Sinopsis
Sir Percyval Huxtable es un
caballero que se esfuerza con toda su alma por aparentar ser indolente e
insufrible, pero su alma se estremece cada vez que alguien necesita su ayuda.
Lo que no se espera es que Prudence Prynne, una mujer alejada de la buena
sociedad tras cometer el mayor pecado que puede cometer una joven de buena
familia, le pida lo último que él está dispuesto a conceder: su mano.
Prudence tiene argumentos y una
personalidad difíciles de ignorar y Percy se verá pronto ante un dilema:
aceptar en matrimonio a una dama sin honor o dejar que pierda todo lo que posee
a manos de un hombre al que desprecia.
Dramatis personae
-Sir Percival Huxtable: un caballero
indolente con un insospechado sentido del honor
-Prudence Prynne: una dama sin
honor
-Lydia Prynne: su inocente prima
-John Prynne: un caballero con poca
vergüenza
-Wilkins: un hombre poco
recomendable
-Roderick P.: un abogado preocupado
UNA DAMA SIN HONOR
CAPÍTULO 1: LA CARTA
Percyval
Huxtable estaba repanchingado en su sillón favorito en el club, fingiendo leer
el Times, aunque sus conocidos sabían que era su momento favorito para
descabezar un sueño, cuando comenzaron los acontecimientos que cambiarían su
vida para siempre.
Por
supuesto, él no lo sabía. Y, de saberlo, no sabemos si habría actuado como lo
hizo. Pero el caso es que lo hizo, así que da igual hacer cábalas sobre qué
habría ocurrido si Percy no hubiera estado en el club, o si hubiera decidido no
intervenir o, quién sabe, ya estuviera dormido.
La
cuestión es que Percyval Huxtable estaba intentando dormir, pero no podía,
porque unas voces y unas risitas insidiosas se lo impedían. Durante unos
instantes pensó que una algarabía así era indigna de caballeros ingleses y que,
por tanto, alguien debería intervenir para que cesara de inmediato. Ni por un
momento se le pasó por la cabeza se planteó que ese alguien tuviera que ser él.
Al fin y al cabo, estaban en uno de los clubes de caballeros más prestigiosos
de Londres, y, por ende, del mundo. Pagaba una cuota astronómica para que el
personal se asegurase de que los miembros se encontrasen siempre en una
atmósfera civilizada.
Solo
por eso, era de lo más inconveniente que se escucharan esas risas estúpidas y
escandalosas, y más a una hora tan inapropiada como la de después de comer.
—Escuchad,
amigos, esta es mi parte favorita: todavía pienso con ardor en el tacto de
tus labios y tus manos en mi cuerpo. Estoy deseando volver a sentirte en mi…
Percy
abrió un ojo y lo clavó en el que había hablado.
Reconoció
a Wilkins incluso de espaldas. Vestía tan a la moda como era deseable y llevaba
tanta pomada en el cabello que sus ondas parecían esculpidas más que peinadas.
Ahora había bajado la voz y susurraba para deleite de sus compinches, que reían
como hienas.
Dejó
el Times a un lado con disgusto. De todas formas, ni lo iba a leer ni lo iba a
poder usar como tapadera. Al parecer, ninguno de los que rodeaban a Wilkins se
había dado cuenta de que él estaba ahí, a apenas un par de metros de distancia.
O quizás sí se habían dado cuenta y les importaba un ardite reírse así de una
dama en público.
—¿Volviste
a verla, Wilkins? —preguntó uno de los caballeros—. Aunque, si no la quieres
para ti, puedes compartirla. Una palomita así de ardiente no se ve todos los
días…
Percy
apretó la mandíbula al escuchar la voz de John Prynne, un antiguo compañero de
Oxford. Durante un tiempo habían mantenido una cierta amistad, pero John había
demostrado tener tan pocos escrúpulos como decencia. Le gustaba demasiado el
juego y derrochaba el dinero, sin importarle si era el suyo o el de sus amigos
o conocidos. Además, gracias a su atractivo, rompía los corazones de las
mujeres, sin importarle su clase o ascendencia, si estaban solteras o casadas.
—A
lo mejor quieres esperar a que acabe la carta para saber de quién es, Johnny…
—respondió Wilkins antes de soltar una carcajada impúdica que hizo que todos
los demás lo coreasen.
Después
de eso, levantó dicha carta en un gesto ostensivo.
John
Prynne trató de alcanzarla, pero Wilkins, mucho más alto y ágil que él, la puso
fuera de su alcance.
