jueves, 12 de septiembre de 2024

«Misterio para tres» de Arwen Grey


Sinopsis:

Un hombre despierta un día sin saber que su vida ha cambiado. ¿Quién le iba a decir a Anselmo, arquitecto jubilado, que se iba a ver inmerso en una trama llena de intrigas y muerte? Por suerte, contará con la ayuda inesperada de Adela y Alfredito para resolver este Misterio para tres o... Morir...

(Dibujo y diseño de cubierta Álvaro Alvarado Paunero)



CAPÍTULO 1: EL RELOJ

La primera pista fue un reloj, aunque luego Anselmo lo olvidó.

Ese reloj fue, durante años, una auténtica pesadilla, y marcó su vida, incluso mientras no lo escuchaba porque no se encontraba en casa.

Ay, el dichoso reloj de cuco de la vecina del 4ºB, doña Adelaida, que vivía justo debajo, sonaba con una cantinela casi hipnótica.

Cuando sonaban los cuartos de hora, el reloj emitía un soniquete tal que din don din don.

Cuando llegaba la media hora, se añadían unas cuantas notas, quedando din don din don, din don din don.

A las menos cuarto, todavía llegaban unas notas más: din don din don, din don din don, din don din don…

Hasta que, al fin, en las horas en punto, la melodía se completaba: din don din don, din don din don, din don din don, din don din don. Además, para rematar el asunto, un pajarito pequeño, fabricado con plumas pintadas, emitía un sonido estridente y desafinado y cantaba un cucú, cucú por cada hora, para desesperación de los vecinos, y de Anselmo en particular.

Y así día y noche, día y noche, año tras año.


Anselmo, que había escogido el pequeño ático por su luz, su ventilación, su silencio… ay, su silencio, no tenía otra queja del edificio.

No estaba necesariamente en el centro, pero tampoco lo necesitaba. Ahora que se había jubilado en el estudio de arquitectura y ya no tenía un horario que cumplir más allá que porque era un viejo maniático de sus rutinas, se daba cuenta de lo que antes no notaba.

Quizás era que antes, cuando se metía en sus planos, sus medidas y sus quehaceres, no notaba el guirigay de los niños del tercero cuando bajaban como una manada salvaje por las escaleras, la esposa del portero cuando limpiaba las escaleras, cubo arriba cubo abajo, canturreando sus coplas, las músicas y voces diversas que salían de detrás de las puertas de los vecinos.

Y, sobre todo, el maldito reloj.

Alguna vez había estado a punto de tocar a la puerta de doña Adelaida y decirle que odiaba su reloj, pero ¿cómo iba a hacer eso? Él, que nunca había dicho una palabra más alta que otra. Él, que probablemente también la molestaba con sus Puccini, sus Verdi y sus Wagner a toda potencia.

—Toca convivir —se decía cada día, aunque notaba la mandíbula rígida cada vez que escuchaba el cuco y los din don din don cada cuarto de hora, tan puntual como la muerte.


Una mañana despertó con una sensación extraña.

Desayunó y se duchó con el runrún de que se perdía algo.

Pasó el día y salió a pasear, aunque hacía demasiado calor para salir, solo para quitarse la impresión de que ocurría algo, algo que se le escapaba entre los dedos y era muy tonto y no se daba cuenta de ello.

Intentó leer sin poder concentrarse, y eso que era un ensayo de lo más interesante sobre la Bauhaus.

Al final apagó la luz y se tapó con la sábana, porque era de los que eran incapaces de dormir sin nada que le tapase, por mucho calor que hiciera. Incluso en sueños, algo le inquietaba, hasta que de pronto se incorporó, despejado de golpe, con la sensación de que lo que le rondaba se había resuelto.

—¡El puto reloj! —exclamó, aunque él no era de los que soltaban tacos así como así.

El reloj, el puto reloj, no había sonado en todo el día.

Quizás desde antes.

Con una sonrisa, Anselmo volvió a tumbarse, feliz como una perdiz.

El silencio, el auténtico silencio es algo que la gente no valora de una manera suficiente. Él permaneció despierto unos minutos precisamente en ello, disfrutando del silencio… hasta que algo empezó a inmiscuirse en su adorada paz.

¿Por qué no sonaba el reloj?

Anselmo rezongó y se tapó bien con la sábana, que olía a lavanda y estaba bien planchada, como a él le gustaba.

—Duérmete, viejo. El reloj se habrá estropeado, o doña Adelaida se habrá olvidado de darle cuerda.

Solo que ella jamás se olvidaba de hacerlo.

Jamás.

Y lo sabía porque ella se lo había dicho en más de una ocasión, como si fuera algo de lo que estar orgullosa.


Cuando Anselmo despertó todavía había silencio, pero ya no se sentía tranquilo.

Había dormido mal, inquieto, y su cama había amanecido como si lo hubiera perseguido una manada de perros salvajes. Le dolía la espalda y estaba cansado e irritado.

Además, el calor se había adueñado del ático y eso lo convertía en un viejo gruñón. Más de lo habitual.

Aunque no tenía nada especial que hacer fuera de casa, a eso de las once, o eso supuso, porque no había din don din don que se lo chivase, salió, con el objetivo de entretenerse y no acabar volviéndose majareta con tanto silencio.

Bajó la escalera hasta el cuarto piso, que era hasta donde llegaba el ascensor y, mientras esperaba a que llegara, miró de reojo hacia la puerta de doña Adelaida. Su cabeza hizo un gesto involuntario para afinar el oído en esa dirección, pero no parecía salir nada de ahí, lo que era bien extraño, porque la buena mujer salía todavía menos que él, que ya era decir.

Por lo que él sabía, había enviudado muy joven y tenía una hija y un nieto que venían a menudo para pasar las tardes con ella y traerle la compra, cocinar y limpiar la casa. La hija era atractiva, madurita, como a él le gustaban, y el hijo tenía pinta de vago o de opositor, aunque le caía bien y era educado. Los dos siempre lo saludaban cuando se cruzaban e intercambiaban los habituales comentarios sobre el tiempo, la salud y lo caro que estaba todo. En definitiva, hablaba más con ellos que con sus propios parientes.

El ascensor llegó y se fue y Anselmo no lo tomó. Había visto algo extraño.

La puerta de doña Adelaida estaba entreabierta.

Aunque él no quería, se lo juró a sí mismo después, se acercó para comprobar que, en efecto, no eran imaginaciones suyas.

Y no, no lo eran. La puerta estaba entreabierta y del interior no salía ni un solo murmullo. Y, sobre todo, ni un solo din don din don.

Ya sabemos lo que dice todo el mundo: ante la duda, llama a emergencias. Pero, si Anselmo (o, para el caso, cualquier protagonista de una película o un libro) lo hubiera hecho, no habría historia. Se acercó y, nada más poner el pie en el felpudo, la puerta crujió y se abrió un poco más, dándole un susto de muerte.

—¡Coño! —exclamó, llevándose una mano al pecho.

Por suerte, no surgió nada pavoroso de allí, solo más oscuridad.

Anselmo, con un instinto de salvador que lo sorprendió a sí mismo, asomó la cabeza e intentó atisbar a su vecina.

—¿Doña Adelaida?

Nadie respondió y Anselmo sintió, durante unos segundos, que podía darse por satisfecho y largarse, pero le vino a la cabeza la mirada amable de la anciana y, sobre todo, la hermosa sonrisa de su hija, y murmuró para sí que, al fin y al cabo, era un caballero y que no tenía nada mejor que hacer.

Se escurrió entre la rendija de la puerta semiabierta y entró al fresco descansillo.

El contraste entre la temperatura de su casa y ese piso era apabullante. Si por él fuera, se mudaría en ese mismo instante. Por supuesto, cambiaría la decoración religiosa, los cuadros tétricos con vírgenes y santos, las fotos de boda anticuadas y los tresillos del siglo pasado, y también las porcelanas con pastores, por no hablar de los muebles con apariencia centenaria.

Y lo primero que quemaría sería el dichoso reloj de cuco. Y se sentaría con una copa de vino para verlo arder y brindar por ello.

—¿Doña Adelaida? Soy Anselmo, su vecino, no se asuste. He venido a ver si se encuentra usted bien.

Siguió avanzando con cautela por el descansillo. Echó un ojo a la cocina, pequeña pero bien acondicionada, aunque anticuada. Estaba vacía, aunque había platos limpios puestos a secar en la encimera. Pasó por el salón, donde siempre había estado el enorme reloj de cuco. Sin embargo, no lo vio. Supuso que la anciana lo había cambiado de lugar y por ello ya no lo escuchaba.

Siguió avanzando.

Vio también un dormitorio con dos camitas gemelas, donde imaginaba que se quedaban la hija de doña Adelaida y a su hijo cuando venían para cuidarla, a veces días seguidos. De hecho, vio ropa de ella doblada en una silla y una camiseta con un lema divertido que probablemente pertenecía al chico.

¿Cómo se llamaba ella?

¿Se lo había dicho alguna vez?

De lo que estaba seguro era de que jamás lo había acompañado un hombre, y eso lo alegraba siempre. Podía tener sesenta años, pero no estaba muerto, y eso era una buena señal.

—Céntrate, Anselmo.

Salió del pequeño dormitorio, tratando de no imaginarse a la hija de doña Adelaida en la camita y avanzó hacia el final del descansillo, donde se notaba más calor.

La distribución de ese piso era completamente diferente a la de su ático, lo cual tenía su lógica.

Su mente de arquitecto notó aquello a pesar de que sus hormonas seguían concentradas en la atractiva hija de su vecina y en lo que no podía dejar de imaginar con ella en el dormitorio que acababa de visitar.

Su propio apartamento, construido en el ático, era una pieza apenas separada por tabiques artificiales, pero ese apartamento estaba distribuido en un descansillo en forma de T. Había entrado por el cuello y ahora el pasillo se dividía en dos brazos. A un lado había un baño y al otro estaba lo que solo podía ser el dormitorio principal.

Se asomó primero al cuarto de baño, más que nada porque la puerta estaba abierta y se veía que no había nada.

Por algún motivo, antes de acercarse al otro dormitorio, sacó el teléfono móvil. No porque tuviera miedo, se dijo. Se llamaba prevención.

La puerta estaba entornada y hacía frío. Un frío incongruente, teniendo en cuenta la temperatura que hacía en la calle e incluso la que hacía en el pasillo.

Pronto descubrió la fuente de aquella temperatura. Había un aparato de refrigeración portátil que funcionaba a toda potencia colocada apuntando a la cama.

Y en la cama, cómo no, doña Adelaida.

No hacía fijarse demasiado para notar que no estaba dormida, precisamente.

A pesar de sus sesenta años, Anselmo nunca había visto a un muerto. O a un difunto, o como se dijera.

