miro en las estanterías… Debajo de una pila de libros… entre otros exámenes ya corregidos. En un atril, sobre una pequeña mesa está El extranjero de Camus, con dibujos de José Muñoz. Y tengo una extraña sensación. Respiro profundamente. Miro entre sus páginas, y descubro la fotografía de una amiga de la universidad. En realidad, es la fotocopia de una fotografía. En blanco y negro, un poco desvaída por el paso del tiempo. Pero su sonrisa, y su mirada, siguen intactas. Y comunican una intensa felicidad. Sin artificios, limpia y auténtica. Esa mirada que luego, con frecuencia, se va enturbiando con el paso de la vida, está ahí, congelada. Quizá yo, hace muchos años, también tenía una sonrisa llena de promesas imposibles. ¿Quién sabe?... ¿Por qué está esa fotografía entre las páginas de El extranjero? ¿Qué criterio me llevo a poner esa sonrisa, y esa mirada, dentro de un libro maravilloso, y amargo? No lo sé… Es la fotografía de Alejandra… No recordaba esa fotografía… El azar está instalado dentro de mi habitación. Y me gusta. Doy la vuelta a la fotografía, hay un teléfono apuntado. El teléfono de la casa de Alejandra, claro… Pero han pasado más de treinta años… Marco el número.



No hay comentarios:

Publicar un comentario