Desde
su asiento, invisible al parecer para los demás, Percy observaba la escena,
molesto sin saber muy bien el motivo. Esos hombres le caían mal. De hecho, le
caían terriblemente mal. Además, no le gustaba que Wilkins se burlase de una
antigua amante leyendo su carta delante de sus amigotes. Tampoco le agradaba
que le ofreciera a esa mujer a un hombre sin escrúpulos como John Prynne,
aunque fuera una capaz de escribir esas cosas.
—Sigue,
pues. Estoy deseando saber quién es la fierecilla que se ha atrevido a poner
por escrito todo eso. En persona tiene que ser como la pólvora —dijo John, con
ese tono de sátiro que tantas veces había sufrido Percy en sus tiempos
universitarios y aun después, hasta que sus caminos se separaron.
Wilkins
no se hizo de rogar. Alisó el papel, que parecía de buena calidad, y se aclaró
la garganta para deleite de sus compinches.
—Amado
mío…
—La
tenías bien atrapada, ¿eh, truhan?
—¿Quieres
saber más o qué, maldito seas? Amado mío… Me prometiste que me enseñarías
muchas cosas y me dijiste que no debía ser impaciente, pero… —Wilkins
volvió a callar ante los silbidos y las risas de sus amigos. Había hecho una
pausa y los miraba como un actor o un poeta a su público, deseoso de atención.
Volvió a levantar la carta y abrió la boca, listo para leer—: Oh, no sabes
cómo deseo volver a verte y…
Para
entonces, Percy ya había decidido que tenía bastante, de modo que abandonó su
mullida butaca, se alisó el chaleco y la levita y se acercó al grupo, que
estaba tan atento a las palabras de Wilkins que ni siquiera notó su presencia
justo tras ellos.
—Me
temo que va a tener usted que entregarme esa carta, señor Wilkins.
Wilkins,
que había seguido leyendo, pareció durante unos instantes ajeno a sus palabras,
hasta que vio la mano de Percy justo ante sus ojos. Entonces, resiguió su mano,
su brazo, pasando por su hombro hasta llegar a su rostro, donde se detuvo,
estupefacto.
—Lárgate,
Huxtable. ¿No ves que nos estamos divirtiendo?
El
coro de loros que rodeaba a Wilkins rio su chiste, aunque había perdido algo de
brillo.
—Deja
que Percy se una a nosotros. Seguro que le viene bien un poco de diversión.
Hace siglos que ha olvidado de lo que se siente.
Percy
se encogió al notar la palmada de John en la espalda, pero ignoró el comentario
y siguió con la mano extendida hacia Wilkins.
—La
carta, señor Wilkins, por favor. Comprenderá usted que no es digno de
caballeros leer la correspondencia privada a viva voz, y más cuando se trata de
damas. —Pudo ver cómo las mejillas de Wilkins enrojecían, aunque estuvo seguro
de que no por vergüenza—. Démela, o me temo que tendré que retarlo a duelo.
Wilkins
arrugó la carta en un puño y la guardó dentro de uno de sus bolsillos. Levantó
la barbilla y lo miró con gesto petulante.
—Los
duelos son ilegales. ¿Va a saltarse la ley un tipo como tú por una mujer a la
que ni siquiera conoces?
Percy
se preguntó cómo se había metido en aquello.
Solo
había ido al club a echarse una siesta, como cada día, porque en su casa era
imposible, con los niños de su hermano correteando por todas partes. Podría
haberse hecho el dormido, podría haberse quedado callado, como habrían hecho la
mayoría de los hombres… Pero él, a saber por qué, se había levantado y había
retado a duelo a ese idiota por una mujer desconocida.
Se
encogió de hombros y esbozó una sonrisa torcida.
—En
efecto, voy a hacerlo. Aunque también podría usted entregarme esa carta y
disculparse… Estaría comportándose como un caballero y todo acabaría bien y sin
problemas para los presentes.
Pudo
ver cómo la duda corría por el semblante de Wilkins. De no haber estado rodeado
de amigos, todos y cada uno tan estúpidos como él, habría cedido, pero no podía
hacerlo y quedar como un cobarde delante de ellos y de John Prynne.
Y
así fue cómo Percyval Huxtable fue a su club a echar la siesta y se encontró
retando a duelo a un idiota.
Y
también fue así como comenzó esta historia en la que un caballero aburrido
pensaba que salvaba a una dama, pero resultó que ella también lo salvaba a él.