Cuando llamó a emergencias, se dio cuenta de que hablaba sin parar y que no daba pie con bolo.

—Hay una muerta… una difunta… es mi vecina… soy Anselmo.

Era una suerte que los trabajadores de emergencias estuvieran acostumbrados a tratar con personas en shock y cercanas al desmayo, porque él, sin duda, lo estaba.

Cuando llegaron se lo encontraron junto a doña Adelaida, de pie.

—No quería dejarla sola, pero tampoco quería tocar nada.

Un muchacho que podría ser su nieto, de haberlos tenido, lo acompañó hasta la puerta y le hizo sentarse en las escaleras. Empezó a toquetearle para comprobar su estado y luego lo mandó a su casa a descansar.

Desde su ático, Anselmo escuchó jaleo durante todo el día, pero no se animó a curiosear más.

—La curiosidad mató al gato —murmuró para sí.

Ya había aprendido la lección.

Aunque doña Adelaida le caía muy bien y su hija hacía que cosas olvidadas se le removieran por dentro, se arrepentía de su impulso de entrar en su piso.

¡Quién le mandaba a él andar por ahí descubriendo cadáveres!

Esperó, nervioso, a que alguien, ya fuera médico, o peor todavía, policía o bombero, tocara a su puerta para preguntarle cómo se le había ocurrido entrar así en casa ajena, por mucho que estuviera la puerta abierta. Nadie vino.

Tampoco vino la hija de doña Adelaida, ni, como segunda opción mucho menos apacible, su hijo, a agradecerle el haber encontrado a su madre muerta. De no haberla encontrado, a saber cuándo…

Anselmo decidió cortar ese pensamiento morboso.

Las noticias de ancianos encontrados muertos, solos y abandonados, siempre le dejaban una sensación incómoda en el cuerpo. Él solo tenía una hermana y un par de sobrinos, algún primo por ahí, en algún lugar, y con todos tenía poca relación. De hecho, no descartaba haber entrado en casa de doña Adelaida por una especie de compañerismo de lobo solitario.

El caso es que al final, ya muy tarde, se acostó. Aunque no tenía sueño y estaba ansioso, se quedó dormido pronto.

Cuando despertó, muy tarde al día siguiente, nadie había venido y él ya se había olvidado del reloj de doña Adelaida.


CAPÍTULO 2: NUEVOS VECINOS


El funeral de doña Adelaida se celebró unos días después, y Anselmo se sintió obligado a acudir, aunque apenas había tenido relación con ella.

Desde su lugar en la iglesia, más bien atrás, pudo ver a la afligida hija de la anciana fallecida, vestida de negro, llorosa y triste. A su lado, su hijo atendía con una amabilidad sorprendente a los que se acercaban a darles el pésame, ya que su madre no parecía en condiciones de hacerlo.

También Anselmo se acercó a dar sus condolencias. Ninguno de los dos pareció reconocerlo.

Adela ni siquiera lo miró, aunque no pudo culparla por ello, teniendo en cuenta que el ataúd de su madre estaba ahí, a apenas unos metros de distancia. Anselmo no sabía que todavía se celebraban funerales con los muertos de cuerpo presente. Daba repelús. Y más repelús todavía cuando uno mismo había encontrado el cadáver. El muchacho, aunque no era tan joven como había pensado —debía de tener al menos treinta años, o más— le agradeció su presencia y le tendió una mano firme antes de despacharlo para hacer lo mismo con el siguiente de la cola.

Se dijo que no debería sentirse mal por su indiferencia.

Al fin y al cabo, ninguno de los dos sabía quién era ni sabía lo que había hecho.

Salió de la iglesia con mal cuerpo y la sensación de que no debería haber ido.

En la entrada se cruzó con el portero del edificio.

—Una pena. Era una dama encantadora.

Anselmo miró hacia la puerta de la iglesia por la que acababa de salir.

No recordaba el nombre del portero y se sintió incómodo por ello. Debería recordar el nombre del hombre que se encargaba del mantenimiento del edificio en el que llevaba viviendo tantos años. Era casi desleal no hacerlo.

—Una pena, sí —respondió.

—Me pregunto qué harán los herederos con la propiedad.

Anselmo seguía preguntándose por el nombre del portero, aunque también le llamaba la atención su forma de expresarse.

Se fijó en él con más atención de la que le había dedicado antes. El portero era un tipo relativamente joven, más que él, en todo caso. Tal vez rondase los cincuenta años, aunque quizás tuviera alguno menos. Tenía una mata de pelo oscuro apenas salpicado de canas y un peinado bastante anticuado. Y bigote, un bigote como de actor de cine antiguo. Se parecía un poco a Clark Gable, solo que sin sus orejas de elefante.

Llevaba un traje negro que lo hacía parecer un enterrador o un empleado de pompas fúnebres.

Todo eso, junto con su forma algo redicha de hablar, lo hacían parecer extraño.

Ahora lo miraba como si esperase una respuesta por su parte, aunque Anselmo no tenía ni idea de qué iban a hacer la hija de doña Adelaida y su nieto con el piso vacío.

—Yo también —dijo al cabo de unos minutos, visto que no dejaba de mirarlo con sus ojos inquisitivos como puntos negros.

El portero le puso una mano en el hombro y suspiró con apariencia realmente compungida.

—La echaremos tanto, pero tanto, de menos.

Anselmo pensó que exageraba un poco, pero bajó la cabeza también y asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, probablemente ese hombre sabía que él había encontrado el cadáver, porque estaba ahí, ahora lo recordaba, cuando llegó la ambulancia.

Sintió deseos de irse, y más aún al ver que la gente empezaba a salir de la iglesia, señal de que todo aquello había acabado. En cualquier momento sacarían el féretro camino al cementerio, y no le apetecía volver a verlo.

Dio un paso atrás y notó que la mano del portero caía de su hombro como un objeto pesado.

—Tengo que irme. Una cita, ya sabe…

—Yo me quedaré a despedir a doña Adelaida. Era tan generosa conmigo siempre.

Anselmo asintió y se escabulló con un alivio casi obsceno. A lo lejos vio a Adela y a su hijo entrando en un coche gris, seguro que camino al cementerio.



Adela se sonó la nariz y firmó donde le señaló el notario.

Hacía solo dos meses, la noticia de que era la dueña de un piso la habría hecho saltar de alegría. Y, si no pensaba en los detalles horribles, seguía siendo una buena noticia.

Su marido se había liado con una chica más joven, que se había quedado embarazada y le había dicho que lo mejor era que él se quedara con el piso, su madre había muerto de repente, aunque hasta hacía unas semanas parecía estar la mar de sana, su hijo se había quedado en el paro y había vuelto a casa…

Solo que ya no tenía casa.

Por supuesto, podría haberle dicho a Francisco que podía largarse él con su novieta, pero no podía hacerle eso a una embarazada. Así que se había buscado un cuchitril con Alfredito. Con su sueldo en la asesoría podía pagarlo justo y se había planteado pedirle a su madre que los acogiera un tiempo… y entonces ella había muerto. Ni siquiera sabía cómo.

Su médico de cabecera le había asegurado que era de lo más habitual que alguien con las patologías de su madre muriera así, de repente, durmiendo, sin dolor.

—Pero no se había quejado de nada…

El doctor Pacheco había puesto esa cara que ponen los médicos cuando alguien dice algo o hace una pregunta y ellos tienen ganas de mandarlos al infierno, aunque se contienen porque todavía les queda un algo de educación.

—Las afecciones cardiacas no son dolorosas siempre. Ha podido ser un infarto, o un ictus o…

—¿Y no sería mejor ordenar una autopsia para averiguar de qué ha muerto?

El doctor no se molestó en poner la misma expresión esta vez. Ahora la miró con esa cara que decía que él era doctor y ella no, que no debía cuestionar sus decisiones.

Se levantó y la dejó allí, sentada, mirando hacia arriba, con los ojos llorosos.

—Puedo recetarte algo para dormir, si quieres.

Adela no había aceptado los somníferos, pero tampoco había acabado de comprender la actitud del doctor Pacheco. ¿Cómo podía quedarse tan ancho con eso de que podía ser un infarto o un ictus? ¿Acaso daba igual de qué se moría la gente? Sin embargo, había salido del ambulatorio, frustrada, y no había hecho nada y tampoco le había contado a Alfredito lo que había ocurrido.

Durante el funeral había sido incapaz de sobreponerse a la sensación de que había algo que no encajaba. Tuvo la suerte de que su hijo tomara el mando y se encargase de todo.

—Vamos, mamá.

Adela levantó la mirada y miró a Alfredito, que se había levantado y le tendía la mano.

Había olvidado que estaban en la oficina del notario y que el tiempo para esa gente era oro. Ahora era la propietaria del que había sido el piso de su madre, del piso donde había muerto.

No había vuelto allí desde que había ido a escoger el vestido para vestirla en su funeral. Y ahora no tenía otro remedio que instalarse allí, porque no podía permitirse alquilar el cuchitril donde vivían durante mucho más tiempo.



Alfredo sacó a su madre de la oficina del notario y la metió en el autobús que los dejaría en casa de su abuela.

No. En su casa, se corrigió.

El edificio no estaba mal, aunque tenía sus añitos, igual que los vecinos.

A su lado, su madre parecía un poco ida. Aunque no hablaba de ello, sabía que pensaba que había algo raro en la muerte de la abuela. Pobre mamá. Había tenido una mala racha digna de una maldición gitana. Primero el capullo de su padre tirándose a una chavala que podía ser su hija y encargando un bebé del que probablemente se encargaría igual de mal que había hecho con él, y luego lo de la yaya yéndose de repente.

Y no iba a decir que fuera raro… pero normal, lo que se decía normal… tampoco era.

Todavía recordaba el frío que hacía en la casa cuando les habían llamado.

¿Qué hacía un aparato de refrigeración a toda potencia en el dormitorio de la abuela? Sobre todo cuando la yaya usaba chaquetas de lana hasta en verano y siempre le recomendaba que se abrigara bien. Ella jamás habría comprado algo así y dudaba que hasta supiera que esos aparatos existían.

Cuando llegaron al edificio que se convertiría en su nuevo hogar, al menos hasta que encontrara un trabajo, se quedaron allí, en la puerta, como si esperasen una señal.

—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué nos ha traído nuestro querido transporte público? Sus cosas ya han llegado y las hemos cargado hasta su nuevo hogar.

El tipo salió a saber de dónde, con las manos unidas ante el estómago, un bigotillo repelente y un uniforme marrón como salido de una película de Berlanga.

De hecho, parecía que los estuviera esperando, agazapado.

Alfredo, que lo había visto rondando por allí otras veces, estuvo tentado de despacharlo. No era que despreciase al hombre en sí, pero pensaba que el hecho de ser portero no lo obligaba a ser tan pelota.

