jueves, 16 de marzo de 2023

«Todo el mundo adora a Lucinda» de Arwen Grey

 





CAPÍTULO 1


    Gordon contemplaba en silencio cómo la gran estrella de culebrones y melodramas televisivos Lucinda Johnson pasaba las páginas del guion que acababa de poner en sus manos.

Los ojos enormes que habían encandilado a las pantallas desde que apenas era una cría no más alta que un taburete, parecían resbalar por encima de las palabras, deteniéndose por breves instantes, aquí y allá, sin que nada más en su rostro se moviera.

Por fin, tras unos diez minutos, Lucinda dejó el guion con cuidado sobre la mesa de su camerino, presidida por una foto de ella misma recibiendo uno de los cuantiosos premios que le habían otorgado a lo largo de los años. Debía de tener cientas de aquellas estatuillas, pero, como ella misma decía, no había premio pequeño, sobre todo cuando eran otorgados al talento.

Gordon, que se preciaba de conocerla bien, no en vano había estado casado con ella durante cinco largos y tormentosos años, reconoció para sí que aquella calma lo sorprendía.

—Una madre —dijo entonces, con un tono que le heló la sangre—. Pero si solo tengo 33 años.

—39 —puntualizó Gordon.

En buena hora, pensó.

Lucinda se giró hacia él con toda la furia que había esperado y más. Lucinda era Lucinda, al fin y al cabo.

—¡Pero el público no lo sabe, cretino! Para ellos soy una jovencita todavía, no puedo aparecer como una… madre —añadió con desprecio absoluto, frunciendo los labios como si hubiera comido algo asqueroso—. Una vez que me vean así, jamás volverán a verme como antes.

Gordon sabía que era cierto. Llevaba el suficiente tiempo en la industria televisiva como para saber que una mujer pasa de niña a amante, y de amante a abuela en cuestión de segundos. Y lo malo era que la gente lo tenía más que asumido y le parecía hasta normal.

—Pero es un papel interesante…

Lucinda, que fingía con todas sus fuerzas que no estaba allí, miraba su reflejo en el espejo.

Lucinda, la mujer más hermosa que había conocido en toda su vida, y también la más desagradable. Pudo sentir su mirada a través del cristal, tan fría como la materia en la que se reflejaba.

—Por mí, puedes meterte el papel por el culo, querido.

Gordon se lo había esperado. Esa mujer no era de las que admitía nada a la primera, ni siquiera cuando uno aparecía en su puerta envuelto en rosas y con un anillo con un diamante del tamaño de una catedral. Siempre había que luchar, y esa vez no iba a ser una excepción.

—¿No quieres saber quién haría el papel de tu hija?

Pudo ver cómo Lucinda erguía la espalda.

Podía fingir todo lo que quisiera, pero la conocía bien. Había dormido a su lado cada día durante años y conocía sus miedos más íntimos.

Cuando sus ojos se clavaron esta vez en él, eran más suaves, casi dulces.

—Tendrá que ser un bebé para que sea creíble.

A Gordon casi le dio lástima ver un cierto temblor en sus labios. Estaba aterrada de verdad. Quizás, eso que buscaba con tanta obsesión en el espejo, eran arrugas y marcas del tiempo.

—Alina.

El rostro se le descompuso en una mueca tan amarga que Gordon temió que se echase a llorar. Pero para eso había que ser del tipo que llora, y ella no lo era.

Lucinda se acercó a él y le dio un empellón que hizo que chocara con la mesa. La fotografía de ella con el premio se cayó al suelo y se rompió, pero a ella pareció darle igual.

—¿En serio? ¿Esa niña boba?

Gordon la detuvo antes de que volviera a empujarlo o de que le hiciera daño con alguno de los estúpidos objetos que acumulaba allí. Aquel camerino parecía un bazar, pero ella no quería deshacerse de los regalos de sus seguidores.

Tomó a Lucinda por los hombros para contenerla. Hacía dos años que no la tocaba, desde que se habían divorciado. Desde entonces, él se limitaba a representarla y ella obedecía… más o menos. De vez en cuando amenazaba con dejarlo, como ya había hecho con su cama, pero jamás lo hacía.

—Piensa en que al fin podrás demostrar que no es más que una mosca muerta que no vale nada a tu lado.

—¡Pero yo tendré que ser su madre!

Gordon la sacudió un poco, lo suficiente como para que ella dejara de gimotear y lo escuchara.

—La eclipsarás de tal manera que nadie recordará siquiera que esa chica estuvo en la película…

Lucinda apretó los labios, pero calló.

Si había una debilidad en esa mujer, era su ego.

Gordon supo que había ganado cuando no dijo nada. No asintió, ni siquiera con la cabeza, pero no siguió protestando.

Cuando salió del camerino, dejándola a solas para que estudiara el guion, sacó el teléfono móvil y dejó un críptico mensaje en un grupo que se había creado una noche de hacía un mes, después de un rodaje especialmente terrible.

Lucinda les había gritado a todos, e incluso había agredido a su coprotagonista, al que había arañado hasta dejarle marca en la cara, y todo porque, según ella, le había robado la luz en un plano.

La cena había empezado con todos en silencio, tan callados como si vinieran de un funeral. Como era habitual, todos, menos Lucinda, comían juntos. Ella prefería hacerlo a solas, en su camerino o en un restaurante, si rodaban fuera de los estudios.

Aunque a algunos de sus compañeros eso les molestaba al principio, dejó de hacerlo cuando vieron que Lucinda no los consideraba sus iguales. Como mucho, eran los que la hacían destacar y brillar, y jamás perdonaba un error.

Incluso, se decía, había hecho despedir a un iluminador que no la enfocaba como quería.

—En serio, si no lo digo reviento: la odio a muerte.

No se supo bien quién había empezado, pero pronto quedó claro que todos tenían algo en común: odiaban a Lucinda al punto de quererla muerta. Por eso idearon un plan genial. De hecho, como diría Gordon, aquello era un plan de película.

El mensaje que acababa de enviar decía lo siguiente y era la señal de que todo acababa de ponerse en marcha:

Ha aceptado


Arwen Grey