* *
*
Prudence
Prynne se ajustó los anteojos para contemplar mejor el grabado que acababa de
recibir desde Francia. Había apartado con desdén la nota en la que se le
advertía que no era apta para todos los ojos, en especial los de una dama joven
e inexperta y blablablá… Ella era joven, aunque cada vez menos, al menos a los
ojos de la sociedad, aunque lo de inexperta…
Apartó
ese pensamiento y volvió a centrarse en la lámina. Mostraba el aparato
reproductor masculino en toda su gloriosa belleza. Había visto dibujos antes,
pero jamás ninguno con tanto detalle. Era magnífico, aunque no comprendía el
porqué de las advertencias a las damas. Al contrario, todas las mujeres, y
también los hombres, deberían formarse todo lo posible.
Ella
tenía la suerte de poseer una cierta fortuna y una biblioteca a su alcance
donde poder contemplar y estudiar cuanto desease, y sin interrupciones. Era
mejor no pensar en que esa calma no había sido del todo deseada en algún
momento, aunque ahora se había acostumbrado y no la cambiaría por nada.
—Acaba
de llegar una nueva carta del abogado.
Prudence
tapó el grabado para que Lydia no lo viera. Su prima no era tan abierta de
mente como ella, por muy partidaria de la educación que fuera. Las dos habían
abierto una pequeña escuela para las niñas del pueblo y daban clases cada día,
no solo de escritura, lectura, literatura inglesa, francés y bordado, que era
lo que ellas habían estudiado con su institutriz, sino que trataban de abarcar
todos los conocimientos que poseían, aunque fueran pocos: música, astronomía,
economía, política e incluso deportes. Aunque los padres de las chiquillas se
habían mostrado algo reacios al principio, las madres habían accedido con gusto
a enviar a las niñas, sobre todo al saber que, además de clases, las Prynne les
daban el almuerzo.
—¿Y
qué dice esta vez? Espera, no me lo digas: señorita Prynne, cásese o lo perderá
todo —dijo con voz grave y ostentosa.
Lydia
rio y se sentó a su lado en el banco acolchado, aunque en realidad era
demasiado pequeño para las dos.
Con
los anteojos, Prudence veía a Lydia demasiado cerca y un poco deforme, con los
ojos azules tal vez un poco demasiado juntos y la nariz muy grande, la boca muy
pequeña y, en definitiva, aspecto de duende. Y, aun así, tendría más
posibilidades de casarse que ella.
—Ha
dicho eso, más o menos —concedió Lydia, tratando de parecer optimista, aunque
había pocos motivos para serlo—. Y también ha dicho algo más… Creo que no
debería haber abierto la carta. Iba dirigida a ti.
Prudence
se quitó los anteojos para ver a Lydia bajar la mirada, sonrojada. Fuera lo que
fuera que había dicho el dichoso abogado, tenía que haber sido muy estúpido
para que Lydia no fuera capaz de mirarla a la cara.
Tomó
la carta que su prima le tendía y la leyó con creciente incredulidad.
Se
levantó de la banqueta, sin saber muy bien si sentirse indignada o triste. Tuvo
que releerla para comprender lo que decía.
Querida
señorita Prynne,
Espero
que se encuentre usted bien.
El
motivo por el que me dirijo a usted es para recordarle que el tiempo apremia
para solucionar sus asuntos. Sé que no está usted abierta a la solución más
evidente, pero le ruego que vuelva a pensárselo o poco podremos hacer antes de
que todo esté perdido.
Sin
embargo, hay otro asunto que me gustaría tratar con usted, y me temo que se
trata de algo grave. Recientemente se ha presentado en mi oficina un caballero
que asegura que tuvo con usted cierta… intimidad. Exigió una cantidad de dinero
a cambio de su silencio. Cuando le pedí pruebas de lo que decía, lo vi vacilar
y salió huyendo. Al hacerlo, vi que cojeaba.
Me
tomé la libertad de averiguar quién era y supe que se había visto envuelto
recientemente en un duelo. No fue difícil averiguar cuál era la causa de tal
hecho y quién su contrincante: el rival del caballero del que hablamos lo retó
a duelo por defender del honor de la dama autora de cierta carta. Y venció.
Señora
mía, sé que es usted reticente al matrimonio, pero en apenas seis meses perderá
usted todo lo que posee si no pasa por la vicaría. Y, por desgracia, pasará a
las manos de su primo John.
Le
adjunto las señas de sir Percival Huxtable, el hombre que retó a duelo al
caballero que difamó a cierta dama autora de cierta carta. Tal vez tenga usted
algo que proponerle.