—Muchas gracias, Juan Antonio —dijo su madre, tendiéndole una mano y sonriéndole—, No sé lo que haría sin usted.

El tal Juan Antonio agachó la cabeza y Alfredo pensó que iba a besarle la mano a su madre, pero no lo hizo, por suerte. Aquello habría sido demasiado.

—Haría lo que fuera por la hija de doña Adelaida. Era un encanto de dama y siempre fue muy generosa conmigo.

Alfredo había oído eso antes o, si no había sido eso, habían sido unas palabras muy similares. No dudaba que su yaya hubiera sido generosa con el portero, pero le resultaba raro que él se sintiera obligado hacia sus descendientes. Al fin y al cabo, ¿cuánto le pagaban?

Su madre no cuestionó sus palabras. La pobre mujer estaba tan agotada por lo que le estaba ocurriendo que cualquier cosa le parecía de lo más normal. Le habría parecido normal que un marciano le pusiera la alfombra roja.

Pasaron al vestíbulo y montaron en el ascensor que traqueteaba como unas maracas. Alfredo siempre pensaba que subir andando era más seguro y rápido, pero el portero les había abierto la puerta y precedido, así que no quiso hacerle el feo.

—Espero que haya quedado todo a su gusto, señorita Adela.

Alfredo enarcó una ceja.

Si se abría el diccionario en la definición de «pelota» debía de salir la cara del tal Juan Antonio. Por cierto, ¿por qué se había tomado la molestia de colocar sus cosas y de acompañarlos hasta arriba?

En cuanto el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, decidió que era suficiente por ese día.

—Gracias, Juan Antonio. Que tenga usted un buen día, Juan Antonio.

Lo que fuera a decir el portero murió en sus labios.

Después de aquello, era evidente que seguir adelante sería demasiado extraño.

Alfredo se sintió victorioso cuando lo vio desaparecer escaleras abajo.

—Has sido un maleducado —dijo Adela mientras buscaba las llaves en el bolso—. Solo pretendía ser amable.

—Demasiado amable para mi gusto.

Adela se giró hacia él y lo miró con gesto cansado.

—Sé que no te gusta la gente, pero haz un esfuerzo por mí, ¿vale?

Alfredo le dio un beso en la frente. Quiso explicarle que no era que no le gustara la gente, sino más bien que era él quien no gustaba a los demás.

En todo caso, gracias a ella tenía un hogar donde quedarse, así que haría un esfuerzo por ella, aunque le supusiera ser amable con gente como ese portero extraño y metomentodo.

—Bienvenidos a nuestra nueva vida, supongo.

La casa de la yaya estaba prácticamente igual. Solo había algunas cosas suyas por aquí y por allá, pero el conjunto era una mezcla rarísima y horrible que les costaría arreglar si querían quedarse allí.

Alfredo dio una vuelta para ver qué habían hecho el portero y los encargados de trasladar sus cosas, pero no encontró grandes cambios. Avanzó hasta el que había sido el dormitorio de la abuela, adonde no había regresado desde el día de su muerte. Allí nada había cambiado, excepto que no había ni rastro del aparato de refrigeración.

 CAPÍTULO 3: MISTERIO Y PASTAS DE MONJAS

Anselmo tocó al timbre y esperó a que le abrieran la puerta con la misma inquietud con la que esperaba la aprobación de los proyectos que presentaba cuando todavía estaba en activo. Sabía que era absurdo, pero no podía evitarlo. ¿Qué podía pasar, al fin y al cabo? ¿Que no le abrieran pensando que era un vendedor itinerante? O, peor aún, que no le abrieran porque lo habían reconocido como al tipo que había encontrado a su difunta madre y abuela muerta…

Se ajustó la corbata y tragó saliva y pensó si debería volver a tocar.

Hacía meses que no se ponía corbata. Más o menos desde su última reunión formal, antes de la jubilación. Ni siquiera sabía por qué se la había puesto. Había sido un impulso. La había visto ahí, colgando como una serpiente muerta en la percha y se la había colocado al cuello.

También había cogido una caja de pastas que había comprado en una tienda de esas donde venden productos hechos por monjas. Había pensado que presentarse ante sus nuevos vecinos con las manos vacías daría mala imagen.

—Aunque no tan mala como haber encontrado muerta a su madre y abuela… —murmuró Anselmo para sí.

Así que allí estaba, delante de la puerta de Adela y su hijo, con las pastas hechas por las monjas, con la corbata mal anudada al cuello, y sudando como un condenado a muerte.

Antes de presentarse allí no había pensado en lo que sentiría al volver a ponerse ante esa puerta. A lo mejor, pensó, el nerviosismo que sentía no se debía solo al hecho de ver a Adela, sino a volver al lugar donde había encontrado a doña Adelaida muerta.

No es que hubiera pensado mucho en ese hecho, pero era cierto que él no era mucho de pensar en los dramas de la vida. Siempre se había considerado optimista por naturaleza, aunque lo cierto era que era más bien como un caballo con anteojeras. Se negaba a fijarse en serio en las cosas malas que pasaban a su alrededor. Si uno no se fijaba demasiado en lo malo, con suerte no lo alcanzaba.

Y la verdad era que esa filosofía de vida le había funcionado la mar de bien hasta el momento. Si quitaba alguna pequeña desgracia, como alguna lesión esquiando, que le había ocurrido porque era un torpe, o su jubilación anticipada, que había llegado a creer que había sido voluntaria, porque la empresa había quebrado, el resto había sido básicamente un valle de felicidad. Una felicidad solitaria, pero feliz.

Estaba a punto de largarse cuando escuchó pasos al fin.

Unos pasos cortitos y rápidos, lo que le hizo pensar que era la hija de doña Adelaida la que se acercaba a abrirle.

Y eso hizo que el pánico se adueñara de él.

¿Qué hacía allí? ¿Cómo se había atrevido a pensar que sería bien recibido?

Estaba a punto de escapar cuando la puerta se abrió.

Una vaharada de olor a canela, dulce y picante a la vez, le hizo la boca agua sin que pudiera evitarlo. Si había algo que pudiera considerar una debilidad, eso era el olor a canela. Le recordaba a su infancia, al arroz con leche de su abuela y a las natillas de su madre.

—¡Hola!

Adela, con un delantal anticuado y un pegote de algo pringoso en el pelo, lo miró, desconcertada.

Anselmo se quedó sin palabras al verla. Sintió tal ramalazo de deseo que le temblaron las piernas. Sin saber qué hacer, le tendió la caja de pastas.

Ella la miró, siempre sonriente.

—Lo siento, no me interesa.

Anselmo vio cómo empezaba a cerrar la puerta.

—¡Soy su vecino!

Adela lo miró de arriba abajo, aunque no terminó de abrir la puerta del todo, desconfiada. Sin duda, su aspecto no era de fiar. El Anselmo elegante, seguro de sí mismo e inteligente era historia cuando ella estaba presente.

—Vale —concedió, aferrándose a la puerta, dispuesta a cerrarla de un portazo en su cara en cualquier momento.

—Me llamo Anselmo, vivo en el ático. He venido a traerle esto a modo de bienvenida. Sé que es una tontería, pero…

Anselmo fue consciente de que balbuceaba y de que probablemente ella no comprendía la mitad de lo que estaba diciendo, pero entonces ella lo miró de otra forma, e incluso sonrió.

Abrió la puerta del todo y le tendió una mano.

—Usted fue quien encontró a mi madre y llamó a la ambulancia. Llevo tiempo queriendo darle las gracias. Entre, por favor.

Anselmo enrojeció cuando ella lo abrazó. Además, hizo ese gesto. Había estirado la cara en su dirección y había colocado su cara de lado, indicando claramente que quería que la besara en la mejilla. Así que lo hizo con torpeza.

—Soy Adela, por cierto.

Él asintió. Como si no lo supiera.

Cuando al fin se vio dentro del apartamento, echó un vistazo alrededor con timidez para comprobar cómo había cambiado el ambiente. No solo era el olor a canela, sino que ahora todo tenía otra aura. Un aura a Adela. Y supuso que a su hijo, también, aunque no quería pensar en él.

—Estaba preparando natillas para mi hijo Alfredo. Le encantan, pero llevan mucho trabajo. ¿Le gustan a usted?

—Sí, me encantan. Llámeme Anselmo, por favor, y tutéeme.

—Solo si usted hace lo mismo y me llama Adela.

Los dos bajaron la mirada, tímidos, y tomaron café con las ligeramente duras pastas de las monjas.

Alfredo oía de fondo a su madre charlando con un hombre. También reía, algo que no solía escuchar a menudo. Fuera quien fuera, ya se merecía su agradecimiento por haber hecho reír a su madre, que llevaba una racha últimamente digna de una maldición.

Ahogó la curiosidad por ver de quién se trataba y trató de concentrarse en su trabajo. Subió el volumen de la música para aislarse de las voces.

Si había algo malo en los pisos antiguos era que el aislamiento de los ruidos era inexistente. Si se quedaban allí y en algún momento tenían fondos suficientes, los dedicaría a aislar la casa adecuadamente.

Ahora comprendía por qué su abuela tenía el aire acondicionado puesto a toda leche. No solo era el ruido, el calor en la habitación del fondo era insoportable. Llevaba un par de horas intentando trabajar en ese dormitorio, porque era el único donde había espacio para todos sus bártulos informáticos, y se temía que moriría deshidratado. Y eso que ni siquiera era verano.

Ojalá tuviera el aparato de aire acondicionado de la yaya.

Solo que no había vuelto a verlo. ¿Dónde diablos estaba?

Salió de la habitación, con la camiseta empapada de sudor, para preguntarle a su madre. Odiaba molestarla, ahora que estaba pasándolo tan bien, pero era eso o morir de una insolación sin sol.

Al llegar a la cocina, se la encontró con un caballero de pelo entrecano, corbata mal anudada y aspecto desconcertante, a medio camino de un dandi y un desastre con patas. Era como si hubiera querido estar impecable y le hubiera salido fatal. Aunque, viendo cómo miraba a su madre, empezaba a entender el motivo de su torpeza.

Estuvo a punto de retirarse, ahora que todavía no lo habían visto, entretenidos como estaban en su charla, pero su vida corría riesgo.

Recordaba haberlo visto en algún lado…

Y entonces lo recordó: el día de la muerte de su abuela, en las escaleras, pálido y tembloroso.

—Hola —saludó, con la mayor naturalidad que pudo acaparar.

Supo que les había fastidiado el momento nada más ver sus expresiones. La de su madre fue más bien de sorpresa. Parecía que había olvidado su presencia en la casa. Pero la del tipo fue definitivamente de odio.

