lunes, 28 de septiembre de 2020

«La cápsula del tiempo»

 Nuevamente nos cede un relato Nina Peña, como siempre, entrañable.

Lleva años en el armario. Ha sobrevivido al paso del tiempo, a dos mudanzas, tres rupturas y a la curiosidad de mis gatos. Se mantiene cerrada, con el mismo precinto de celo que ella puso, amarilleado por los años. Con los bordes despegados y llenos de una finísima línea de polvo. El cartón casi gris y de un grueso gramaje delata la edad y la época a la que pertenece. Una época en que las cosas se hacían para que duraran, para que resistieran, para que perduraran toda una vida si era necesario. Las tirabas por cansancio de verlas, pero no porque se hubieran roto o dejaran de cumplir su función primordial.

Este recipiente que pasa desapercibido entre los trastos guardados, olvidado casi, había vuelto a mí en sueños. Prometí no abrirlo. Lo sé. Prometí atesorarlo durante los años que fueran necesarios, sin embargo, cuatro noches seguidas soñando con ella me tentaban a desobedecer e incumplir con ese pacto sagrado.

¿Qué narices hay en esa caja? ¿Por qué no puedo abrirla? ¿No han pasado suficiente tiempo ya? Cuarenta años deberían ser suficientes para casi todo, creo. Nada de lo que pueda contener podrá hacerme daño ni podrá producirme una inmensa alegría. Como mucho, me quedaré decepcionada ante su contenido porque ¿Qué puede ser lo que la abuela, en aquella época, puso en una caja, en una tabaquera antigua hurtada del desván?

Mi hermana y mis primas están delante de mí con la misma cara que yo. Con la misma duda e incertidumbre.

– ¿La abrimos ya?– me preguntan, como si yo tuviera la respuesta. Han acudido rápidas a mi grito de socorro. Las llamé para decirles que ya era hora de desvelar tanto secreto, que ya no teníamos edad de tonterías, que la dichosa caja y la voz de mi abuela me estaban torturando en sueños desde el altillo y desde el más allá.

Han hecho café y se han sentado frente a mí examinando el objeto de nuestro encuentro como quien observa un trozo de piedra espacial, sin creerse que eso haya venido de otro mundo, de otro instante, de otra dimensión.

La tengo en la mano y la miro centímetro a centímetro. Recuerdo la mañana de otoño en que hicimos el extraño trato. En la buhardilla, atestada de bultos peregrinos y donde flotaba una especie de nebulosa formada por el polvo en suspensión, el rayito de sol oblicuo que entraba por la pequeña ventana de celosía y los fantasmas del pasado inmediato. Muebles tapados con sábanas amarillas, espejos cuarteados por el tiempo, un globo del mundo y sillas desvencijadas en donde anidaban pequeños ratones blancos que en la noche corrían por las vigas de mobila, eran un magnifico tesoro para nuestra imaginación.

 

Fotos ambarinas de soldados con gorra de plato y mujeres con mantilla en el pelo. Cartas de amor y soledad que leíamos intentando saber quién de nuestros antepasados las había escrito. ¿La abuela, quizás? Un enorme rosario de cuentas negras y grandes colgaba de un perchero carcomido por las termitas en donde se echaba de menos uno de sus brazos. En un baúl había un vestido de novia envuelto en papel vegetal del que se desprendía un terrible olor a naftalina. En un cofre, se amontonaban billetes fuera de circulación que alguna vez tuvieron valor. Éramos unas mocobobas (mocosas atontadas) de apenas ocho años.

Desde el recuerdo vuelvo a escuchar la tos de mi abuelo y la voz de Antonio Machín surgiendo entre las nebulosas ondas de una radio vieja, llena de interferencias. De vez en cuando mi madre cantaba una estrofa suelta mientras hacia el sofrito de la paella del domingo. La voz de mi tía también llegaba con una claridad diáfana hasta aquel altillo donde jugábamos a contar historias de miedo y a imaginar un pasado perfecto que jamás lo fue.

Nos hizo prometer que no la abriríamos hasta que fuéramos mayores y me la entregó con un aspaviento ceremonioso que todavía conservo en la memoria. Un gesto con el que ratificaba mi poder de prima mayor.

– Es imposible no recordar – dice mi prima con una sonrisa triste. Es imposible no recordar. La niñez, las personas que ya se fueron, los momentos compartidos, los instantes de una vida ya lejana que pocas veces nos permitimos revivir. Los sabores de aquel entonces. Los platos de membrillo en otoño, de rosas en verano, de lluvia en invierno. Las mañanas de primavera en que dormíamos las primas juntas en una enorme cama y nos despertaban las campanas de la iglesia cercana. El aroma de las sábanas delataba su blancura. El peso de las frazadas su edad de confección. El sol se asomaba perezosamente y nos quedábamos charlando sin prisa, contándonos historias imaginadas o soñadas la noche anterior, mentiras inocentes y verdades inexplicables a nuestros ojos de niñas. La voz de mi abuela llegaba desde las escaleras llamándonos para desayunar.

– Ábrela ya – me ordenan mientras yo ya estoy quitando el precinto amarillo.

Cuatro fotos viejas descansaban en el fondo. En ellas las niñas que fuimos rodeábamos a la abuela en unas fiestas de agosto, disfrazadas con tules y cintas de colores que se veían sepias en la imagen. La memoria trajo hasta nosotras aquella tarde calurosa, aquellos días de playa, el olor de la higuera en plena culminación, el del jardín donde corríamos a escondernos y donde, alguna vez, escribimos poemas bajo un sauce llorón, arropadas entre sus ramas. La emoción de la perpetuidad en días eternos. La fragancia de los campos de naranjos al atardecer bajo un sol violeta y unas nubes que oscurecían el poniente. La vitalidad y de aquellos instantes en que el mundo era, todavía, una promesa.

En el reverso, tras nuestros respectivos nombres, la letra puntiaguda de la abuela nos hablaba con una voz que ya no podemos recordar. «El mejor regalo son los recuerdos, espero que me estéis recordando ahora. Las cuatro juntas. Os querré siempre. Vuestra abuela».

Nina Peña




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