Anoche, en la celebración de la edición número 35 de los Premios Goya del cine español, la cinta premiada como mejor película fue «Las niñas» de Pilar Romero.
Os dejamos a continuación, la reseña que sobre esta película hizo nuestra colaboradora Marian Peyró para el número 34 de la Revista Pasar Página.
Las niñas, recientemente galardonada con la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga, promete convertirse en una de las sensaciones del cine español de esta temporada. Escrita y dirigida por la zaragozana Pilar Romero, que debuta en el largometraje, la película se centra en Celia, una niña de once años que, en pleno 1992 —año que tan bien recordamos aquellos que pasamos ya de los cuarenta—, vive con su madre y estudia en un colegio femenino de monjas de Zaragoza. Durante el curso, Celia conocerá a Brisa, recién llegada de Barcelona, a quien se sentirá unida por un vínculo que, hasta ahora, no compartía con ninguna de sus otras compañeras: ambas son huérfanas, si bien los padres de Brisa fallecieron en un accidente de tráfico y el padre de Celia lo hizo “de repente” antes de que ella naciera.
De la mano de Brisa, Celia sentirá por primera vez la curiosidad de la adolescencia, y junto con el descubrimiento de la música, el alcohol, el propio cuerpo y los chicos como marco de ese nuevo mundo, comprenderá que se puede dudar de todo lo que creía cierto y cuestionarse cosas como su propia identidad y su lugar en la familia y en esa sociedad que se vende como el súmmum de lo moderno (Olimpiadas, Expo).
La película hace una crítica a esa otra España, la que procura ocultarse pero que aún existía —existe—, incluso en una vibrante capital de provincias como Zaragoza. La España que no refleja la televisión; la que muchos —entre los que me incluyo— no supimos ver, quizá por haber recibido una educación que juzgaba desde lo académico y no desde lo religioso. No he podido evitar sorprenderme por el hecho de que mi propia educación y visión del mundo fue más moderna diez años antes, y que mientras yo tenía una asignatura de “Coleccionismo” e iba con calentadores de colores a clase, aún había niñas que llevaban leotardos blancos y daban clase de costura una década después.
Siento especial predilección por el cine y la literatura que retratan el paso de la niñez a la adolescencia; también por las obras que reflejan esos otros saltos —igual de vertiginosos— de la adolescencia a la vida adulta y después a la ancianidad, acaso —este último— el más doloroso y definitivo de todos. Los anglosajones definen este proceso como un coming of age, expresión de lo más certera, debo decir, pues la edad siempre nos sobreviene. A pesar de ello, el cartel de la película —cosas de los departamentos de márquetin— resulta algo equívoco, en mi opinión, ya que Las niñas no es una película de lolitas; no va de crías hipersexualizadas ni de “guapis” ni tiktokeras de los noventa, sino que narra algo mucho más oscuro; algo que late en los silencios de la madre y en los ojos de su protagonista —interpretada de un modo maravilloso por Andrea Fandós—. Y lo hace con una dulzura inesperada y una mirada muy personal. Los hombres, por su parte, son meras sombras en esta historia. Planean y condicionan la vida de las mujeres, pero no están —ni falta que hacen—. Debemos aplaudir también la brillante interpretación de Natalia de Molina en el papel de madre, y el trabajo del resto de niñas que pueblan la cinta. No estamos ante una historia de silencios, aunque los haya —algunos muy sonoros y significativos—. Tampoco es esta una película en la que pasen muchas cosas, al menos en apariencia. Lo que sí es, en cambio, es una cinta plagada de un humor tierno que te arranca una sonrisa tras otra y en la que conviven lo más terrible con esa maravilla brillante que es convertirse en mujer.
Muy recomendable.
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