—¡Alfredito! Ven que te presente a nuestro vecino, Anselmo. Nos ha traído unas pastas de bienvenida.

Alfredo ni siquiera se molestó por el hecho de que su madre lo llamara así. Hacía tiempo que no la veía sonreír así.

Le tendió la mano a Anselmo y hasta cogió una pasta.

—Tu madre ha sido tan amable de ofrecerme merendar con ella. Es un encanto.

Alfredo sonrió. Anselmo era tan transparente que le extrañó que su madre no se diera cuenta de que ese tipo estaba coladito por ella. Por suerte, no parecía un depredador, más bien todo lo contrario.

—No quiero interrumpir vuestra merienda. Solo he venido a preguntarle a mi madre por el aire acondicionado de la abuela. No sabéis el calor que hace ahí atrás.

—Que yo sepa, tu abuela no tenía nada de eso. Como mucho, usaba un abanico y gracias. Era de la vieja escuela. No creo ni que supiera usarlo, de tenerlo.

—Pero lo tenía. Y estaba puesto a toda potencia cuando yo la… en fin… ese día…

Todos miraron a Anselmo, que había palidecido. Todavía sostenía una de las pastas de las monjas en la mano, aunque no parecía darse cuenta de ello. Tenía la corbata llena de miguitas y su aspecto rozaba el ridículo, pero sus palabras no tenían nada de ridículas. Sus ojos parecían estar muy lejos, como si todavía estuviera viendo lo que había presenciado el día en que había encontrado a doña Adelaida.

—Hacía un frío tremendo en la habitación. Un frío polar —siguió, con voz apenas audible—. Y el aparato de aire acondicionado estaba ahí, en la habitación del fondo.

Anselmo se levantó como en trance y empezó a caminar hacia la habitación donde había encontrado el cadáver de su vecina. Tanto Adela como Alfredo lo siguieron en silencio, sin atreverse a hacer otra cosa, ni siquiera tocarlo.

En efecto, Anselmo llegó sin problemas a la habitación donde Alfredo había estado trabajando. La cama de doña Adelaida ya no estaba allí y la decoración era completamente distinta, pero el vecino del ático parecía estar viendo lo que había visto hacía un par de meses. Su expresión era de terror.

—Ella estaba ahí —señaló al lugar donde había estado la cama—. Y el aire acondicionado estaba ahí —añadió, señalando hacia la esquina donde ahora estaba el escritorio de Alfredito.

Luego, Anselmo se giró sobre sí mismo y empezó a caminar hacia el salón. Como habían hecho antes, Adela y su hijo lo siguieron, desconcertados, tras compartir una mirada.

—Y el reloj, el puto reloj que sonaba sin parar, estaba ahí.

Todos miraron hacia donde señalaba Anselmo.

Había una marca creada por el sol en la madera y también en el papel pintado de la pared. Un cuadrado perfecto que no habían notado hasta entonces. Y sí, pensó Adela de pronto. El reloj había estado ahí hasta hacía unos meses.

—No había pensado en él hasta ahora —murmuró—. ¿Dónde está el dichoso reloj?

—¿Y dónde está el aire acondicionado? —pregunto Alfredo.

Anselmo inspiró hondo y pareció volver en sí mismo. Enrojeció de pronto al darse cuenta de que había perdido el sentido de la decencia y de sí mismo. ¡Y delante de la dama que le interesaba y de su hijo, nada menos!

Salió corriendo del apartamento sin mirar atrás y se refugió en su ático.

Se dio una ducha fría, tratando de calmar sus pensamientos, aunque el ridículo que había hecho no se curaba con duchas. Luego se refugió en su libro de la Bauhaus y en Puccini, pero ni siquiera ellos lograron calmar su espíritu.

Mientras trataba de buscar el equilibrio, no podía evitar pensar en que había algo que no cuadraba en lo que había ocurrido en casa de Adela.

El reloj había desaparecido y también el aparato de aire acondicionado.

Y eso podía parecer una tontería y, sobre todo cuando pensaba en el reloj, una buena noticia, pero no podía evitar pensar que era extraño.

¿Y si había algo oscuro en la muerte de doña Adelaida?

Antes de darse cuenta de lo que hacía, descendió los escalones que lo separaban de la planta cuarta y volvió a llamar al timbre, esta vez sin una caja de pastas de las monjas en las manos.

Cuando Adela abrió las manos y lo vio, vestido apenas con un batín de seda y unas pantuflas, estuvo a punto de cerrarle la puerta en la cara, pero hubo algo en su expresión que se lo impidió.

—Me temo, querida mía, que aquí ha ocurrido algo terrible, y que nos toca averiguar de qué se trata.

Ella lo miró en silencio durante unos instantes. Cuando asintió y lo dejó pasar, Anselmo sintió que ese era el mejor día de su vida.


CAPÍTULO 4: LA JUNTA DE VECINOS

En las películas y en los libros era muy sencillo, pensó Anselmo. Ocurría algo, un crimen, un robo, aparecía un muerto, y los policías sabían muy pronto que algo raro había pasado. De ahí a que descubrieran a los criminales transcurrían unos días, unas semanas a lo sumo. Pero en el caso de doña Adelaida, ni siquiera habían sospechado nada extraño.

—¿Le hicieron la autopsia?

No miró a Adela cuando le preguntó aquello. No podía imaginar siquiera lo que debía suponer para ella el pensar que alguien podía haberle hecho daño a su madre.
Fue Alfredo el que respondió.

—Pensaron que había sido una muerte natural. Mi abuela era una mujer mayor con un montón de enfermedades. Murió en la cama y por la noche. Si no hubieras aparecido, habrían pasado días hasta que…

Adela ahogó un gemido y su hijo calló.

Anselmo le tomó una mano por encima de la mesa de la cocina y se la apretó. 

—A lo mejor tenía que haber exigido que se la hicieran, pero no pensé…

Anselmo podía hacer poco más por consolarla que seguir ahí, con su mano apretada, y menos con su hijo ahí delante. 

—Si vamos a la policía y les contamos lo que sospechamos, tal vez se pueda todavía…

—La incineramos —lo cortó Alfredo, con la vista fija en sus manos unidas.

Anselmo, incómodo, soltó a Adela y carraspeó.

No había cadáver al que poder realizarle pruebas, no había aparato de aire acondicionado, y, en definitiva, no había más que unas sospechas que hasta a él le sonaban rocambolescas. Si acudían a la policía con aquello, dudaba que hicieran otra cosa que mandarlos de vuelta a casa con una palmadita en el hombro.

—De todas formas —Adela habló con voz ronca y cansada, con la mirada perdida en el hule de la mesa de la cocina. No parecía haberse dado cuenta de la tensión entre su hijo y Anselmo—, ¿quién podría haberle hecho caso a mamá? Era una mujer sola y nunca le había hecho daño a nadie. No tenía dinero ni joyas caras. 

—¿No has notado que faltara nada?

—Ni siquiera había notado que no estaba el reloj —respondió Adela con una risa irónica—. Venía poco. Mi relación con mi madre no era la mejor del mundo.

—No digas eso, mamá. La abuela tampoco era una perita en dulce.

Adela gimió.

—Pero no merecía morir, joder.

Alfredo se levantó y la abrazó. 

Anselmo se sintió incómodo, sin saber muy bien qué pintaba allí. Decidió marcharse y dejarlos a solas con su dolor. De todas formas, poco más podían hacer en ese momento. Tenían que reflexionar y pensar qué hacer y cómo.

Salió de la casa en silencio y regresó a su ático. Mientras subía las escaleras, se le ocurrió regresar y mirar la cerradura del piso de doña Adelaida. No era ningún experto, pero le pareció que el bombín y la madera no tenían ningún arañazo. 

Ahora no era el momento de regresar y molestar a Adela en su duelo, pero tendría que preguntarle si había notado rara la cerradura desde que había regresado. 

Y también haría un experimento. 

Llevaba años oyendo que con una simple radiografía antigua y o una tarjeta de crédito, cualquier ladrón habilidoso o incluso uno mismo podía abrir una cerradura antigua, y cualquiera podía ver que las de ese edificio lo eran. ¿Quién sabía si no había sido necesario un juego de ganzúas como los de las películas para abrir la cerradura? Era posible que un utensilio como una tarjeta de crédito hubiera bastado para entrar en el apartamento para matar, si es que eso era lo que había ocurrido, a doña Adelaida.

Lo probaría con sus vecinos. 

Y si no era así y la cerradura no estaba forzada, habría que pensar de qué otra forma había podido entrar el asesino.


Nada más llegar frente a su puerta, vio la notificación pegada.

El portero se empeñaba en entregarlas en persona, cuando podría dejarlas en el buzón. De haberlo pillado en casa, habría tenido una conversación larga y pesada con Juan Antonio y la sensación de que el buen hombre le daba las gracias hasta por la salida del sol y de la luna.

Abrió el sobre y suspiró con pereza al ver que era el aviso de una reunión de vecinos extraordinaria al día siguiente por la tarde. Leyó por encima hasta dar con el tema a tratar: aprobación de inclusión de pisos turísticos en el edificio.

Anselmo siseó de fastidio y entró en casa, con la sensación de que le mundo empezaba a avanzar con demasiada prisa para su gusto. Durante los últimos años el barrio había ido llenándose de turistas y ruido de ruedas de maletas a cualquier hora del día y de la noche, pero su edificio se había librado hasta ese momento. Inocente como era, había pensado que se librarían de la maldición moderna de los ruidos y las voces irrespetuosas a cualquier hora por las escaleras, pero estaba claro que llegarían antes o después.

Dejó la notificación en la mesa de entrada y pensó qué hacer para cenar, aunque lo cierto era que no tenía hambre. Entre lo de doña Adelaida y lo de los pisos turísticos, se le quitaban a uno las ganas de todo.


La reunión de vecinos, o junta de propietarios, como le gustaba a Juan Antonio denominarla, se celebraba en el cuarto de basuras, que era el único sitio donde cabían todos los vecinos. Aunque se llamaba cuarto de basuras, hacía mucho tiempo que ya nadie guardaba allí los cubos para los desperdicios. Solo el siglo pasado se hacía, cuando los vecinos bajaban allí las bolsas a unos enormes cubos negros y luego el portero los sacaba cuando llegaba el camión. Cuando habían colocado contenedores en la calle eso había acabado y el portero había dejado de encargarse de esa tarea. Sin embargo, el cuarto de basuras se había seguido llamando así, y así se seguiría llamando por siempre.

Ahora servía para realizar las juntas de propietarios, por ejemplo, o como depósito temporal de trastos, aunque eso era algo que no gustaba a todo el mundo, porque había quien se aprovechaba de más. También se dejaban los carritos de los niños y las bicicletas. Y, en definitiva, era un trastero más.