Atentamente,
Suyo,
Roderick
P. abogado
Prudence
apartó la carta de Roderick P. abogado y suspiró. La lectura había sido sin
duda confusa y había muchas lagunas en los acontecimientos, sin embargo, lo
esencial estaba claro: tenía que casarse y el tiempo apremiaba. Lo demás poco
importaba.
Volvió
a leer el nombre del hombre que había retado a duelo a Phillip Wilkins, al
parecer para defender su honor. Percival. Percy. Era un nombre bonito para un
marido. Si es que él aceptaba como esposa a una mujer sin honor, claro.
Se durmió antes de poder completar ese pensamiento.
CAPÍTULO 3: EL ENCUENTRO
Percival Huxtable contempló el paisaje desde la ventanilla del carruaje y se sorprendió de lo verde que era la hierba.
Trató de recordar cuándo había salido por última vez de Londres.
Su familia poseía una casa en el campo, como todas las familias pudientes, pero era su hermano el que la disfrutaba, junto con su esposa y sus hijos. Sin duda, los niños se beneficiaban de correr como salvajes por la campiña de Essex y dormían como angelitos por las noches. Ahora, en cambio, solo salían con la niñera al jardín de su casa y se mostraban mustios como perritos falderos ahítos de dulces.
Un bache terminó con el hechizo temporal que había sentido por la vida en el campo. De pronto recordó por qué no visitaba la fría casa de campo de los Huxtable: la humedad de la hierba, los insectos, el hedor de las heces del ganado, las distancias que había que recorrer para llegar a cualquier parte, la ausencia de diversiones decentes, la presencia ineludible de algunos miembros de la familia…
Por suerte, sus asuntos campestres terminarían rápido y pronto regresaría a su rutina.
Había enviado una nota a la señorita Prudence P. para avisarla de que acudiría a visitarla el miércoles por la tarde para hablar con ella acerca de su propuesta. Ella había respondido diciendo que lo esperaría a la hora del té y Percy había sentido una estúpida sensación de anticipación.
Y la sensación era estúpida porque su plan era rechazar su propuesta, no porque tuviera ganas de conocerla.
Se removió, incómodo, en el asiento del carruaje. En la última parada el conductor le había dicho que llegarían pronto.
Volvió a mirar por la ventana, pero no se fijó en lo que pasaba ante sus ojos. Solo podía pensar en la carta en la que Prudence P. le había propuesto matrimonio. No debería sentirse tan inquieto. Su charla sería breve y concisa. Le ofrecería a esa mujer su ayuda, si la necesitaba, con la esperanza de que le diera las gracias y lo despidiera con una palmadita. Con suerte, su relación terminaría esa misma tarde. Después, retomaría su vida.
Su vida que era… bien… ¿tranquila? ¿rutinaria?
Él lo había deseado así.
—¡Ya estamos casi, señor! ¡Esa es la mansión de los Prynne, Whitehall!
Percy salió de su ensimismamiento para observar la fachada de la hermosa casa que se apreciaba entre la avenida de árboles. Aunque estaban lejos, se adivinaban la parte principal de la casa y dos alas, recogidas sobre una escalera de entrada majestuosa.
¿Había dicho Prynne? No podía tratarse la familia de John, su viejo compañero de universidad. Sin duda, debía de ser un apellido más común de lo que pensaba.
Cuando el carruaje se detuvo al fin ante la puerta de la casa, ante la escalera monumental, varios minutos más tarde, Percy sentía que la cabeza le daba vueltas ante la enormidad de lo que veía.
—¿Está seguro de que es aquí? —le preguntó al cochero, que le había abierto la puertezuela y esperaba pacientemente a que descendiera.
—¡Oh, sí, señor! Aunque dicen que la casa no ha vuelto a ser lo que era desde que el viejo señor murió. Ahora la administra su hija, y ya sabe lo que dicen de las mujeres. No saben de cuentas ni de tierras, si quiere saber mi opinión. Es una suerte para los aparceros que pronto se vaya a solucionar el asunto de la herencia y el señorito vaya a encargarse de todo.
Percy descendió del carruaje y miró hacia la fachada. En su opinión, la propiedad no parecía mal cuidada. El césped ante la casa estaba verde y frondoso y el jardín lucía hermoso. Al paso del carruaje, el ganado le había parecido sano y gordo y los campos abundantes.
Pero quién era él para opinar.