Apretujados y con cara de hastío, aunque todavía no había empezado la reunión, los vecinos propietarios, y algún que otro de los que solo estaban de alquiler, aunque sin derecho a voto, se reunieron en primera convocatoria, a las siete de la tarde del miércoles.

Algunos se saludaron y otros se limitaron a mirarse de reojo, esperando a que alguien empezara a hablar.

—Buenas tardes, queridos vecinos de este, nuestro querido vecindario.

Varios de los presentes se removieron, incómodos, y alguno carraspeó cuando Juan Antonio apareció por la puerta, vestido con un traje inmaculado y una corbata quizás demasiado apretada. Su bigote engomado daba repelús y algunos lo miraron con extrañeza, como si no comprendiesen que, de entre todos los presentes, fuera justo él el que hablase.

—Vengo en representación de don Michael Smith, el vecino del 3ºA. Supongo que habrán leído ustedes, y si no lo han hecho, les informo ahora, que ha solicitado que su vivienda se convierta en un alquiler vacacional.

Empezó a repartir papeles a diestro y siniestro, ante la incredulidad de algunos, que empezaron a cuchichear entre sí.

—¿Para eso ha comprado el piso el yanki ese? —preguntó alguien.

Juan Antonio no respondió. Siguió repartiendo papeles hasta que los hubo terminado.

—Don Michael Smith no habita el domicilio la mayor parte del año y ha decidido sacarle beneficio, y eso es algo que todos comprenderíamos, si pudiéramos. 

—Lo que es ese tío es un jeta. Y tú eres un maldito pelota.

El portero se volvió hacia quien había hablado con una sonrisa imperturbable.

—No dude usted de que, si fuera uno de ustedes quien me hubiera pedido que lo representara en este asunto, lo defendería del mismo modo. Y ahora, si me lo permiten, lean la propuesta del señor Smith y no voten en contra sin informarse antes. Sean abiertos de mente y piensen en el futuro.

Anselmo apoyó la espalda contra la pared mientras veía cómo se caldeaban los ánimos. Las voces reverberaban contra el techo de la sala y rebotaban, haciendo que no se entendiese la mitad de lo que se decía. Además, nadie hacía nada por respetar los turnos de palabra. Aunque no debía de haber más de veinte personas allí, con el eco parecía como si hubiera un centenar. En medio, el portero parecía crecerse con las críticas y sonreía y asentía, aunque en realidad ni pinchaba ni cortaba en aquel asunto.

Desde su cómodo puesto, buscó a Adela con la mirada. Estaba cerca de la puerta con su hijo, con cara de no enterarse de nada de lo que estaba ocurriendo, y era posible que fuera así. Acababa de mudarse y no conocía a nadie, aparte de él. Empezó a escabullirse hacia ella, pero notó que alguien le tiraba de la manga desde atrás.

—¿De qué va todo esto, majo?

Bajó la mirada y miró a quien había hablado. 

Pepita, en su silla de ruedas, lo miraba con la mirada un poco perdida. 

—Es una reunión para decidir… —comenzó a explicar, pero enseguida se dio cuenta de que ella no comprendía de qué hablaba. Le había tendido una mano temblorosa y lo miraba con angustia—. ¿Estás sola aquí, Pepita?

—¿Dónde está Manuel?

Anselmo se agachó junto a ella para mirarla a los ojos. ¿Cómo explicarle, en mitad de aquella jauría, que su marido había muerto hacía unos años?

—¿Qué te parece si te llevo a casa para merendar?

La mirada de la anciana se iluminó.

—¿Y comeremos chocolate con bizcochos?

Él le sonrió.

—Todos los que quieras. Vámonos de aquí.

Se colocó detrás de la silla y la guio fuera del cuarto de basuras. Al pasar junto a Adela y Alfredo, les dijo que tenía algo mejor que estar allí escuchando tonterías.

—Delego mi voto en vosotros. En contra.

Adela asintió y saludó a Pepita, que ni siquiera se dio por enterada de su presencia.
Anselmo subió una planta y llamó a la puerta, pero nadie respondió. La cuidadora de la anciana había salido después de dejarla en la reunión de vecinos. Por desgracia, Pepita no era de ninguna ayuda y no supo decirle si llevaba otro juego de llaves encima, así que decidió llevársela a su ático.

—¿Me vas a dar chocolate? —preguntó cuando traspusieron el umbral.

—Veremos que hay por ahí.

Anselmo la dejó en el saloncito y fue a la cocina para rebuscar en los armarios. Al fondo escuchaba a Pepita murmurando, aunque no tenía ni idea de qué hablaba. Dio con una tableta de chocolate con leche y unas magdalenas y las colocó en una bandeja. No era exactamente lo que le había prometido, pero esperaba que le valieran.

—El reloj ya no suena.

—¿Cómo?

—El reloj.

Anselmo se quedó parado a medio camino, con la bandeja en las manos.

¿Era posible que hasta una mujer con demencia hubiera notado que el dichoso reloj había desaparecido? Casi corrió hacia ella y dejó la bandeja en una mesita baja. 

Vio cómo los ojos de Pepita se iban hacia lo que había llevado, así que le tendió una magdalena y un trozo de chocolate, que ella se llevó a la boca con ansia.

—Pepita, bonita, ¿sabes algo de lo que le ocurrió a doña Adelaida?

La anciana ni siquiera lo miró durante unos minutos. Comía con concentración, masticando con calma, como si aquello fuera un manjar. Anselmo pensó que a lo mejor ni siquiera podía comer nada de aquello y que había cometido un error, pero ya era demasiado tarde.

Pensó que no iba a responder y se desinfló.

Y entonces, cuando ya no quedaba ni una miga de chocolate ni de la magdalena que le había dado, Pepita habló:

—Él nos vigila —dijo con voz sorprendentemente clara.

Anselmo saltó y se agachó junto a ella.

—¿Quién? ¿Quién os vigila?

Pero Pepita ya no lo miró más y su mirada se perdió.


        CAPÍTULO 5: PEPITA


La mayoría del tiempo, Pepita vivía en una especie de nebulosa, pero a veces todavía recordaba quién era.

Recordaba, sobre todo, ciertas partes de su juventud, y también a Manuel. Sus paseos por el parque y cómo la sacaba a bailar, aunque lo hacía fatal y era incapaz de seguir el ritmo. Y cómo canturreaba para sí mismo, como si eso le fuera a ayudar a hacerlo mejor. Pepita lo encontraba encantador y pensaba que con ese bigote se parecía a Errol Flynn. Era como un pirata de mirada pícara y sonrisa dulce, con ojos marrones grandes y el pelo castaño repeinado que era incapaz de quitarse el ceceo típico de su tierra. A Pepita le gustaba que le susurrara por las noches y le hiciera cosquillas con el bigotillo por todo el cuerpo.

Sentada en su silla, se pasaba horas mirando al vacío, hablando para sí, como si él estuviera frente a ella, aunque a veces era consciente de que no era así. Le daba igual. Se aburría tanto sola en casa que algo tenía que hacer.

Además, su cuidadora la tenía a dieta y la vida sin dulces y sin Manuel era demasiado dura.

Decía que pesaba demasiado desde que ya solo caminaba los escasos pasos que la separaban desde la silla a la cama, la taza del váter o la ducha.

Se estaba poniendo gorda y vieja, sí. Cuando se miraba al espejo ya no se reconocía.

Tampoco reconocía a mucha de la gente que le hablaba cuando se los encontraba las pocas veces que salía por la puerta de casa. En el fondo era un alivio quedarse ahí, con sus recuerdos, no tener que hablar con nadie desconocido. Daba miedo cuando se acercaban tanto, le hablaban a gritos, como si estuviera sorda o fuera tonta. Quería decirles que era vieja, que era posible que a veces no fuera ella misma, pero que otras sí. Solo que no podía, porque en realidad no la escuchaban, no querían hacerlo.

Su cuidadora, una mujer que la dejaba plantada frente a la televisión o la ventana y se ponía a sus cosas o se largaba a hacer la compra durante horas, no era mala persona, pero tenía poca paciencia.

Además, estaba el hombre que vigilaba.

Hablaba mucho y Pepita no siempre entendía las cosas que decía.

Él había puesto a la cuidadora ahí, en su casa, y venía de visita a menudo. Entraba por la puerta como si fuera el señor de la casa, con las manos a la espalda, la barbilla en lo alto y una sonrisa de lameculos que hacía que Pepita sintiera deseos de mandarlo lejos. Solo que no podía. No podía levantarse, ni hablar, ni protestar.

Alguna vez lo había intentado, pero él se había puesto a su altura y la había mirado con una sonrisa que no se había reflejado en unos ojos fríos y desagradables.

—Señora mía, solo pienso en su bienestar —había dicho, agarrándole una mejilla regordeta y apretándosela como si fuera un niño pequeño al que había que reprender por travieso—. Pepita, guapa, usted y yo no siempre nos hemos llevado bien pero Manuel me encargó que cuidara de usted.

Ese hombre estaba allí porque Manuel se lo había pedido.

Al decir aquello, la sonrisa de aquel hombre no había vacilado, pero su mirada había cambiado. Si antes era fría, ahora se llenó de lágrimas. Y Pepita lo creyó.

Su Manuel lo había enviado. No podía desconfiar de él, por mucho que a veces se sintiera inquieta en su presencia.

Mientras ella estaba aparcada junto a la ventana, los veía a él y a su cuidadora charlar en voz baja a poca distancia, o desaparecer en alguna de las habitaciones. Daba igual que estuviera delante, esos dos actuaban como Pedro por su casa.

Por la noche, una neblina pesada y desagradable inundaba su mente y por la mañana le costaba cada vez más despertar y sentirse ella misma.

—Vamos, Pepita. Iremos a dar un paseo.

Pepita pestañeó y trató de enfocar a su cuidadora. La mujer vestía una de aquellas batas de un horrible azul marino encima de la ropa. No entendía por qué se la ponía siquiera, porque no se la ataba y la llevaba puesta como un colgajo.

Le pareció que había alguien más en la habitación porque había como un murmullo en la habitación, pero, una vez más, le costaba pensar.

—Nos vestiremos después de desayunar.

—Prisas no.

La mujer puso mala cara, pero le dio igual. Tiró de ella para que se levantara de la cama.

El fresco de la mañana hizo que se le pusiera la piel de gallina. Estiró la mano para alcanzar el batín que había a los pies de la cama, pero no tuvo oportunidad de hacerlo, porque un nuevo tirón la obligó a sentarse en la silla de ruedas.

—No te va a hacer falta, ya verás que vas a estar bien.

Pepita refunfuñó mientras se la llevaban camino al comedor. Allí hacía todavía más frío, aunque no se quedaron demasiado. Pasaron de largo de la mesa preparada con el desayuno y llegaron a la puerta de entrada. Cuando chocó con la mesita del recibidor, se dio cuenta de que no llevaba puestas las pantuflas.

Miró hacia atrás y vio al hombre de sonrisa imborrable que siempre vigilaba apoyado en el quicio de la puerta del comedor.

Ahora también sonreía. Sus ojos volvían a ser fríos.

Con mucha calma, se apartó de allí y se colocó junto a ella. Se agachó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.

—Este paseo será tu favorito —dijo con voz suave.

Pepita gimoteó. No quería preguntar. Tenía miedo de hacerlo. Y también de no hacerlo.

—¿Por qué?

El hombre de la sonrisa le guiñó un ojo. Como si lo viera por primera vez en su vida, Pepita se dio cuenta de que él también tenía bigote, como su Manuel.

—Por fin Manuel y tú estaréis juntos.





Adela volvía del supermercado cuando vio el grupo de curiosos junto a la puerta de su portal. Por supuesto, Juan Antonio, el portero estaba allí, tratando de poner orden de un modo poco eficiente.

—Ya hemos llamado a la ambulancia —decía justo en el momento en que Adela llegó junto a la pequeña aglomeración. De pronto lo vio bajar la mirada con gesto compungido un tanto estudiado que hizo que Adela recordase el día en que le había dado el pésame por su madre—. Aunque me temo que ya no hay nada que hacer.

Adela notó una especie de ardor en el rostro y sintió la necesidad de alejarse antes de que Juan Antonio la viera o alguno de sus vecinos le preguntasen algo.

No tenía ni idea de lo que había ocurrido, pero era evidente de que era una desgracia, y no estaba preparada para otra en tan poco tiempo. Ni siquiera había asumido que la muerte de su madre podía no ser natural. ¿Qué diablos ocurría en ese edificio? ¿Acaso lo asediaban las parcas?

Arrastró el carrito de la compra de su madre y se refugió en una cafetería cercana. Desde la vidriera podía atisbar lo que ocurría en el portal, y así vio llegar la ambulancia y también una patrulla de la policía.

A pesar de que se había prometido que no quería saber nada, dejó a un lado la taza de café y sacó el móvil. Intentó llamar a Alfredito, pero no le cogió. Debía de estar trabajando o estudiando, o tal vez ni siquiera se había levantado. Tras un instante de duda, buscó a Anselmo entre los contactos. No lo veía entre los cotillas, pero, de haber alguien con quien quisiera hablar de algo escabroso, ese era el arquitecto jubilado del ático.

No había vuelto a saber de él desde la reunión donde se había decidido por la mínima que no se permitiría la licencia para más pisos turísticos, ni para el americano ricachón ni para otros. El portero se había ido con el rabo entre las piernas, casi como si esa derrota fuera algo personal. A Adela le pareció que su aire de rata mojada era ridículo e incompresible, pero a Anselmo le había parecido que ahí había, sin duda, gato encerrado.

—Demasiadas metáforas de animales para mi gusto —había dicho Adela entre risas.

Era la primera vez que se reía de verdad en semanas y lo agradeció.

—No creo que las cosas queden así.

A Adela le pareció que Anselmo era un poco cenizo y que necesitaba tener siempre algo en lo que ocuparse, a ser posible algo chungo, pero era encantador a su manera, así que se lo perdonaba.

Cogió el teléfono al segundo tono, casi como si estuviera esperando su llamada.

—Tenemos un nuevo misterio entre manos.

Adela sonrió, aunque lo que fuera que hubiera pasado no tenía nada de divertido, evidentemente. Alguien había muerto o estaba muy grave, a juzgar por las luces de la ambulancia.

Entonces, justo ante sus ojos, sacaron la bolsa cerrada. Tuvo que rectificar su pensamiento. Alguien había muerto.

—¿Quién ha sido esta vez? —se escuchó preguntar con voz entrecortada.

—Pepita, del 1º A.

Adela intentó hacer memoria. Recordaba vagamente a una mujer anciana en silla de ruedas, con demencia, que hablaba siempre de su difunto marido Manuel.

—¿Cómo?

—La han encontrado a los pies de la escalera en camisón y descalza.

Maldijo para sí.

Adela nunca había visto a esa mujer de pie ni caminando. ¿Cómo había llegado hasta arriba de la escalera sola desde su casa?

—Joder…

—Ya he escuchado a las vecinas diciendo que a veces se la encontraban andando sola y despistada por el edificio.

—Por supuesto, ¡cómo no!

Anselmo calló durante unos instantes y Adela esperó. Sabía que tenía algo que decir.

—El día de la reunión de vecinos me llevé a Pepita a merendar a mi casa y me contó algo. A veces chocheaba, pero todavía tenía algún momento lúcido.

Adela sabía que iba a contarle algo jugoso por la manera en que Anselmo se contenía y medía cada palabra. Además, pudo notar el evidente cariño que había por la anciana en esas pocas palabras. Ahora pudo recordarlo llevándosela aquel día. La anciana estaba sola y despistada en el cuarto de basuras. Su cuidadora no aparecía por ningún lado.

—En realidad, me dijo dos cosas. Una, recordaba el reloj de tu madre. Había notado su ausencia.

Adela suspiró. Aquel maldito reloj era un misterio y no sabía el motivo.

—¿Y qué más? —sabía que lo segundo era lo importante de verdad.

—Me dijo que había un hombre que nos vigila. Y te juro que en ese momento parecía muy lúcida.

Adela emitió una risa que se pareció más a un quejido. Ojalá todo aquello fuera una broma. Solo que, en vista de los acontecimientos, con dos muertes terribles incluidas, se temía que no se tratara más que de una pesadilla de la que no había manera de despertar.

—Y supongo que no te dijo de quién se trataba.

Escuchó un crujido al otro lado de la línea, así que supuso que Anselmo se había puesto a caminar o se estaba moviendo. Y hablando de movimiento, vio a la ambulancia largarse y a la multitud desvanecerse, una vez que el circo había terminado. Solo Juan Antonio se quedó allí, como siempre al pie del cañón, con las manos a la espalda, como un buen caballero sabedor de que debe permanecer en su puesto en los momentos de crisis.

—Exacto. De todas formas, he estado pensando.

—No te lo tomes a mal, pero creo que tienes demasiado tiempo libre para pensar.

Anselmo rio.

—No me lo tomo a mal. A lo mejor es que hago poca vida social. Pero, en fin, a lo importante, sobre ese hombre que nos vigila, no puede haber muchas posibilidades: tiene que ser alguien que tiene acceso al edificio. Es decir, alguien que vive aquí, un familiar o alguien con acceso a las llaves.

Adela frunció el ceño.

—Pero eso puede significar pocos nombres o… cientos. De todas formas, ¿quién podría tener acceso a las llaves?

—En realidad, cualquiera que se cuele en la portería. Allí hay copias de todas las llaves del edificio.

Adela lanzó una maldición.

—Peor me lo pones. Esa portería está al lado de la entrada del edificio y siempre está abierta.

—Pues ya ves.


        CAPÍTULO 6: VIGILANCIA

Alfredo llevaba una semana plantado en la cafetería junto a casa, fingiendo que estudiaba. En realidad, observaba las entradas y salidas al edificio, y todavía no había visto nada extraño. La teoría de su madre de que cualquiera podía entrar y robar las llaves de la portería había sonado bien, pero había resultado ser solo eso, una buena teoría.

La dueña del bar le plantó el tercer café con leche del día con una sonrisa a medio camino entre la lástima y la resignación. A esas alturas ya sabía que su hijo también opositaba y que se presentaba al examen de Magisterio en menos de un mes. No iba a decirle que lo de las oposiciones no era más que una coartada para no parecer sospechoso ahí sentado todo el día con una libreta, tomando notas y mirando hacia el portal. Cada vez que la pobre mujer le presentaba un café con leche, a menudo acompañado de una tostada o una magdalena, se limitaba a dar las gracias y a sonreír, tapando con la mano la libreta donde anotaba quién entraba y salía de casa.

En cuanto se quedó a solas, echó una mirada al resultado de una semana de vigilancia y pensó que tenía que encontrar trabajo cuanto antes.

Su madre ya se encontraba bastante bien y no lo necesitaba. Y eso sin contar con que tenía a Anselmo para entretenerla. Era un buen tipo, aunque le costara admitirlo.

—Esos dos me van a volver majareta —murmuró para sí, sin poder evitar una sonrisa cariñosa.

A pesar de que tanto como Anselmo como su madre habían insistido en que la muerte de Pepita había sido de lo más sospechosa, la policía no había hecho demasiado caso a sus sospechas. Tanto los vecinos como su cuidadora habían declarado que la buena mujer se levantaba de la silla en cuanto se descuidaban y que no era nada extraño que se hubiera caído por las escaleras. Su muerte había sido declarada como accidental, como la de su abuela.

—No podemos confiar en la poli —había dicho Anselmo, masticando pastas y dejando que las migas mancharan la parte delantera de su camisa.

Alfredo lo había mirado con incredulidad. Había pensado que lo dejarían pasar, pero ni su vecino ni su madre eran capaces de hablar de otro tema que del asesino y del hombre que los vigilaba. De pronto, vivía en una historia de misterio.

Trató de convencerlos de que no había pruebas de lo que pensaban, pero decidió que había una forma mejor de demostrarles de que no había nadie pendiente de todo lo que hacían. Es más, tenía tiempo libre de sobra para demostrar que no había un asesino en el edificio en el que vivían.

Por eso se había instalado en la cafetería: para hacer un trabajo de vigilancia como en las películas y en las novelas de detectives.

Y en toda la semana había descubierto que su edificio era un edificio de lo más normal y aburrido. No había señales de que nadie ajeno al vecindario entrase y saliera de modo furtivo. Ni siquiera los mensajeros pasaban más allá del portal, porque el portero se encargaba de detenerlos a tiempo. Ese hombre era un santo. Fuera cual fuera su sueldo, no le pagaban lo suficiente.

Cerró la libreta donde había anotado todas las entradas y salidas de sus vecinos y se tomó el café con leche.


—Esto lo hace todavía más fácil.

Adela y Anselmo se miraron y asintieron al unísono. Los dos habían unido las cabezas para repasar la libreta y habían murmurado por lo bajo mientras trataban de descifrar la horrible letra de Alfredo.

Este los miraba con incredulidad. Había pensado que les había dado argumentos suficientes para olvidar sus paranoias, pero, por algún motivo, no había funcionado.

Ahora su madre y su vecino pasaban las páginas y comparaban los movimientos de los demás habitantes del edificio, comentando entradas y salidas, haciendo cábalas sobre acerca de quién tenía más papeletas para ser el hombre que los vigilaba.