Le dio unas monedas y agradeció que eso le hiciera callar. Por suerte, un mozo de cuadras lo acompañó a las caballerizas y lo libró de él.
Una vez a solas, pensó en lo que le depararía esa tarde. Según sus planes, una hora sería suficiente para solucionar lo que lo había llevado a aquella casa. Después, volvería a montar en el carruaje y viajaría hasta el pueblo más cercano. Había reservado una habitación en la mejor posada para esa noche y regresaría a Londres al día siguiente.
—Usted debe de ser sir Percival Huxtable.
La voz provenía de la puerta entreabierta de la casa.
Percy ni siquiera se había dado cuenta de que se había abierto. Tras ella, distinguió a un hombre relativamente joven vestido de librea.
—En efecto —respondió—. Tengo entendido que me esperan.
La puerta se abrió un poco más para dejarlo pasar y Percy subió los peldaños de la escalera de entrada para entrar. Le entregó al hombre el sombrero y los guantes y él hizo una ligera reverencia de bienvenida.
—La señorita Prudence todavía no ha llegado de la escuela, pero me ha dicho que le gustaría que la esperase en la biblioteca, si no le importa.
—Será un placer.
Percy siguió al mayordomo por el enorme hall de la casa, decorado con elegancia, pero también con sobriedad, hasta un descansillo frío y lleno de cuadros con escenas de caza. Deseó preguntarle acerca de la señorita Prudence y a qué se refería con eso de la escuela, pero el mayordomo no dio pie a ningún tipo de charla. Lo único que pudo hacer fue seguirlo a buen paso descansillo tras descansillo por una casa que lucía rica y lujosa, aunque sin pasarse.
Y ella parecía ser la señora de la casa. Una casa magnífica, además, a pesar de lo que había insinuado el cochero. ¿Cuál podía ser su historia, la de la carta que había leído Wilkins en el club, y qué la podía haber llevado a hacer una petición semejante a un desconocido como él?
Lo dejaron en la biblioteca, una estancia que no tenía aspecto de ser un lugar solo decorativo. Había cuadernos y utensilios de escritura repartidos por varias mesitas y por los sillones y también lámparas de lectura. Los libros se amontonaban casi por cualquier superficie útil y las estanterías lucían vividas y gozadas, no como las de algunas casas que conocía. Ni siquiera la suya lucía así.
Poco después, el mayordomo regresó con una bandeja con un servicio de té y lo volvió a dejar a solas.
Percy caminó por la habitación, curioseando sin disimulo, en busca de pistas acerca del carácter de su anfitriona.
Se detuvo ante un atril cerca del gran ventanal que daba a un jardín trasero. Tuvo que acercarse más para acabar de comprender lo que mostraba la lámina que estaba colocada allí con cuidado, rodeada de cuadernos de notas, tintero y plumas.
—¿Hermoso, verdad? ¿Había visto usted un miembro viril con tanto detalle alguna vez?
Percy se irguió de golpe al escuchar la voz femenina, teñida por un ligero tono burlón.
* * * *
Prudence corrió a través del jardín para llegar a la biblioteca.
A esas alturas, él ya debía de estar allí, porque le había dicho que estaría en casa a la hora del té.
Se había retrasado en la escuela porque ese día Lydia se había levantado descompuesta y había tenido que dar todas las clases sola. Por eso no había podido prepararse para la entrevista con sir Percival, como le habría gustado. ¡Oh, tenía tantos argumentos preparados para convencerlo de que debían casarse! Los había memorizado y ensayado en su cabeza mil veces, pero ahora que estaba a punto de verlo, no era capaz de recordar ninguno.
Atravesó las compuertas de la biblioteca y se limpió el sudor de las palmas en la falda del vestido.
Podría haber pasado por su dormitorio para cambiarse de ropa y peinarse, pero eso habría supuesto retrasarse todavía más, y no quería hacerlo. En cualquier caso, toda posible belleza que hubiera poseído se había desvanecido hacía mucho tiempo y ya no sería un argumento a favor del matrimonio.
Al principio dudó.
Potter le había dicho que sir Percival estaba allí y que incluso le había llevado el té, pero no lo veía. Y entonces escuchó un ruido cerca de su atril.
—¿Hermoso, no cree? ¿Había visto usted un miembro viril con tanto detalle alguna vez?
Se dio cuenta de que lo había asustado al ver su expresión.
Sir Percival era bastante más atractivo de lo que había imaginado, aunque en ese instante, con el rostro congestionado y los ojos abiertos de par en par, resultara cómico. En todo caso, era joven, elegante y acababa de avergonzarlo con uno de sus inoportunos comentarios.
—Quiero decir, que es una representación anatómica muy acertada —se calló al ver que esa frase tampoco era correcta. Cerró los ojos y sintió deseos de que la tierra se la tragase—. Es solo que creo que todo el mundo debería conocer el cuerpo como la maravillosa obra de arte que es.
—En eso le doy toda la razón. No hay nada más hermoso que un cuerpo femenino, si es que quiere saber mi opinión, señorita…
Prudence abrió los ojos y se encontró con que él había caminado hasta colocarse casi a su altura. Todavía tenía las mejillas algo coloradas, lo que otorgaba a sus ojos azules un brillo aparentemente febril.
La mano de sir Percival flotaba entre ambos, esperando a que ella le ofreciera la suya. También su tono había sido amable y cálido. No recordaba cuándo había sido la última vez que un hombre, o una mujer, ya puestos, fuera de su círculo cercano, había sido así de cortés con ella.
—Prudence Prynne —respondió, ofreciéndole su mano al fin.
Pudo ver la ligera chispa de reconocimiento en su mirada, pero él no dijo nada. Se limitó a besar su mano y a retener sus dedos durante unos breves segundos.
Su mano estaba caliente y casi fue un alivio que la soltara.
—Toda esta situación es muy irregular, señorita Prynne. Supongo que usted comprenderá que le diga que no pue…
Prudence no estaba preparada para que él se negara antes de que le explicara su situación.
Lo agarró de las solapas y lo acercó a ella.
—Si no me ayuda, todo esto, la casa, las tierras, la gente, acabará en manos de un ser codicioso e imprudente. Y lo perderá en cualquier partida de cartas en menos de un año.
Pudo ver cómo las emociones recorrían su rostro: el desconcierto, la extrañeza, la curiosidad…
—No entiendo cómo podría ayudarla un matrimonio en eso.
Prudence lo soltó y suspiró. Se había prometido a sí misma ser prudente y comportarse como una dama, para variar. Se suponía que no iba a asustarlo, que iba a hablar de su situación con calma y sosiego, él lo comprendería y aceptaría como el caballero que había mostrado ser. Pero lo primero que había hecho había sido hablarle de miembros viriles y ahora atacarle.
—Acompáñeme a tomar una taza de té, por favor.
Él la miró con desconcierto ante su cambio de actitud. La siguió hasta el sillón lleno de cuartillas y libros que ocupaba uno de los rincones de la biblioteca. Lo despejó en un momento y acercó el juego de té hasta la mesita. Luego tomó asiento frente a él. Sirvió el té y tomó una de las tazas. Si sir Percival notó el temblor de su mano, no lo demostró.
—¿Por qué no empieza por el principio? Dicen que suele ser una buena forma de hacerse comprender.
Prudence agradeció su sonrisa. Parecía darle igual la pechera arrugada y que el té estuviera frío. En esa biblioteca atiborrada se lo veía tranquilo y cómodo.
—Antes de comenzar con mi historia, quiero que sepa que le agradezco que haya venido hasta aquí —la voz se le quebró un poco al final, aunque mantuvo la mirada firme en él—. Ocurra lo que ocurra, quiero que sepa que le estaré siempre agradecida por haber defendido mi honor en aquel duelo. Yo me entregué Philip Wilkins porque pensaba que lo amaba, pero él no tenía ningún derecho a mostrar en público lo que yo le había escrito solo a él. —Vio que la taza del caballero se detenía a medio camino entre el platillo y su boca—. Es posible que yo ya no posea el tipo de honor que se entiende como tal entre la buena sociedad, pero aun así le agradezco que me defendiera.
Sir Percival volvió a dejar la taza en el platillo, con el té intacto.
—Ningún hombre tiene derecho a humillar a una mujer, aunque haya cometido un error.
Prudence clavó la mirada en la bandeja con pastas que había llevado Potter y que ninguno había tocado.
Emitió una sonrisa triste.
—El caso es que no me pareció un error en su momento. Porque yo creí que lo amaba, ¿entiende? De haber sabido cómo iba a cambiar mi vida, no habría sido tan idiota de confiar en él.
Él dejó la taza sobre la mesita, incómodo.
—No hace falta que me cuente nada de todo esto.
Prudence lo miró con los ojos serenos.
—Pero es necesario que sepa la verdad. Creo que se lo debo, independientemente de si usted acepta o no. Usted arriesgó su vida por mí, qué menos que saber el motivo…
El

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