—La parejita del segundo siempre me ha parecido un poco espeluznante —decía Anselmo en ese momento, señalando una de las anotaciones.

Su madre sacudió la cabeza.

—No será porque son homosexuales, ¿verdad? Eso suena fatal.

Anselmo abrió la boca y puso una cara de susto la mar de divertida. Si no estuvieran hablando de un posible asesino, a Alfredo aquello le habría parecido un espectáculo maravilloso. Hacía siglos que no veía a su madre tan entretenida y feliz.

—¡No soy homófobo! Es solo que son antipáticos y no saludan nunca. Y una vez me dijeron que el arte barroco estaba sobrevalorado. ¿Qué persona con corazón es capaz de decirle algo así a un arquitecto?

Alfredo ahogó la risa ante la indignación de su vecino. Mientras tanto, su madre le palmeaba la mano en un gesto cariñoso.

—Cualquiera de los dos es un criminal solo por eso, está claro.

Los dos miraron a Alfredo como si hubieran olvidado su presencia allí. Al instante parecieron olvidarlo otra vez y se volvieron a centrar en la libreta.

Del mismo modo que descartaron a la parejita del segundo, hicieron lo propio con el matrimonio perfecto con familia numerosa del cuarto, solo porque iban a misa cada domingo y eso los hacía incompatibles con el asesinato.

—Básicamente, no quedan muchas opciones, a no ser que nos incluyamos nosotros.

Anselmo pareció decepcionado al ver los resultados de una semana de trabajo, aunque no lo culpó por ello. Había dedicado una semana de su tiempo a ello, una semana que podría haber dedicado a cualquier cosa productiva, pero consideraba que era un tiempo bien gastado si con ello su madre volvía a estar tranquila.

Su madre, que tenía la vista clavada en la libreta. Pasaba las páginas una y otra vez y se mordisqueaba el pulgar.

—¿No falta alguien aquí?

Alfredo se acercó y le quitó la libreta de la mano. Era imposible que se le hubiera pasado nadie. Incluso había copiado los nombres de los vecinos de los buzones. Todos estaban apuntados allí, hasta las dos que habían fallecido, su abuela y doña Pepita.

—Veamos —dijo Alfredo, cansado de ese asunto—. Tenemos a doña Pepita en el primero, y a nadie en el otro primero. Lleva vacío unos meses. En el segundo, los vecinos que odian el barroco. En el cuarto estamos nosotros y la familia perfecta. Y en el tercero el americano o inglés ese al que nadie ha visto el pelo, ese que quería convertir su casa en piso turístico. Y en el ático, el arquitecto aquí presente.

—Y el portero. No te olvides de él —dijo Anselmo.

—Claro, y el portero. Un buen tipo.

—Creía que no te caía bien —dijo su madre.

Alfredo bufó.

—Es que no me había dado cuenta de todo lo que hace ese pobre hombre. No para en todo el día. Está en todos los ajos.

Anselmo cruzó los brazos sobre el pecho.

—Hoy estaba vaciando el piso de Pepita.

Otra vez aquella mirada. Esos dos empezaban a sacarlo de quicio con su complicidad. Eran como críos.

Alfredo negó con la cabeza.

—De verdad, tenéis que buscaros otro entretenimiento.

Su madre tuvo el cuajo de reírse en su cara, como si fuera él el que estaba haciendo el ridículo.

Los dejó conspirar en el salón, juntos en el sofá de su abuela, y se fue a la cocina a prepararse un café. Se había acostumbrado a los cafés con leche con magdalenas que le servían en el bar, por no hablar de que echaba de menos el tener algo que hacer cada día.

Mientras esperaba a que el café subiera en la cafetera italiana, pensó en las palabras de Anselmo.

No comprendía por qué le extrañaba que el portero estuviera vaciando el piso de Pepita. No recordaba si esa mujer tenía familia, así que él era la persona idónea para hacerlo.

Se sirvió el café y se lo tomó en dos sorbos. Se preguntó si todavía había algo por hacer en el piso de la difunta y el portero necesitaría su ayuda. Estaba deseando hacer algo. Se moría por hacer algo.

Salió de la casa sin saludar. De todas formas, su madre y su vecino estaban demasiado ocupados el uno con el otro como para notar su ausencia. Bajó por las escaleras para ver si Juan Antonio todavía estaba trabajando, pero no había nadie y la puerta de la difunta Pepita estaba cerrada.

Siguió bajando y se plantó ante la portería.

No había sido algo premeditado.

Había observado a ese hombre trabajar durante una semana y había llegado a envidiar su capacidad de sacrificio y su energía. Lo que hacía solo unos días le había parecido ridículo, ahora le admiraba.

Llamó y esperó.

Las manos empezaron a sudarle mientras esperaba a que le abrieran la puerta.

—¿Puedo ayudarte, guapo?

Le costó comprender que no era Juan Antonio el que le abriera.

¡Por Dios! ¿Cómo se llamaba ella? La esposa del portero… ¿Carmen, Juana? ¡Antonia! Anda que se habían roto la cabeza a la hora de buscar pareja.

—Estoy buscando a tu marido.

Antonia puso esa cara de pena y anhelo que ponen las mujeres enamoradas en las películas y a Alfredo le pareció encantador. Seguro que, además de un portero perfecto, Juan Antonio era un marido perfecto.

—Está reunido con el señor Smith por negocios, pero puedo decirle que lo estás buscando.

Alfredo sintió que su entusiasmo se desinflaba. Él quería hacer cosas en ese momento. Si tenía que esperar mucho, las ganas se le podían pasar.

—Creía que el señor Smith no vivía en España.

Antonia sonrió. Sus ojos se desviaron un instante y volvieron a fijarse en él, y también cerró un poco la puerta, de modo que Alfredo se sintió un poco menos bienvenido.

—Por videoconferencia, ya sabes.

—Claro, claro.

—Entonces, ¿qué quieres exactamente?

Alfredo vio cómo la puerta se cerraba un palmo más.

—¿Puedo esperarle dentro?

Antonia volvió a abrir la puerta. Pudo ver cómo dudaba. Supo que quería negarse, aunque lo más probable era que pensara que no podía hacerlo.

La esposa del portero se apartó y lo dejó entrar en su casa.

La casa de la portería era pequeña pero acogedora. De hecho, era el apartamento más acogedor que hubiera visitado en toda su vida. Había detalles bonitos y encantadores por todas partes, como jarrones, cuadros, figuritas y muebles.

—Bonita casa.

Antonia, que lo seguía, se encogió de hombros. Nada de lo que había a su alrededor parecía impresionarla. Seguía con aquella sonrisa en los labios, pero a esas alturas era como una mueca.

Le señaló un lugar hacia su izquierda y Alfredo vio que era un pequeño salón, tan bien amueblado como el resto del apartamento. Lo dejó allí, sentado, y desapareció.

De pronto se sintió incómodo. Antonia no volvió con una bandeja con café y pastas, como había imaginado, sino que se limitó a largarse y dejarlo esperando.

Después de diez minutos sentado, quieto como un mueble más, se levantó para estirar las piernas. Se paseó junto a las estanterías para echar un ojo a los libros y alucinó con la cantidad de libros caros encuadernados en cuero que había en esa casa.

Hace unas horas había pensado que ese hombre cobraba poco, pero ahora se preguntaba cómo invertía el dinero para poder permitirse todo aquello. Solo en esos estantes había miles de euros. Y si se ponía a calcular lo que valían algunos de los muebles y objetos que había diseminados por toda la casa…

Seguía mirando los lomos de los libros cuando se dio cuenta de que estaba anocheciendo.

¿Cuánto tiempo llevaba en esa casa? ¿Dónde estaba Antonia? ¿Dónde se había metido el portero?

Dio la vuelta para buscar un interruptor y se dio de bruces con el último objeto que habría esperado encontrar allí.

Y, como si fuera una señal divina, el reloj de su abuela, colocado en una esquina en el salón del portero, empezó a sonar, haciendo que diera un brinco.

Dindandindon… empezó a sonar el carillón que tanto había adorado su abuela, aunque todos los demás odiaban a muerte.

Alfredo miró el enorme reloj, con la respiración agitada, incapaz de moverse.

—Me ha dicho mi querida esposa que me buscas…

 


        CAPÍTULO 7: EL PLAN



—¿Tu hijo todavía no ha vuelto?

Adela tomó un sorbo de café. Era el segundo de la tarde.

—Creo que se aburre un montón desde que lo despidieron y tiene que estar en casa todo el tiempo.

Anselmo permaneció en silencio. No habían hablado de Alfredito y de por qué podía dedicar tanto tiempo a lo que él llamaba su “misterio para tres”, como en las novelas de Agatha Christie.

—Solo nos falta un mayordomo con pinta sospechosa, un vicario y una solterona cotilla —había dicho un día, entre bocado y bocado de macarrones—. Aunque eso lo tenemos, si cambiamos solterona por arquitecto jubilado aburrido.

Adela no le había contado nada a Anselmo del comentario de su hijo, aunque no creía que lo hubiera dicho con mala fe. Se temía que había algo de cierto en sus palabras. Anselmo parecía haber vivido una vida bastante insípida antes de su llegada y de todo lo que estaba ocurriendo. Parecía ver pistas y sospechosos en cualquier esquina. Incluso en ese momento, miraba cada pasta con atención antes de llevársela a la boca, como si pudiera esconder algo peligroso.

—Conozco a mucha gente, si quieres que…

Adela enrojeció sin poder evitarlo. Jamás se le habría ocurrido pedir un enchufe, ni había comentado la situación de Alfredo para que Anselmo le ofreciera sus contactos, así que comenzó a deshacerse en excusas y las manos le temblaron de vergüenza.

—No soy yo el que le va a dar el trabajo, mujer. No tienes nada que agradecerme.

Ella asintió ante la naturalidad con la que despachó el asunto. Sin embargo, no se quedó tranquila del todo hasta que él cambió de tema y volvió a su asunto favorito, el del merodeador misterioso, si es que tal ser existía.

Adela lo escuchó perorar durante unos minutos en silencio, sorbiendo poco a poco el café. No era que el tema le aburriera, ni mucho menos, sino que había un asunto que había comenzado a rondarle desde hacía unos días. Ni siquiera se había dado cuenta de cómo había llegado la idea, pero una vez llegó, ya no pudo quitársela de la cabeza.

—¿Quién será el siguiente?

No fue consciente de que lo había interrumpido en mitad de una frase, y de todas formas dio igual, porque sus palabras se perdieron en medio de la intempestiva entrada de Alfredito, que estrelló la puerta de entrada con tal fuerza contra la pared que dejó marcada la manilla en el yeso.

—¡He encontrado el reloj de la abuela!



—Una mujer encantadora, amable, generosa. ¡Oh, tan generosa!

Alfredo asintió mientras sentía que el sudor le corría por la espalda y empapaba la cinturilla del pantalón. Hacía unos pocos minutos, no tenía la sensación de que hiciera tanto calor en ese salón, pero ahora parecía un horno. Además, ese hombre estaba muy cerca. Demasiado cerca.

Antonio, el portero, olía a colonia. No, como habría pensado, a una rancia y anticuada, sino a una rica y fresca, cara, de señorito.

Aunque, visto lo visto, ese olor cuadraba con lo que lo rodeaba en esa casa. Lo que no cuadraba para nada era ese oficio y esa actitud servil.

—Mi abuela es que era adorable, vamos —respondió, por decir algo, aunque no era cierto.

La abuela Adelaida había sido una vieja amargada y bastante repelente, de las de misa diaria y rosario… cuando fuera que se rezaran esas cosas. La recordaba encerrada en casa, rezongando en cada visita, riñéndolo por hacer ruido, por moverse y jugar, y hasta por respirar.

Cuando su madre se había separado, e incluso antes, en sus rupturas intermedias, había buscado refugio a su lado, porque no le había querido más remedio. Siempre la había recibido con los labios fruncidos, con el qué dirán en la boca, instándola a ser más permisiva con los deslices de su marido, porque el sino de la mujer era el aguantar y callar.

Cuando se había enterado de su muerte, lo primero que había sentido había sido pasmo. Luego un poco de miedo, porque no sabía cómo reaccionaría su madre. Después, cuando su vecino les había dicho que creía que había algo misterioso en el asunto, no había sabido si reír o llorar.

Y ahora Antonio le decía que esa vieja había sido buena y generosa. ¡Generosa, doña Adelaida!

Sin embargo, ahí estaba el dichoso reloj de cuco que tanto lo había fascinado de niño, al punto que se había tirado las horas muertas esperando a que el pajarillo hecho de metal y papel, forrado de plumas reales, asomara para cantar. De crío había pensado que el pájaro era de verdad y había intentado trepar por el reloj para darle de comer y beber. La abuela lo había pillado y le había dado un capón que le había hecho ver las estrellas. Desde ese día odiaba el reloj y a todos los cucos en particular.

¿De verdad era vieja avara, que ni siquiera compraba magdalenas para su nieto, le había regalado el reloj a su portero? ¿Estaría chocheando en sus años finales?

¿Y qué había del resto de los objetos? ¿También eran regalos de otros inquilinos fallecidos?

Se obligó a sonreír.

—Nos gotea un grifo. En la cocina.

Antonio asintió, con esa sonrisa remilgada que tanto le recordaba a un actor antiguo. En su papel de vasallo, incluso le hizo una reverencia.

—No hacía falta que vinieras. Bastaba con llamar.

Alfredo pensó en que hasta hacía unos minutos planeaba pedirle trabajo, pero no iba a decirle nada al respecto. De todas formas, sospechaba que el portero jamás aceptaría. Si de verdad había algo turbio en su forma de actuar, no querría que uno de los inquilinos fuera testigo de sus tejemanejes.

—Pues nada, solo era eso.

Algo relampagueó detrás de los ojos del portero.

—Saluda a tu madre de mi parte. Una dama encantadora, tu mamá.

Alfredo pensó que había algo a medio camino entre lo amenazador y lo sensual en su tono de voz, pero no quiso ahondar en el asunto y escapó de la portería tan deprisa como pudo. De camino a la puerta, seguido en todo momento por Antonio, no pudo evitar fijarse otra vez en la abundancia de muebles y objetos. Inquieto en la penumbra y la sobreabundancia, no pudo evitar tropezar con una mesita, tirando al suelo todo lo que había sobre ella. Entre balbuceos, empezó a recoger lo que había en el suelo, hasta que Antonio lo despachó, sin poder disimular su impaciencia.



—No puede ser él. Es inofensivo.

Alfredo negó con la cabeza ante las palabras de su madre.

—No estoy diciendo que sea él. Solo digo que tiene la casa llena de cosas, y que una de esas cosas es el reloj de la abuela.

Adela dejó la taza de café, ya vacía, en la mesilla, y se puso en pie. Se colocó junto al hueco que había ocupado el reloj de cuco. El suelo de madera todavía mostraba un color distinto, y probablemente siempre lo mostraría.

—A lo mejor se lo regaló y nos estamos imaginando cosas raras.

Anselmo cruzó los brazos sobre el pecho y miró el lugar entre sus pies, como si la respuesta al misterio estuviera ahí mismo, ante sus ojos.

—Me gustaría ver lo que guarda.

Madre e hijo miraron al arquitecto jubilado como si hubiera pronunciado esas palabras en un idioma desconocido.

Como no dijeron nada, Anselmo levantó la vista y los miró a uno, y después a la otra.

—Deberíamos entrar en la portería y comprobar si tiene más objetos de tu madre.

Adela se dejó caer de golpe en el sillón.

—¡Ni hablar! Eso es delito… —susurró, como si alguien más pudiera escucharlos.

—Si Antonio ha robado cosas a tu madre, y quizás a más vecinos, tenemos que comprobarlo. Y eso también es delito.

—¿Y cómo pretendes entrar ahí, si puede saberse?

Anselmo sonrió y miró a Alfredo.

—Tu hijo nos ha dado la cobertura perfecta. ¿Acaso no tenemos un grifo que gotea?

—Además, tenemos esto —dijo Alfredo de pronto, enarbolando una llave con una etiqueta. Sonreía y parecía tan satisfecho de sí mismo al hacerlo, que Anselmo y Adela sospecharon, por fuerza, que debía de tratarse de algo importante—. Es la llave maestra. ¡Se la he birlado delante de sus narices!


Esa noche Anselmo no pudo pegar ojo.

Hacía tiempo que no se sentía tan vivo.

A la excitación permanente por la presencia de Adela, hacia quien cada día sentía más apego y deseo, y quizás algo cercano al amor, se unía el gozo, aunque quizás no debería llamarlo así, por su “incursión”.

—Me niego a llamarlo incursión. No estamos en el ejército y esto no es un ataque armado.

—Eres un aguafiestas, muchacho. Además, qué más te da a ti cómo llamarlo, si solo vas a ser un cebo.

Alfredo maldijo por lo bajo y mordió el bocadillo de tortilla que había preparado Anselmo. Estaba delicioso, pero se negó por principios a admitirlo, solo para que no supiera que él también estaba excitado por todo aquello. No todos los días se planeaba entrar destrangis en el piso de un presunto delincuente para buscar pruebas de un delito. Robo, y eso como mínimo. Le entraba un temblor interno de solo pensar que había estado a solas ahí con el que quizás era el asesino de su abuela. Aunque prefería comer bocadillo de tortilla que pensar en eso.

Durante un par de horas mordisquearon bocadillos y planearon la incursión en la portería.

Alfredo se quedaría con Antonio mientras él arreglaba el presunto grifo que goteaba, y lo entretendría todo lo que pudiera.

—Tiene que ser un buen rato. Necesitamos tiempo para documentar las pruebas —dijo Anselmo, levantando el teléfono.

—¿Vas a sacar fotografías? —preguntó Adela con voz aguda.

—Y voy a hacer vídeos, si hace falta. De lo contrario, será nuestra palabra contra la suya.

Adela apretó los labios, pero no dijo nada.

—¿Y qué va a pasar con Antonia?

Los dos miraron a Alfredo con evidente cara de no tener ni idea de quién hablaba.

—La portera.

—Podemos hacerlo por la mañana, cuando esté de compras o lo que sea que haga por las mañanas.

Alfredo se rio.

—Gran plan.

—Es una señal de que deberíamos dejarlo. Seguro que mi madre le dio el puñetero reloj.

Para su sorpresa, Alfredo negó con la cabeza. Le daba igual el reloj y todo lo que su abuela pudiera haber regalado al portero, pero odiaba ver a su madre así. Quería acabar con todo ese asunto, y la única forma de hacerlo era averiguar qué secreto se ocultaba en ese edificio. Y por algún lugar había que empezar. Por qué no por la portería.

—Yo me encargaré de los porteros. Todo lo demás es cosa vuestra. Y espero que lo hagáis muy, muy bien, porque no quiero que nadie más palme en ese edificio.

Cuando sonó el despertador, Anselmo se quedó mirando el techo durante un instante, aunque estaba despierto. En un par de horas tenía que estar listo para la acción.

Se levantó, se duchó y desayunó ligero, no fuera a ser que le fuera a sentar algo mal. Desde luego, ese no era el día en que le gustaría que las tripas le jugaran una mala pasada.

Por algún motivo, estuvo listo en menos de una hora.

Decidido a templar los nervios, se sentó en el sofá y estiró la mano para tomar el libro sobre Le Corbusier, que llevaba abandonado varias semanas en la misma página. Ni siquiera recordaba lo que había leído antes, así que volvió a comenzar. Solo que no se enteraba de nada de lo que leía.

Dejó el libro y pensó en Adela. Seguro que ella estaba serena y preciosa, nada preocupada por lo que estaban a punto de hacer.



—La vamos a cagar.

—No, mamá, no la vamos a cagar.

—Es un delito. Nos van a pillar y acabaremos todos con una cadena y una bola en la pierna.

Alfredo tragó la magdalena que se había metido en la boca, más que nada por miedo a atragantarse. La imagen de los tres encadenados y vestidos con trajes a rayas era para partirse.

—Me descojono contigo, de verdad.

—Esa boca, niño.

—Cabrearte funciona, no falla.

Adela cerró los ojos y empezó a murmurar para sí. Dudaba que estuviera rezando, porque su madre no era religiosa, quizás porque su abuela ya lo había sido por todos los demás, pero la tranquilizaba maldecir en arameo para sí, jamás en voz alta. La educación religiosa tenía esas cosas.

—¿Estás seguro, cariño?

Alfredo se acercó y le dio un beso. Ella se limpió la mejilla, pringosa por sus labios sucios de café con leche.

—Primero, estoy seguro de que ese tipo oculta algo. Se lo vi en la mirada. Y luego, recuerda que tenéis que decir que encontrasteis la puerta abierta y que estabais buscando a Antonio. Hablad lo menos posible. ¿De acuerdo?

Adela asintió y lo abrazó con fuerza.

—Voy a bajar.

Alfredo asintió y se obligó a sonreír. Según el plan, Anselmo y su madre tenían que bajar a la cafetería de la esquina y esperar allí a que Antonia saliera y el mensaje de Alfredo diciendo que Antonio había subido para arreglar el grifo. Solo entonces tendrían vía libre para entrar en la portería.

Le entregó la llave maestra y se tragó el miedo.
Arwen Grey